La crónica cósmica. La India en todo su apogeo

¡SEGURO! – Taman Negara, Malasia. No sé si sabréis, y si no os lo aclaro ahora, que entre los diversos servicios que ofrece conmochila.com está el de contratar un seguro de viaje con la compañía IATI. Pero vayamos por partes.

Desde que en los años ochenta empecé a viajar continuamente, siempre lo hice sin vacunarme o tomar precauciones sanitarias, a pesar de recorrer lugares de África y Sudamérica donde estaba a varios días de distancia del mínimo servicio médico.

Aparte de algunas pequeñas heridas que se me infectaron y que, debido al clima tropical, a veces tardaron varios meses en curarse, la suerte estuvo conmigo y nunca sufrí enfermedad alguna que mi cuerpo no pudiese atajar por su cuenta, sin tomar tan siquiera una aspirina.

Sí, sobreviví, ¡y sigo viviendo!

Lógicamente, al seguir ese plan de vida, jamás se me pasó por la cabeza hacerme un seguro de viaje, suponiendo que por entonces ya existiesen. Sin embargo, al iniciar este último viaje el pasado mes de septiembre, alteré esa costumbre y, a través de conmochila.com, me hice una póliza anual de viaje con IATI denominada Grandes Viajeros.

Pero no fue pensando en mi impecable salud de septuagenario que di este paso, sino como precaución en el caso de que el puto COVID saltase de nuevo en escena y me viese obligado a pasar una cuarentena en algún hotel de lujo que mis precarios bolsillos no podrían costear.

Dos meses más tarde, cuando me hospedaba en las Colinas Kumaon, al norte de la India, pude felicitarme por haber tomado aquella precaución porque, por primera vez, tuve un problema de salud.

Aunque a través de los años mi cuerpo se había vacunado de forma natural contra todo tipo de bacterias mientras bebía el agua de diferentes ríos y me alimentaba con la comida local de los países que visitaba, mi chasis había sufrido el lógico desgaste debido a los muchos kilómetros recorridos y tuve un pinzamiento del nervio ciático que me dejó la pierna izquierda dolorosamente imposibilitada. ¡Ay, mamá, cómo duele!

¿Visualizáis la situación? Una granja aislada entre los bosques y las abruptas montañas de la India y yo retorciéndome en la cama sin saber de qué iba todo aquello. Fue aquí cuando entraron en acción los servicios de IATI, a los que solamente tuve que telefonear pidiendo ayuda para que se pusieran en funcionamiento. Cinco minutos más tarde contactó conmigo un médico de Nueva Delhi, que era su delegado en la India, quien, tras enterarse de los síntomas que yo tenía y preguntarme dónde residía, tocó las teclas adecuadas.

A la mañana siguiente vino a recogerme un taxi que me trasladó a un hospital de alto standing llamado Brij Lal (3.500 rupias diarias por una habitación privada y 12.000 por una suite. Euro: 89 rupias indias) que se encontraba a más de treinta kilómetros de distancia. Era la primera vez en mi vida que cruzaba las puertas de un hospital como paciente y me pareció terrorífico.

Pasé por las manos de tres médicos sin hacer colas ni tener que esperar: me hicieron radiografías, un chequeo general y una resonancia magnética (¡me quedé dormido dentro de aquella ruidosa máquina!).

Dos de los médicos me informaron que mi dolencia solamente se solucionaría de forma definitiva si regresaba a Europa y pasaba por el quirófano. Menos mal que el tercero de ellos me dio un consejo más de mi gusto: me recomendó que, durante los siguientes tres meses, usase continuamente una faja ortopédica que me entregó y él mismo me colocó.

Y la cosa funcionó, pues por el momento he salido adelante y ahora sólo me pongo la faja a ratos. Valga añadir que el taxi esperó por mí durante todo el santo día y al atardecer me llevó de vuelta a casa.

La razón por la que os he soltado esta parrafada era recomendar los impecables servicios de IATI a los que estáis pensando en hacer algún viaje, pues podéis estar seguros que, en caso de tener alguna dolencia o cualquier tipo de problema, os cuidarán de maravilla.

Umm, espero que, después de esta publicidad encubierta, IATI me haga un descuento cuando renueve mi póliza anual de Grandes Viajeros. ¡Ja, ja!

EN LA CARRETERA – De forma parecida a las ciudades, entre las que las hay que sólo sirven para cruzarlas cuanto antes, sin descender del coche, y otras que se han hecho para pasear; hay carreteras, quizás la mayoría, por las que circulamos a toda hostia en medio de un tráfico infernal pensando exclusivamente en llegar cuanto antes a nuestro destino, pero también las hay que merecen ser recorridas pausadamente porque son solitarias y nos ofrecen un entorno al que vale la pena echar un vistazo.

Este es el caso de la carretera de setenta kilómetros que viene desde la ciudad de Jerantut y termina aquí, en el pueblecito de Kuala Tahan, que he recorrido en bastantes ocasiones ya fuese en autobús o con el automóvil de mis anfitriones de la Park Lodge. Aparte de tener escaso tráfico rodado y estar salteada de suaves desniveles y abiertas curvas, se halla continuamente encerrada por el tupido verdor de los bosques, sin ni una sola población.

Las señales de tráfico te indican con unas inconfundibles imágenes: cuidado con las vacas, cuidado con los tapires y, sobre todo, cuidado con los elefantes, como los que se encontró ayer un amigo mío y tuvo que aguardar a que terminaran de cruzar la calzada hasta que se adentraron en la jungla. También se ven familias de macacos y algún que otro lagarto monitor despistado.

PASO A PASO – Jaipur, Rajastán, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Llegué a Jaipur al atardecer después de viajar casi veinticuatro horas en diferentes autobuses.

El cielo rojizo del ocaso, el calor del desierto, los carros tirados por camellos, el caos de un tráfico, compuesto casi exclusivamente por bicicletas y vespas, y las palmeras de los parques de la ciudad me llenaron con la euforia que siente el turista nórdico cuando aterriza en invierno en el sur de la península Ibérica.

No olvidemos que había pasado casi tres meses entre las tierras altas de Cachemira, Ladakh e Himachal Pradesh, y que, sin saberlo, estaba loco por regresar a las suaves llanuras.

Siguiendo las recomendaciones de otros extranjeros, me hospedé en el famoso Hotel Evergreen. Pero al descubrir que la mayoría de huéspedes eran turistas ricos, con los que no congeniaba, solamente permanecí allí una noche.

Empeorando las cosas, tal tipo de fauna comportaba que el lugar estuviese permanentemente rodeado de salteadores indios dispuestos a tomarles el pelo. Completando ese negativo cóctel, el hotel se hallaba demasiado lejos del centro neurálgico de la ciudad.

Con anterioridad había pasado unos pocos días en aquella gran urbe, y ahora, cuando un estudiante me dio palique, le expuse mis deseos: “Quiero alojarme en una pensión barata, a la que no vayan turistas extranjeros, y que se halle en el mismo barrio que el Palacio de los Vientos”. El muchacho, que no tendría ni quince años y se llamaba Rakesh, comprendió perfectamente mi idea y me dijo que subiese en su bicicleta, al mismo tiempo que ya empezaba a pedalear.

Tal como había visto hacerlo docenas de veces a los indios, trepé de un salto en el incómodo sillín trasero de la bicicleta y dejé que el hierro se clavase en mis nalgas, mientras cruzábamos los muros de la Ciudad Rosa, ascendíamos por el bullicioso Johari Bazar entre miles de bicicletas, y, al fin, nos deteníamos frente a un edificio llamado Gupta Mansions que estaba pintado de rosa como todos los demás y donde solamente había letreros y carteles escritos en indostaní.

“Sígueme”, me pidió el chico llevando la bicicleta de la mano. Entre los portales de unas joyerías había un par de estrechos arcos que sólo permitían el paso de una persona. En el suelo de un curvo pasadizo estaban instaladas varias pequeñas joyerías.

Cuando terminamos de cruzar la umbría galería entramos en un espacioso patio donde reinaba un gran árbol en el que jugaba una familia de monos. Bajo éste, y cubierta por un toldo que colgaba de las ramas, se hallaba otra joyería, tipo de comercio que se repetía en todos los laterales del patio.

Junto a una pared ascendía una angosta escalera descubierta, por la que mi guía ya estaba trepando cuando yo todavía permanecía absorto mirando aquel tranquilo mundo donde cantaban los pájaros. Era un lugar sorprendente que no tenía la menor relación con el caos y el ruido de la avenida que habíamos dejado al otro lado de los muros.

“Este es el Hotel Sanjay”, me explicó Rakesh, “donde residen comerciantes de piedras preciosas y otra gente importante”. Tal hotel se limitaba a tres habitaciones diminutas que no tenían ventanas, cuyas puertas daban al balcón, encima del jardín de los joyeros. El lugar estaba limpio y aseado, y fue de mi gusto a pesar de que el precio de veinticinco rupias me pareció algo exagerado, quizás al no recordar que, en la India, el coste de las habitaciones depende casi siempre del tamaño de la ciudad.

Considerándome perfectamente instalado, desde aquel momento me dediqué a conseguir el conocimiento de la interesante ciudad de Jaipur.

  • El cadáver de una vaca echado en medio de la calle mientras se hinchaba como un globo.
  • Un atasco monumental de tráfico en el que las bocinas de autobuses, camiones y tractores competían con los timbres de miles de bicicletas y los gritos de los conductores de carros tirados por camellos, mientras se oía el pitido continuado del silbato de un guardia urbano que estaba sentado tranquilamente en una silla en un rincón donde nadie podía verle.
  • El mercado de las flores, que se hallaba en el chaflán de la esquina y exhalaba docenas de perfumes: me gustaba sentarme allí, a la sombra de los grandes árboles, para observar los comercios compitiendo en colorido y luces.
  • Una hermosa muchacha vestida al estilo tradicional del Rajastán, con media docena de colores distintos, haciéndome extrañas señas desde la parte trasera de una tonga (carrito) tirada por un camello indiferente.
  • La visita relámpago a un cine del que salí disparado cinco minutos después al ser atacado por miles de chinches.
  • Un santón totalmente desnudo mirando aparadores.
  • Un guardia urbano, muy distinto del anterior, que intentaba resolver el habitual atasco de tráfico repartiendo hostias con su porra de bambú.
  • Los macacos saltando de las ramas del árbol de mi pensión y dejándose caer sobre el toldo que cubría la joyería.

En fin, la India en todo su apogeo. Mejor, imposible. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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