La crónica cósmica. ¡Lo que se dice en el último segundo!

LLÉVAME… DE LA MANO – Koh Lanta, Tailandia. Siempre me he preciado de viajar solo y a mi aire, sin demasiada información acerca de los sitios a los que voy. Incluso a veces sin saber en realidad adónde me dirijo, como en las ocasiones en que tomé un autobús equivocado y acabé pasando unos días en un pueblo desconocido que se hallaba en el fin del mundo, o cuando me apeé de algún tren al pasar por una población que me gustara por cualquier razón.

Un par de ejemplos. Mi supuesta guía de viajes cuando me presenté en Sudán consistía en un mapa de África en el que sólo constaban cuatro nombres acerca de ese inmenso país. Mi periplo brasileño lo organizó un peruano que conocí al día siguiente de mi llegada a Brasil en un pueblo pesquero cercano al aeropuerto de Río de Janeiro.

En cuanto a los sitios en que me alojo, me gusta deambular con mi equipaje al hombro preguntando aquí y allá hasta dar con una pensión o una casa familiar que me atraiga por su aspecto o por sus buenas vibraciones. Esta libertad de elección es sinónimo de ilusión, y creo que cualquier viaje te cunde más si tú mismo elaboras el guión y eres su único protagonista. Hecho que te permite decidir sobre la marcha qué camino tomar siguiendo en cada momento el dictado del instinto.

Tras esta parrafada ha llegado el momento de escribir el siempre determinante “pero”. Ahí va. Pero os confieso que me sentí en la gloria cuando los amigos valencianos me trajeron de la mano hasta esta isla de Koh Lanta, sin necesidad poner a currar mis holgazanas neuronas ni preocuparme de nada porque ellos lo habían organizado todo.

Un taxi nos esperaba puntualmente en la puerta del Hotel Amber Sukhumvit para llevarnos al viejo aeropuerto de Bangkok de Don Mueang, donde sólo tuve que seguir los pasos de mis guías para facturar el equipaje y conseguir la tarjeta de embarque; el avión de Air Asia partió a la hora prevista y setenta minutos más tarde aterrizábamos en el aeropuerto de Krabi, donde nos esperaba un taxi para recorrer los cincuenta y cinco kilómetros que nos separaban de Koh Lanta Noi; isla a la que llegamos cruzando una pequeña lengua de mar en un transbordador en el que también embarcó el taxi, y después veinte kilómetros más hasta Koh Lanta Yai atravesando el puente que une ambas islas.

El confortable viaje terminó en la playa de Klong Dao y en el resort Lanta Cottages en el que los amigos valencianos me habían reservado una amplia cabaña. Lo dicho: ¡qué confortable resulta que te lleven de la mano!

Aún así, lo mejor de tan satisfactoria jornada vino cuando comprobé que la playa de Klong Dao rozaba la perfección. Miraba a poniente, con las islas Phi Phi asomando tras el horizonte, y prometía unas puestas de sol espectaculares. Tenía la habitual forma de media luna y, como ocurre muchas veces en este pequeño mundo, sólo descubrías sus grandes dimensiones al ver a lo lejos a personas, que parecían enanitos.

Mientras paseaba, miles de cangrejos diminutos se apartaban a mi paso, dejándome claro que Klong Dao era una playa que seguía viva. Pero lo que más me sedujo de ella fue la placidez y el silencio que reinaban a toda hora contrastando con el bullicio de Bangkok. Seguiremos informando.

PASO A PASO – Calcuta, Bengala, India, invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. Cuando el Bombay Mail partió de la estación ferroviaria de Howrah, me relajé y fui capaz de reflexionar acerca de los hechos de los últimos días.

Recordé que al despedirme de Ran en el puerto de la isla tailandesa de Koh Sichang, me dijo que ahora yo formaba parte de su familia, y me invitó a hospedarme en su casa siempre que lo deseara. Lo que no tenía muy claro es el tiempo que permanecí en Bangkok ni qué había sucedido a raíz de a una desmadrada juerga, que había incluido diferentes sustancias ilegales y la compañía de personajes de ambos sexos que tenían en común ser atípicos e insólitos.

El vuelo desde Bangkok a Calcuta en las Thai Airways también se hallaba en una nebulosa en mi mente, en la que reinaba una resaca monstruosa.

En Calcuta me había hospedado en el Hotel Parangón como en mi anterior visita esa ciudad, porque se encontraba pegado a la New School Street, calle en la que podía conseguir cuanto necesitara para sobrevivir.

Pero todo lo anterior no tuvo más historia si lo comparaba con la carrera de obstáculos en que acababa de participar en la estación de Howrah, donde el Bombay Mail tenía fijada su salida.

Pensando en cenar tranquilamente en la cantina de los ferrocarriles, y moviéndome siempre con antelación, al atardecer me dirigí hacia Howrah cruzando su puente, el más transitado de la Tierra, cuando el sol doraba las aguas del río Hooghly.

En perfecta armonía con el puente vecino y la ciudad, la estación se encontraba abarrotada por auténticas multitudes que ocupaban cada metro de los andenes y plataformas en los que dormitaban familias enteras, confortablemente instaladas sobre mantas y paquetes, en espera de sus trenes.

Al comprobar que el Bombay Mail saldría del andén número doce, me extrañó que señalasen como hora de partida las ocho y veinticinco, y no las ocho y cuarto como constaba en mi billete. Pero no le di más importancia.

Luego me dirigí a la cantina y comí un copioso “thali” , que me preparó para los mil seiscientos kilómetros que iba a recorrer. Luego me encaminé al andén doceavo, donde, tras localizar el vagón que constaba en mi billete, acabé sentándome en el compartimento en que estaba la litera número cincuenta.

Todavía faltaban sus buenos quince minutos para la partida y los pasajeros iban llegando e instalándose sin prisas. Por casualidad comprobé con mi vecino de asiento que en los billetes de ambos constaba el mismo número cincuenta. «Tranquilo, que cuando venga el revisor nos lo aclarará», comenté.

Pero este vecino, un bengalí conocedor de su tierra, no opinó igual y, obligándome a seguirle hasta la entrada del vagón, me mostró la lista de reservas que estaba pegada en la puerta diciendo: «Ves, en la litera número cincuenta consta mi nombre, no el tuyo. Y como el tren va hasta los topes, corres el riesgo de…. A ver, déjame tu billete…». Después de leer meticulosamente las diminutas y mal impresas letras, exclamó: «¡El tuyo es el otro Bombay Mail, que parte diez minutos antes desde el andén número seis!».

¡Había olvidado que en la India se debe preguntar y comprobar tres veces las cosas! Aunque en este caso, ¿cómo podía imaginar que de la misma estación pudiesen partir dos trenes con diez minutos de diferencia que tuviesen el mismo nombre y el mismo destino?

Sin detenerme a dar las gracias al bengalí, entré disparado en el vagón repartiendo empujones y pisotones a diestro y siniestro, “Lo siento, perdone, disculpe…”. Agarré mi equipaje, arrasé de nuevo por el estrecho corredor, salté al largo andén y empecé a correr desesperadamente enfrentándome sin el mínimo recato a la multitud que venía en sentido contrario.

La primera víctima fue una señora gorda y pausada que vestía un elegante sari de seda. “Perdón, lo siento”, me disculpé mientras me alejaba después de empujarla. “¡Sinvergüenza!”, gritó ella.

“¡Abran paso que mancho!”, advertía yo con escasos resultados. Un grupo de niños me cortó el paso y me eché ágilmente a un lado. Entonces apareció frente a mí un culi vestido de rojo cargando media docena de maletas sobre su cabeza. Intenté evitarlo desviándome hacia la derecha. Esta acción provocó el desastre porque el pobre hombre escogió desplazarse por el mismo lado. El choque no me detuvo y oí a mis espaldas el ruido de los paquetes cayendo y las obligadas imprecaciones del culi: “¡Desgraciado! ¡Salvaje!”.

Había dejado atrás los catorce vagones que componían el expreso y ya alcanzaba la plataforma principal. En ese momento, salida de la nada, hallé ante mí una carretilla cargada de paquetes postales que me obligó a dar un giro de cintura digno de un torero. A continuación, saltando hacia la izquierda, evité a un vendedor de chai que llevaba una bandeja llena de vasos.

Inmediatamente me encontré ante un brahmán, que poco dispuesto a ceder el paso a un despreciable occidental, extendió los brazos para protegerse. “¡¿Cómo se atreve?!”, empezó a decir antes de recibir el fuerte empujón que le propiné con mi bolsa, mandándole de espaldas contra unas cajas amontonadas. “¡Maldito perro blanco!”, gritó encolerizado.

Saltando ahora por encima de una familia dormida sobre el suelo, sorteando después una carretilla cargada de periódicos y alejándome de dos policías que intentaban cerrarme el paso, iba cruzando bajo los números de los andenes: “Once, diez, nueve, ocho. ¡Ay!”.

Una maleta camuflada entre el personal golpeó dolorosamente mi rodilla derecha, y continué con mi alocada carrera cojeando. “Siete, Seis…”. Sobre la entrada del andén deseado había un gran reloj cuyas manecillas, moviéndose terroríficamente, marcaron en aquel mismo instante las ocho y dieciséis minutos, y vi como mi tren arrancaba lentamente.

El primer vagón por la cola era el de correos y estaba cerrado, en el siguiente iban amontonados los pobres y los santones, que no podían pagarse una reserva. De sus puertas colgaban racimos humanos entre los que hubiese sido imposible meter un alfiler.

Cuando el convoy ya empezaba a coger velocidad, alcancé la puerta abierta de un vagón de segunda, desde la que un revisor me echó una mano para ayudarme a subir. “Por los pelos”, comentó sonriendo el buen hombre. “¡Rediós! Lo que se dice en el último segundo”, resoplé antes de preguntarle: “Supongo que este es el Bombay Mail, ¿verdad?”. “Sí, así es”.

En un andén cercano una multitud forcejeaba intentando subir a un tren de tercera que estaba abarrotado hasta el techo. Un grupo de policías armados con largas cañas de bambú se apresuró a solucionar el problema repartiendo batacazos. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Supongo que a quien se le ocurrió que un ratón pudiese asustar a un elefante, tuvo esa idea pensando en nosotros, los cobardes seres humanos, que nos atemorizamos ante una araña o cualquier otro bichito diminuto.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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