La crónica cósmica. Le llaman la isla de algodón

EN EL LADO AISLADO. Le llaman la Isla de Algodón, Pulao Kapas, debido, según la Oficina de Turismo, al color blanco de sus playas de arena finísima (Umm, que se mete por todos lados y te obliga a barrer la cabaña continuamente). Había pensado en venir aquí al irme de Penang, pero solamente me decidí en firme cuando el amigo valenciano me advirtió: “Han empezado los monzones y, aparte de quedarse incomunicada, la mayoría de los negocios de la isla habrán cerrado y no habrá ni dios”. De todas maneras, imaginaba que la isla tendría algunas poblaciones, carreteras e incluso medios de transporte (de ahí que le preguntase varias veces al amigo valenciano en qué pueblo se instalaba y él no me respondiese porque no sabía a qué me refería).

Gracias a esta falta de información, habitual en mi forma de viajar, no supe dónde me metía hasta el momento en que desembarqué, y descubrí que la presencia humana en Kapas se limita a una decena de “resorts” alineados frente a las ocho playas que miran hacia occidente y al continente (que se halla a seis kilómetros). Aparte de esas cabañas, no hay calles, grandes edificios, vehículos o policía. Unas lajas de rocas multicolores marcan el límite de las playas levantándose oblicuamente desde el mar; según parece también forman las colinas de la isla (21 km2.) que están completamente cubiertas de densa jungla y empiezan junto a la arena.

Me quedé (y continúo) boquiabierto y emocionado. Era de mañanita y no se veía ni un alma. La única que rompía el silencio era la lancha que me había traído e iba de regreso. Entonces empecé la exploración con el equipaje a cuestas notando que se me acaban las fuerzas tras veinticuatro horas de correrías. La mayoría de los “resorts” estaban cerrados por vacaciones (igual que los dos pequeños colmados y el negocio que lleva a los turistas a bucear en los mundialmente famosos arrecifes de coral que se hallan en la parte oriental de la isla), y los precios de los únicos que permanecían abiertos superaban de lejos mi presupuesto incluso si se trataba de unos dormitorios en los que no me apetecía instalarme. Pero entonces, saltando de una playa a la otra, llegué ante el solitario “Pak Ya Sea View”, que me atrajo por su dejadez y también porque sus deterioradas cabañas eran en realidad las únicas que se encontraban directamente sobre la arena.

Aparte de que sus precios eran los más baratos, el propietario aceptó inmediatamente mi oferta (los mismos mil ringgits que en Teluk Bahang: unos 230 euros) cuando le dije que me quedaría todo un mes y le pagaría por adelantado. Y aquí estoy, sentado en la cama y bajo la imprescindible mosquitera, viendo el mar, y el continente al fondo, y escuchando el sonido de las suaves olas como música ambiental. Paso muchos ratos en el porche, con la mirada puesta en el perfecto paisaje que tengo delante, alimentando mi paz mental con la tranquilidad absoluta que no altera nadie ni de día ni de noche.

Debido a que Kapas es una isla muy popular y está normalmente a tope de turistas (de ahí sus exagerados precios), me felicito al poder gozarla prácticamente en exclusiva (como Lanzarote en mayo). Rizando el rizo, por el momento los monzones no han hecho acto de presencia (al contrario que en el resto del país, donde ya ha habido inundaciones y avalanchas), y el agua en la que nado al despertar de mañanita, y cuantas veces haga falta durante el día animado por el calor, parece la de una balsa.

Nadie ni nada es perfecto, y las desventajas de un sitio como Kapas están en los precios de la comida y la bebida que han de transportar desde el continente y me cuestan como mínimo el doble que en Penang. Asimismo, al no haber otros turistas de por medio, tuve que pagar el ticket de cuatro personas para que me trajesen en barca. Pero, eso sí, ahorro en sandalias porque voy siempre descalzo (las “Birkenstok” se caen a pedazos y no me he cruzado con un zapatero desde hace meses: ¿estarán en peligro de extinción?). Afortunadamente en Teluk Bahang pasé por el colmado indio y compré treinta paquetes de bidis, incienso, jabón de sándalo y champú ayurvédico. De lo único que estoy perfectamente suplido es de los muchos libros que los turistas dejan a su paso.

AYER. Después de haberos “hablado” acerca de dónde estoy, os contaré cómo fue el viaje que se podría titular “Si hubiese”, porque si hubiese madrugado un poco en vez de quedarme dormido más de lo normal, habría llegado a Georgetown con tiempo suficiente para coger un autocar que venía directamente a las costas que tengo enfrente; pero al no ser así y enterarme que debería esperar hasta la noche, tomé uno que se dirigía a Kuala Lumpur (K L: Kel – 6 horas) pensando que así vería “el color” del país: El verde de unas palmeras indirectamente nocivas que pertenecen a compañías multinacionales dedicadas al negocio del aceite y a joder la naturaleza. Si no nos hubiésemos encontrado con un atasco monumental y una tormenta monzónica al entrar en la capital, yo no habría tenido que esperar hasta las diez y media para tomar el siguiente autocar en el que pasaría la noche (6 horas más). Sin embargo, no fue ningún martirio porque el confort y el espacio de los autocares malayos es insuperable, y solamente lo podría comparar al de los brasileños (¿los recuerdas, Joe de Lanzarote?), aunque en este caso incluso los superan debido a que en cada hilera hay tres asientos en vez de cuatro, y además disponen de un “apoyapiernas” y cada uno tiene su propio apoyabrazos.

Durante el recorrido diurno comprobé que el Rolls y el Maserati que viese en Penang no eran una excepción, y que Malasia está llena de lujosos automóviles europeos; curiosa e incomprensiblemente, y al contrario que en cualquier otro país, el autocar adelantaba continuamente a esos monstruos, que podrían alcanzar los doscientos cincuenta kilómetros por hora, como si fuesen ellos los que tuviesen un límite de velocidad inferior. Una señal de tráfico que no había visto nunca indicaba a los motoristas si se hallaban cerca de un refugio contra la lluvia: ¡Tierra de monzones! Mi largo viaje terminó a las cinco de la madrugada en Marang, donde esperé varias horas en el pequeño puerto luchando contra el sueño hasta que apareció alguien que estuviese dispuesto a traerme hasta aquí.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Supongo, y es sólo un suponer, que los seres humanos dejamos de cantar al inventarse el radiocasete, que también perdimos la habilidad de calcular el transcurso del tiempo al ponernos un reloj en la muñeca, y la se sumar al tener una calculadora a mano; e incluso me atrevería a decir que dejamos de adivinar si llovería cuando apareció el “hombre del tiempo”. Dejamos asimismo de andar al disponer de un medio de transporte, de bromear e inventar chistes malos al aparecer en escena los cómicos profesionales, y las medicinas nos convirtieron en unos seres enfermizos. De camino se denigró a los soñadores que todos llevamos dentro, “¡Disimula, disimula!”, y los japoneses incluso dejaron de masturbarse desde que el mercado empezó a ofrecerles a unas profesionales que se lo hacen por unos pocos yens. Las religiones mataron la fe, y al poco también murió la fantasía: “Si no lo veo no lo creo”. Con todo ello no debería sorprendernos que mucha gente sufra una depresión crónica y un aburrimiento parecido al de los niños a los que solamente se les dan juguetes automáticos, porque en realidad no están viviendo y se limitan a sobrevivir. ¿Terminaremos por dejar de sentir y no nos apercibiremos que nos han sustituido los robots porque seremos iguales a ellos?
  • Si hacéis el experimento de poneros en contacto con cada órgano de vuestro cuerpo ordenándole que se relaje, comprobaréis inmediatamente que funciona. Es mejor empezar por los dedos de los pies y dirigiros a ellos de uno en uno. Tendréis la confirmación de que estáis triunfando al llegar a los músculos de las piernas, pues parece que se deshinchen como un globo. El siguiente paso para mejorar la relación con vuestro cuerpo y, así, de su salud, será el de reconocer la existencia como seres vivos e individuos de cada una de las células que lo componen, las cuales sienten vuestras aprensiones y malos rollos, y podrían enfermar a causa de la ansiedad, la cobardía, las fobias, o a la falta de paz mental. Por otra parte, debido a que no tienen ojos, informadlas acerca de lo que se cuece: “Hay virus por los alrededores”, “Hoy andaremos todo el día sin comer ni beber”, “Viene a visitarnos aquella persona que reparte malas vibraciones a su paso”, “Se acerca una ola de frío y la calefacción sigue sin funcionar”. Aseguran los asiáticos que las células tardan siete años en regenerarse, o sea que éste será el tiempo necesario para que desaparezcan las que tienden a engordar, las enfermizas que han sufrido la polución de cualquier gran ciudad, y las adictas a cualquier droga ya sean el alcohol, el tabaco o los fármacos. Después solamente correréis el riesgo de recaer debido a los mensajes de vuestra mente desmadrada. En cuanto al cáncer, este tipejo es un alienígena que se halla en todos los cuerpos vivos, pero que sólo se desarrolla si encuentra el ecosistema adecuado.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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