La crónica cósmica. Las plácidas aguas de río Kwai

UN GRAN HOMBRE Y UN BUEN AMIGO – Konark, Bahía de Bengala, India. Jotia fue una de las primeras personas con quien entablé relación cuando descubrí Konark a principios de 1991. Era un indio atípico porque, al contrario de la mayoría de sus compatriotas que se juntaban conmigo tratando de sacar algún provecho económico, él era la personificación de la generosidad. Iba por la vida invitando a la gente y echando una mano a los necesitados.

Le conocí una mañana en un chiringuito que había frente a la entrada del Templo del Sol, donde yo estaba tomando chai, se me acercó y pagó mi bebida antes de presentarse. Jotia tenía entonces treinta y cuatro años y yo, cuarenta. Podría decirse que me adoptó, pues desde ese día fuimos juntos a todos lados en su Vespa y me mostró los rincones más interesantes alrededor de Konark. Valga añadir que él era un marchoso de cuidado que siempre estaba a punto para ir de fiesta y nos colocábamos con lo que tuviésemos a mano.

Pero si he denominado a Jotia como un indio atípico es sobre todo por su insólito currículo. A pesar de ser analfabeto y haber empezado a ganarse la vida vendiendo cocos, no tardó en montar un estudio fotográfico en el que dio empleo a una docena de fotógrafos dedicados a fotografiar a los visitantes con el Templo del Sol de fondo.

En primavera, y cuando brotaban los anacardos, compraba al gobierno local los derechos de recolección de docenas de hectáreas y contrataba a un equipo de currantes para la cosecha este fruto, que él vendería más tarde a los mayoristas.

También fue durante mucho tiempo el líder local del partido político del Congreso, cargo que ahora ha cedido a su nuera.

Actualmente, convertido ya en un abuelo de sesenta y seis años, sigue tocando las teclas de diferentes negocios; entre ellos una pensión. Aunque vive en una casa aquí en Konark, se está edificando otra en su aldea natal.

Jotia, que es muy emocional, solloza cuando hablamos de nuestro amigo Akeyo, que falleció hace un par de años, pero se desternilla al recordar la vez en que nos colocamos con LSD.

PASO A PASO – Kanchanaburi, Tailandia, invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. La “Nitaya Raf House Boat” en que nos hospedamos el holandés Ulmo y yo lo formaban media docena de cabañas de bambú que flotaban plácidamente sobre el río Kwai.

El aire pasaba entre las cañas mal ensambladas, los gruesos techos de paja se encargaban de amortiguar la fuerza de los rayos solares, unos mullidos colchones encerrados bajo mosquiteras auguraban buenos sueños, unas pasarelas servían para ir hasta la cabaña que hacía las veces de cafetería y las aguas, que todo lo enmarcaban, nos ofrecían refrescantes baños para sobrellevar al bochorno.

Un cártel del gobierno tailandés advertía a los visitantes acerca de los peligros de la malaria y daba media docena de recomendaciones para evitarla. Cuando las hube leído las deseché al recordar las reacciones secundarias por haber tomado quinina, u otros fármacos, que me contaran algunos viajeros africanos, como dolores de cabeza y zumbidos auditivos.

“Además, ¿quién quiere meterse diariamente mierda en el cuerpo?”, le comenté al joven holandés antes de añadir: “Sin embargo, te aseguro que me cubriré completamente con repelente de mosquitos en cuanto se acerque la puesta de sol y cada noche cuidaremos de cerrar perfectamente la mosquitera de nuestra cama”.

La rutina diaria en las llanuras alrededor del río Kwai incluyó constantes excursiones en bicicleta hasta la jungla para tomar baños en rincones paradisíacos y fumar porros tranquilamente, o, al anochecer, a cenar en el mercado nocturno. El único ejercicio que realizábamos durante las horas de más bochorno era arrojar los dados jugando al backgammon en la cafetería mientras bebíamos cervezas Singha acompañadas de la tradicional tapa local: saltamontes fritos.

Las típicas embarcaciones tailandesas, esbeltas, ligeras e impulsadas por un ruidoso motor de automóvil, se encontraban en su medio ideal sobre las plácidas aguas de río Kwai. Después de ser testigos de los entrenamientos de una auténtica competición de éstas, en la que harían acto de presencia los mejores pilotos locales, nos apresuramos a contratar los servicios de una lancha que nos esperaba junto a nuestra cabaña flotante, sin plantearnos que colaboraríamos en alterar la paz y la ecología del río.

La embarcación no tenía quilla y las bordas solamente sobresalían un palmo del agua. En cuanto nos pusimos en marcha comprobamos que, más que navegar, volábamos sobre el cauce. Podíamos notar el agua acariciando los bajos de la delgada madera sobre la que íbamos sentados. Tan excitante espectáculo incluía, además, unos surrealistas efectos ópticos creados por las salpicaduras del agua.

Debido a la excitación pedimos al piloto que diera gas hasta que creímos ser los más rápidos. Pero nuestra euforia recibió una bofetada al ver que éramos adelantados tranquilamente por una de las diminutas lanchas de competición. Entonces Ulmo exclamó riendo: “¡De pronto he tenido la sensación de estar parado!”. Y yo comenté: “La realidad es que vamos en un turismo que, aun siendo muy rápido, se queda en nada al lado de un deportivo”.

La excursión nos llevó hasta unas impresionantes cuevas en las que reinaban grandes esculturas dedicadas a Buda y a uno de los cementerios en el que descansaban holandeses, británicos y australianos muertos durante la guerra. Recordando la película El puente sobre el río Kwai, cuando pasamos bajo el puente me di el gusto de saltar de la embarcación y, llevado por la corriente, flotar imaginando ser el actor William Holden.

El domingo por la mañana nos apresuramos a tomar posiciones junto al río para ver la carrera de lanchas, acontecimiento al que acudirían todos los habitantes de Kanchanaburi. Las diminutas embarcaciones con motores fueraborda niquelados, que centelleaban bajo los rayos solares, competían de dos en dos, y las velocidades que alcanzaban eran realmente impresionantes.

Los pilotos, sin más protección que unas gafas, iban encogidos y mínimamente encajados en el limitado espacio del que disponían. La incómoda posición lo era todavía más al tener que mantenerse ladeados para fijar la vista al frente, por un lado, y por otro guiar la embarcación agarrando la barra que, sujeta al motor, hacía las veces de timón.

Durante la competición solamente ocurrió un accidente cuando, en un instante, uno de aquellos bólidos acuáticos, quizás por encontrar una ola invisible, de pronto salió volando verticalmente como un cohete. Milagrosamente el piloto no pareció haber sufrido el mínimo daño, pues se acercó nadando tranquilo a la orilla y levantó los brazos al ser ovacionado por el público.

Más tarde, tras terminar la competición, mientras yo leía el periódico Bangkok Post, mi mirada cayó sobre el título del artículo que ocupaba la última página: “Koh Sichang, donde no van los turistas”. Sintiéndome interesado, y casi emocionado al empezar a estar harto de ser un turista más en aquel país demasiado dedicado al negocio turístico, leí la información que había sobre aquella isla de la que nunca había oído hablar: se encontraba a corta distancia al sur de la capital y cerca de la costa continental. Era muy pequeña, no tenía hoteles y los únicos visitantes eran los peregrinos que se dirigían al templo budista chino que allí había.

Hasta aquel momento Ulmo y yo teníamos pensado separarnos a partir de Kanchanaburi; pero cuando le mostré el artículo del periódico decidimos ir juntos a Koh Sichang. Continurá.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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