La crónica cósmica. Tratando de comprender que existiese tanta belleza

PASO A PASO – Kerala, India, 1986 – Érase una madrugada en que partí de Mannakart con el amigo de Badalona (ver crónica anterior) y fuimos en autobús de vuelta a Palghat. Siempre improvisando sobre la marcha, al cruzar nuestros pasos en la calle con un hombrecillo de aspecto venerable, que a pesar del sofocante calor vestía un traje occidental, aceptamos su propuesta cuando, tras explicarnos que era el director de la escuela local de canto y música, nos invitó a asistir a los exámenes de final de curso que se iban a celebrar ese día. Al llegar allí todo el mundo empezó a tratarnos como si fuésemos unos expertos en música india y nos guiaron hasta un amplio salón en el que nos sentaron junto a los maestros que actuarían como jurado.

Gracias a no haber esperado nada especial, nos lo pasamos en grande durante toda la mañana escuchando cantar e interpretar música a diferentes alumnas y alumnos. Después nos agasajaron con una buena comida.

Por la tarde, y en el mismo salón, que ahora estaba lleno de público, asistimos a un concierto de gran calidad que incluyó, en primer lugar, a una cantante profesional que tenía una voz maravillosa, a la que acompañaban un violín, unas tablas y un sitar. Luego actuó el violinista más famoso y virtuoso del estado, del que más tarde, y en cuanto llegamos al bazar, nos apresuramos a comprar unos casetes. Valga aclarar que la forma india de tocar el violín es, desde la posición a los sonidos, distinta de la occidental.

Al ser nosotros los únicos extranjeros que aparecían en un lugar tan poco turístico, levantamos expectación adónde fuéramos, hasta que partimos en un tren nocturno que nos llevó hacia el sur, hacia Quilon (Kollam).

Siempre actuando como un equipo, en diferentes momentos era el amigo de Badalona o yo quien ejerciera de guía o maestro y aconsejara o impusiese su opinión soltando un taco; si había sido él quien me mostrase las ventajas de cargar el mínimo peso en el equipaje, durante el viaje pudo sopesar el mío, porque el saco de dormir de algodón, que copiara de los dos trotamundos ingleses que conocí en Estambul, me permitía dormir como un angelito en las camas indias, en que las sábanas brillaban habitualmente por su ausencia, y con la colchoneta de espuma y el saco de dormir normal lograba una cama perfecta donde fuese, por ejemplo en aquel último tren sin literas cuyos bancos eran de madera.

En nuestro proceso de aprendizaje y adaptación al país que estábamos recorriendo, habíamos empezado a untar nuestros cabellos con aceite de amla, imitando a la gente local, que con ello lograba mantener la cabeza fresca bajo el tórrido sol y el pelo libre de parásitos. También nos habíamos hecho adictos al thali, el almuerzo que incluía arroz acompañado de varias salsas y verduras, e invariablemente lentejas. En el norte era servido en una bandeja de acero inoxidable, pero en la India tropical era más frecuentemente presentarlo en una hoja de bananera, que terminaría sirviendo de alimento a alguna vaca feliz.

Solamente fuimos a la gran ciudad costera de Quilón, el punto más meridional que alcanzaríamos, para regresar inmediatamente hacia el norte en barca y por una ruta distinta: por las Backwaters (las aguas interiores). Esta zona, que en otros tiempos fuera pantanosa, se había convertido gracias al esfuerzo humano en un paraíso acuático al secar las tierras y canalizar el agua. En algún sitio, quizás en la oficina de turismo, habíamos visto una foto de tan hermosa comarca, y decidimos incluirla en nuestro itinerario.

La inmensa parte de Kerala que ocupaba tan característico lugar, al cual alimentaban las aguas que descendían durante los largos monzones de la cordillera llamada los Ghats Occidentales o las Montañas del Cardamomo, permitía recorrerla en muy diferentes direcciones y desde distintas ciudades.

Aun sabiendo adónde íbamos, cuando la barca (parecida a un autobús acuático) empezó su recorrido por unos inmensos canales visitando docenas de aldeas aisladas entre los arrozales, no podíamos creer lo que veíamos.

Quizás el mejor ejemplo sería comparar las Backwaters con la red de carreteras y autopistas que en Occidente se encuentran cerca de las grandes urbes, pero con la diferencia de que allí no había ciudades y las carreteras eran fluviales. Para formar tales rutas, se había usado la piedra rojiza de arenisca que veíamos continuamente en Kerala; éste era un mineral fácil de cincelar con el que se levantaba el vallado de las fincas o, como en aquel caso, se usaba para edificar los muros que soportaban la tierra y encerraban los canales de diferentes medidas, que partían en todas direcciones cruzando entre arrozales y junglas, e incluso alcanzaban a veces las arenas de alguna playa sin mezclarse con el agua salada del mar.

El recorrido que habíamos escogido nos llevaría hasta la ciudad de Allepey y duraría ocho horas. El precio era de cuatro rupias y media, e incluía la compañía de cabras, gallinas y demás carga que los campesinos de la zona llevaban con ellos al mercado.

Poco después de comprobar que la barca de unos diez metros de eslora estaría abarrotada como cualquier autobús, descubrimos una trampilla que permitía trepar hasta la marquesina de madera que la cubría, y adivinamos dónde permaneceríamos toda la jornada. Allí arriba la vista era mejor y la soledad nos permitía liar y fumar deliciosos porros de la buena maría local. Rizando el rizo, si así lo deseábamos, por la trampilla aparecía el brazo del intendente sirviéndonos los obligados chai.

Cuando pasábamos frente a una aldea, salían corriendo de ella docenas de críos para saludar a los pasajeros con los brazos en alto sin dejar de chillar eufóricamente; incluso desde los cagaderos de bambú, que se levantaban sobre el agua, saldría el brazo de un anónimo usuario. Mirásemos hacia dónde mirásemos, el mundo acuático se perdía de vista enmarcado por cocoteros y arrozales.

Continuamente nos cruzábamos con barcazas de carga movidas por tracción animal, pues eran los barqueros, con unas largas cañas de bambú que alcanzaban el fondo acuático, quienes empujaban las estrechas y alargadas embarcaciones al recorrerlas de cabo a rabo manteniendo con fuerza las cañas afianzadas bajo ellos.

Estas imágenes nos llegaban a veces desde pequeños y umbríos canales cubiertos de palmeras, otras desde auténticas autopistas fluviales y, de vez en cuando, desde inmensos lagos que brillaban bajo el tórrido sol tropical. Imaginé que dentro de pocos años los extranjeros pagarían auténticos dinerales para ver esa maravilla desde lujosas embarcaciones turísticas; pero también pensé que entonces aquel espectáculo natural perdería parte de su embrujo.

El viaje, que había empezado al amanecer, duraría hasta que anocheciera.

Nosotros, que pronto dejamos de hablar porque había demasiado que observar y pocas palabras para describir cuanto sentíamos, pasamos la mayor parte del día en una somnolencia mental mientras tratábamos de comprender que existiese tanta belleza.

El cielo enrojeció después de la puesta de sol, y sobre nosotros cruzaron volando grandes bandadas de murciélagos frugívoros. Entonces, cuando ya se podían ver las luces de la ciudad de Allepey, le confesé al amigo de Badalona: “¿Sabes?, por pura coincidencia, en el día de hoy, mientras recorríamos el lugar más hermoso que haya visto en mi vida, en esta barca también he visto a la más bella de las mujeres”. Él, por supuesto, sabía de sobra a quién me refería, porque en la misma embarcación viajaba una joven pareja formada por un chico californiano y una muchacha japonesa: una preciosidad, alta y esbelta, y con un elegante cuello coronado por una cara tan perfecta y armoniosa como para que fuese difícil dejar de mirarla.

LA TABERNA GALÁCTICA – Ayer al atardecer, mientras paseaba por la parte antigua de este pueblo llamado Le Teil (¡la France, oiga!) llegué a la plazoleta en que se halla la taberna de mis amores y decidí entrar a tomar unas cervezas. Pero entonces vi venir a tres mujeres que andaban lentamente siguiendo el ritmo marcado por la más anciana de ellas. Ésta decidió hacer un descanso y las tres se sentaron en un banco. Deseé entrevistarlas y me pregunté si se enojarían conmigo cuando me acercase con mi grabadora. Al fin se impuso mi curiosidad periodística y, afortunadamente, me dieron la bienvenida.

Me fijé en que las tres tenían edades distintas, pero también un evidente parecido físico, y supuse que pertenecerían a tres generaciones de la misma familia. La más joven, que rondaría los cincuenta años, me dijo que la anciana era su abuela y tenía noventa y nueve años. Ésta, tomando ya la palabra, levantó la voz para explicarme que estaba un poco sorda. También me dijo que se había quedado ciega del ojo izquierdo cuando un oftalmólogo patoso le operase de cataratas, momento en que había decidido conservar la catarata del derecho a pesar de que solamente le permitía distinguir la luz y las sombras.

Me contó que sentía envidia de otra anciana que estaba en la misma residencia que ella porque, aunque ya tenía ciento dos años, todavía podía leer perfectamente sin usar gafas. Habiendo sido aficionada toda la vida a la literatura, me dijo, ahora solucionaba el inconveniente de la vista escuchando novelas grabadas.

A pesar de su extrema fragilidad y que estaba muy delgada, demostró tener la mente clara y una buena memoria mientras me explicaba con claridad en inglés que, gracias a que su marido había trabajado para la FAO, había vivido en varios países. Estuvieron algunos años en Laos, hasta que el Pathet Lao les obligó a partir. Su opinión acerca de esa guerrilla comunista era negativa porque, tras dejar que los campesinos cuidasen de los arrozales, les robaban descaradamente la cosecha sin preocuparse de la hambruna que pudiesen provocar. También residieron en Vietnam, en Madagascar y en Irán, donde ella impartía lecciones de inglés en las aldeas y donde aprendió a hablar y escribir perfectamente parsi, idioma que usaba en casa con sus hijos y todavía lo seguía haciendo ahora con ellos porque tenía palabras muy determinantes que no existían en otras lenguas.

Al fin me contó con tristeza que la única parte fea de su biografía tenía que ver con su marido, que siempre fue un pederasta, y falleció en una cárcel francesa cuando terminó entre rejas tras ser denunciado por sus propios hijos.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 930 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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