La crónica cósmica. Haciendo amigos, ¿verdad?

UN NUEVO VIAJE POR LA INDIA – En el pasado comprobé en más de una ocasión que, si tenía prisa por la razón que fuese, podía hacer el equipaje en diez minutos. Sin embargo, de no ser así, empaqueto mis cosas lentamente como si fuese un juego de mi gusto; e igual haré al instalarme en mi nueva morada, a la que observaré detalladamente para sacar provecho de lo que me ofrezca: aquí un pequeño anaquel para mi templete, allá unos clavos para amarrar el cordel de la mosquitera, etcétera. 

La tarde en que me confirmaron la reserva ferroviaria y supe con toda seguridad que al día siguiente partiría del valle de las colinas Kumaon, donde que había permanecido los últimos meses, comprobé que la temperatura de éste se hallaba en dieciséis frescos grados, mientras que la de mi siguiente destino era de veintiocho grados: ¡bien!

La familia que me había hospedado tuvo un postrer detalle llevándome en su coche hasta la estación de Lal Kuan, que quedaba un poco alejada, y tardamos un par de horas en llegar a ella. Durante el recorrido pasamos por un mirador natural que tenía unas vistas espectaculares, pero también un peligroso precipicio que había sido protegido con rejas tras las repetidas muertes accidentales de los estúpidos de turno que se habían pegado la gran hostia cuando se hacían un selfi.

Hicimos una parte del viaje entre densos bosques de teca desde los que nos observaban docenas de macacos. Al descender desde los mil cuatrocientos metros de altitud de Kumaon hasta los doscientos cincuenta y seis de Lal Kuan (dato que siempre consta en las estaciones de tren indias), tuve la sensación de haber pasado del otoño a la primavera saltándome el invierno.

Mi tren, el Lalkuan-Howrah Superfast Express que va semanalmente hasta Kolkata (Howrah es la principal estación ferroviaria de Calcuta), partió puntualmente a las siete y cuarto de la tarde y recorrió los quinientos seis kilómetros hasta mi destino en quince horas, que yo pasé acostado en una confortable litera. 

Después de haberos mantenido en la incógnita aclararé que me dirigía a una de las pocas ciudades indias que me gusta visitar de vez en cuando: la emblemática Varanasi (también llamada Benarés), que es, junto con Damasco y Alepo, una de las poblaciones vivas más antiguas de la humanidad.

Al descender del vagón y descubrir que en el andén se había formado un auténtico atasco de pasajeros, pensé que allí, y en un solo minuto, había visto a más gente que en Kumaon durante dos meses. Riendo me dije: “Ahora sí que he regresado a la India”. Aquella locura continuó cuando salí a la calle y me enfrenté al caótico tráfico habitual, con cientos de ciclotaxis ricchó, triciclos autoricchó, y demás vehículos que hacían sonar el claxon mientras avanzaban lentamente esquivando las vacas y los toros que rumiaban y tomaban el sol plácidamente en la calzada.

UNA CONEXIÓN CÓSMICA – Anteriormente, y desde los años ochenta, siempre que iba a Varanasi me alojaba con unos amigos míos que vivían en el histórico barrio de Kashi, pero en esta ocasión, para poder tener conexión a internet, decidí instalarme en la pensión Sun Rise Lodge, que se hallaba en un edificio centenario del mismo barrio y junto al curso del Ganges.

No obstante, cuando les escribí desde Kumaon para reservar una habitación, me respondieron que, en esas fechas, ni, ni, ni, ni. Así que me dirigí de nuevo a la casa de mis amigos.

Pero quiso la suerte, o sea la conexión cósmica que mencionaba antes, que me liase en el laberinto que forman las zigzagueantes callejuelas peatonales de Kashi, que muchas veces no miden más de dos metros de ancho, y acabase llegando accidentalmente a la Sun Rise Lodge.

Rizando ya el rizo, su propietario me saludó desde la entrada diciendo que, si necesitaba una habitación, inesperadamente se había quedado libre una que no tenía baño y me costaría la simpática cantidad de trescientas cincuenta rupias diarias (euro: 82 rupias).

Me advirtió que era muy pequeña, pero cuando me guió hasta ella trepando por una estrecha y empinada escalerilla de altísimos escalones (todas las escaleras de Kashi son así), pensé que el adjetivo pequeño le quedaba pequeño porque, aunque medía unos cinco metros de largo, el techo se hallaba a dos metros y su anchura era tan limitada que podía tocar ambos muros sin llegar a extender totalmente los brazos. Recordé que en Capadocia, en Turquía, me había hospedado en una habitación parecida.

Si terminase así la descripción de este habitáculo imaginaríais algo parecido a una claustrofóbica caja de zapatos, pero cambiaréis de opinión si añado que coronaba uno de esos altos muros de piedra que en Kashi bordean el curso del Ganges y que tenía tres ventanas (una mirando al este y dos al sur) que ofrecían unas vistas impresionantes del río, de los ghats (no tiene traducción, pero lo más cercano sería escalinatas) y de la inmensa y solitaria playa de la orilla opuesta, donde no vive nadie porque “trae mala suerte”.

Sí, aquella diminuta e insólita habitación era parecida a una atalaya desde la que, sentado en la cama, podría contemplar la locura india, con cientos de peregrinos purificándose en las aguas del Ganges, y docenas de barcas que los paseaban por su curso. Claro, con tales componentes no dudé en darle el visto bueno a tan insólita habitación y estoy escribiendo esta crónica en ella.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. El avión con el que yo regresaría a las Islas Canarias siguió sin hacer acto de presencia semana tras semana. Al fin, cuando me harté de ser el hombre más pobre de aquel pobre país, decidí sacarle provecho al billete de vuelta, que en el momento de embarcar en el aeropuerto de Tenerife me habían obligado a comprar, y me puse en contacto con el representante local de la compañía.

Después de contarle que tenía los bolsillos vacíos, le exigí que me hospedase en el lujoso Senegambia Club Hotel hasta que ellos reanudasen los vuelos y yo pudiese regresar a Canarias. Tal como había esperado, él se lavó las manos asegurando que, sintiéndolo mucho, mi situación no era de su incumbencia y que en manera alguna correría con los gastos de alojarme en un bungaló de aquel caro hotel.

El pobre hombre debió alucinar cuando le amenacé con instalar mis bártulos frente a la entrada del hotel y pedir limosna a los turistas occidentales. Cinco minutos más tarde yo daba saltos de alegría mientras era acompañado hacia el bungaló D-19, que se hallaba en un extremo del gran hotel y junto a las cercas que lo separaban del bosque.

Durante la siguiente semana viviría a cuenta de la compañía del alemán Jerome. Cada vez que fuera a desayunar en el extenso bufé del restaurante, saldría de allí con los bolsillos llenos de mantequilla, panecillos, mermelada y quesos que, junto con jabones, cucharas, vasos, saleros y otros lujos, llevaría a los amigos de Kerr Seringg, porque en mi rutina diaria continuaría yendo hasta aquella aldea paseando por la playa para charlar y fumar con Jah, Pa, Modu y otros buenos colegas.

La parte más cómica de la historia tuvo relación con los trabajadores del hotel. Entre éstos había muchos conocidos míos que, sabiendo mi situación económica, me obsequiarían con un cigarrillo o un dalasi (moneda local) sorprendiendo a los otros huéspedes. Si entraba en los lavabos que había junto a recepción, el chico que cuidaba de éstos me saludaría sonriendo: “Buenos días, Nando “tubab” (blanco), ¿cómo vamos?”. Y yo respondería: “Bien, hermano, ¿y tú?”. O el camarero que me serviría la cena, me susurraría al oído: “Después pasaré por tu bungaló con un “cuchunpén” (porro) de buena marihuana”.

Claro que entre los servidores de la casa también estaban los de carácter perruno a quienes no les gustaba aquel “tubab” pobre y descalzo que vestía como un payaso. Uno que se hallaba especialmente en tal grupo era el guarda de la entrada de la playa, frente al que yo había pasado docenas de veces sin que me diera el alto, cuando iba a afeitarme en los baños del hotel aprovechando que tenían agua caliente. Pero el muy papanatas decidió hacerlo precisamente ahora, que yo residía de nuevo en la casa, y cuando trató de detenerme, me reí mostrándole la llave de mi bungaló: “¡Pasmado, que no te enteras!”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Me siento fuera de sitio en las ciudades, pero me horrorizan sobre todo los centros comerciales, especialmente los del Sudeste Asiático que se hallan en edificios inmensos de muchas plantas y habrá varios de ellos, uno al lado del otro.
  • Oh, sí, seguro que es mas fácil sobrevivir en medio de una manada, pero como todos los tipos de supervivencia, no se puede comparar a la vida del individuo solitario.
  • Un bebé se amorra instintivamente a la teta; ¿acabará haciendo igual con el biberón?
  • ¿Es obligado que las fotos que se publican en Internet identifiquen al autor, sobre todo si son imágenes íntimas de alguien?
  • Mi maestra de mecanografía jamás habría imaginado que se llegaría a escribir usando sobre todo el pulgar, como se hace actualmente en el móvil.
  • Todos mis amigos son gilipollas, sino cómo podrían ser mis amigos.
  • El curioso funcionamiento de la mente de los viejos: «Mi padre llamaba “Tom y Jerry” a Jerry Lewis, y el suegro de un amigo mío llamaba “Marilín en la i” a Leroy Merlin.
  • Otra prueba de que voy acelerado, ayer leí: “secaba unas semillas” donde ponía “sacaba unas sillas”.
  • Debido a mis gustos zen, me parecen ridículos vuestro calzado, la ropa que vestís, la adicción a las marcas, el peinado que lleváis, la decoración de las casas y de los restaurantes, las conversaciones que mantenéis, los valores que os guían y vuestro apego al teléfono que, según se ha comprobado, miráis diariamente una media de cuatrocientas veces. También me parecen ridículas las ambiciones materiales y las manías que guían vuestras vidas. Haciendo amigos, ¿verdad?: ¡Ja!

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1080 720 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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