La crónica cósmica. Mi gran paz interior

DISTRACCIONES NATURALES – Taman Negara, Malasia. Anteayer descubrí que ya había transcurrido un mes desde que llegué aquí, a la Park Lodge de Kuala Tahan que se halla junto al Parque Nacional de Taman Negara. Tras reflexionarlo profundamente durante una décima de segundo decidí que por el momento no deseaba mover el culo y les comuniqué a Jab y Anna, mis amables anfitriones, que permanecería otros treinta días con ellos.

Aunque dieron su visto bueno, más tarde vinieron a hablar conmigo con mucha seriedad y temí que hubiese algún inconveniente que me impidiera llevar a cabo mis planes. Pero no. Como si me pidiesen permiso, lo que me dijeron fue que, aprovechando que no había otros huéspedes ni tenían reserva alguna, si me parecía bien, ellos irían a pasar una semana con la menor de sus hijas, que vive al sur de Malasia cerca de la frontera de Singapur.

Como ya podréis suponer los lectores habituales de estas crónicas, la posibilidad de permanecer de nuevo como amo y señor de este solitario lugar me pareció de maravilla. Podéis partir tranquilamente, les respondí, que yo cuidaré de la finca.

Jab y Anna no son precisamente ruidosos, a menos que él esté cortando la hierba del jardín, pero el número de pájaros que me visitan se ha multiplicado desde que se marcharon.

Soy muy aficionado a observar pájaros, actividad que mis amigos indios llaman “birding”, y aunque mi colección de avistamientos incluyó gran diversidad de ellos en sitios como Gambia o las Colinas Kumaon de la India, me emociono igual que un crío cada vez que veo uno desconocido.

Así me sucedió ayer cuando distinguí un pájaro azul marino, grandote como un faisán, de pico largo, fino y curvo, que me observó impertérrito con sus “diabólicos” ojos rojos mientras se atracaba con las diminutas bayas de un matorral.

La soledad me permite ir de un lado a otro cubierto solamente con mis atractivos calzoncillos indios, marca Macho, y cantar ruidosamente a menos que desee escuchar el canto de los pájaros, especialmente el de las talentosas y pequeñas garzas Robin, las mismas que se encargan de despertarme de mañanita de la manera más encantadora.

Tras mencionar antes la hierba del jardín que corta Jab, será oportuno aclararos que crece imparablemente, pues rara es la tarde en que no caiga un chubasco.

Para describir una jornada completa empezaré por el inicio del día, por los espectaculares amaneceres, en que las copas de los árboles de la jungla están cubiertas con una neblina que se adhiere a ellas como un velo y sólo se desvanecerá cuando el sol empiece a apretar.

Pasado el mediodía ya hace un calor que te cagas.

Sigue así hasta que, al acercarse el atardecer, comienzan a oírse algunos truenos, todavía lejanos, anunciando la tormenta habitual, que nos dejará el chaparrón encargado de refrescar el aire y regar el anciano jardín de Taman Negara. Un vergel que, por ahora, nadie ha hecho el pecado de diezmar, como ha ocurrido en otros países para sacar provecho económico, o como hizo cierto rey imbécil para construir barcos de guerra.

Primero llega la ventolera, que a veces arranca alguna rama; luego el cielo se abre y cae un aguacero que suelta toneladas de agua, y será mejor que no te coja desprotegido.

A través de los años me he convertido en todo un experto en ese tema y me precio de conseguir hallarme casi siempre bajo un buen refugio, justo cuando se desata ese gran espectáculo y, encandilado, puedo admirarlo mientras docenas de rayos cruzan el cielo seguidos de sus estruendosos truenos.

Si estoy bajo un tejado de zinc, el ruido acostumbra a ser tan ensordecedor como para impedirme mantener una conversación.

En algunas ocasiones he tenido junto a mí a jóvenes turistas occidentales que, mientras la naturaleza ofrecía ese gran espectáculo, permanecían atentos a las pantallas de sus teléfonos: sin comentarios.

La guinda del pastel viene cuando la tormenta se aleja y reaparecen los rayos del sol tropical, que hacen resplandecer el agua que gotea de los árboles, entre los que ya revolotean docenas de mariposas sobre las flores.

Imagino que quienes vivís en sitios que padecen sequías persistentes, en el futuro vendréis a pasar las vacaciones a Taman Negara con el único fin de ver llover.  

PASO A PASO – Kirganda, Himalaya, norte de la India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. El firmamento se hallaba iluminado por la luna llena cuyo brillo se reflejaba en el humeante estanque de aguas termales en las que me recobraba del agotamiento que padecía tras la larga jornada que me llevó hasta aquellas desmesuradas altitudes.

Varias cabañas esparcidas por la cumbre servían de refugio a los frecuentes peregrinos. Una de ellas hacía las veces de cocina y de su interior salían los aromas del arroz, las lentejas y las especias.

La parte más impresionante era una montaña rocosa, de más de seis mil metros de altura, que se levantaba por occidente.

Después de haber saciado el hambre, y cuando Rafik y su novia Noa se instalaron en uno de los refugios para dormir, yo escogí hacerlo a solas en una pequeña cabaña que se usaba como vestuario para las mujeres. La elegí porque se levantaba sobre un recodo del estanque y supuse, acertadamente, que estaría más caliente.

En cuanto caí en el mundo de los sueños mi cuerpo fue asaltado por centenares de las habituales pulgas de aquellas tierras. Pero, gracias al agotamiento, no las sentí y logré dormir como un angelito.

Al despertar por la mañana gocé de la agradable sensación de sentirme pequeño como una hormiga frente a los poderes de la naturaleza. A pesar de encontrarme a una altitud similar a la de Ladakh, en Kirganga parecía aumentar la sensación de hallarme en la cumbre del mundo. A ello se le añadía que el esfuerzo realizado el día anterior me había aportado una paz mental desconocida hasta entonces. 

Al advertir que seguía sin tener fuerzas para moverme me limité a permanecer sentado durante todo el día, observando y reflexionando, mientras me descubría más y más satisfecho de haberme apuntado a tan loca excursión. Mi cuerpo casi había perecido, pero mi espiritualidad había recibido grandes dosis de energía. 

Seguramente mis amigos también habían cambiado durante aquella ascensión, o por lo menos así era en cuanto a nuestra relación, pues entre Rafik, Noa y yo se había creado un vínculo de lo más entrañable.

En Kirganga también se encontraba otro occidental. Era un joven suizo llamado Ivonne que, después de quedarse colgado por culpa de un alucinógeno que tomó en Manikarán, se había metido en un templo, prohibido a los que no fuesen hindúes, y arrojó por los suelos cuanto encontró a su paso. Debido a tal desaguisado había pasado varias semanas en la cárcel de Kullu.

Aunque Ivonne seguía teniendo grandes problemas de comunicación, en aquellos momentos parecía encontrarse mejor de la sesera. También había trepado hasta Kirganga descalzo como yo, pero sus pies, no acostumbrados a andar sin zapatos, habían sufrido más que los míos y se habían hinchado y casi no podía caminar.

Tal hecho se agravaba porque faltaban pocos días para que el santón que cuidaba del lugar cerrase la barraca, dando por terminada la temporada, pues, según aseguraba, en cualquier momento podría empezar a nevar.

El tercer día, antes de emprender el regreso hacia Manikarán, Rafik se apiadó del suizo y, tras cortar un saco en pedazos y ayudándose de unos cordeles, logró crear una especie de calzado para Ivonne. Además le consiguió un par de palos, que harían las veces de bastones.

Pero cuando Rafik y Noa se pusieron en marcha decidí quedarme atrás para hacer de lazarillo del suizo durante la complicada primera parte del descenso, y solamente le abandoné a su suerte cuando alcanzamos el sendero que empezaba después de cruzar el bosque.

Aunque mi buena acción me retrasó, me sentí más cómodo andando a mi aire y siguiendo mi ritmo en soledad. Así tuve oportunidad de observar mejor los imponentes paisajes, además de poder reflexionar. De haber hecho aquella peregrinación sin mis amigos, la hubiese llevado a cabo más lentamente, quizás dedicando dos o tres jornadas a la ascensión, y con toda seguridad habría permanecido varios días en Kirganda.

Pero también me confesé mi habitual pereza: “Sin Rafik y Noa difícilmente me habría movido de Manikarán y seguiría limitando mis viajes a los que me permitiesen mantenerme cerca de cualquier estación de autobuses; mientras que ahora he descubierto el poder de mis piernas y sé que, de continuar practicando, seré capaz de recorrer grandes distancias”.

Efectivamente, desde entonces seguiría ejercitando mis piernas hasta lograr llegar a otros sitios como Kirganga, que antes me estaban vetados. “Mis pies descalzos acariciarán los caminos del mundo”, me dije ilusionado.

No obstante, con el transcurso de las horas, cada parte de mi cuerpo se quedó sin las pocas fuerzas que había recuperado durante el día de descanso. Cuando ya atardecía y mi cansancio estaba llegando al límite, me alcanzaron tres jóvenes pajaris (montañeses) que se dirigían hacia Manikarán. Aparte de invitarme a compartir con ellos un chílom (pipa), se ofrecieron a transportar mi equipaje, y acepté sin imaginar que difícilmente podría seguir su ritmo, pues, en cuanto se pusieron en marcha y los vi saltar ágilmente de una piedra a otra avanzando al doble de velocidad que yo, tuve que pedirles que me devolvieran mis bártulos y continué el camino a solas.

Durante los últimos kilómetros recibí el premio a mis esfuerzos, a tantas energías gastadas para alcanzar aquellas altas montañas donde antaño, según decían, residieran los dioses, pues dejé de sufrir e incluso de sentir cansancio aunque estuviese agotado. Mi mente había alcanzado otro nivel. Ya no notaba el suelo bajo mis doloridos pies y creía flotar. 

Tras la puesta de sol vi enrojecer el cielo antes de que la oscuridad cayera sobre aquellas tierras que ahora conocía mejor. Entré en Manikarán llevando en la cara una sonrisa que armonizaba con mi gran paz interior. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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