La crónica cósmica. ¡Valía la pena cruzar medio mundo para venir aquí!

DE LA CIUDAD VERDE A LA MONTAÑA MÁS VERDE. Como amante de la naturaleza y admirador de los grandes árboles, me lo pasé de maravilla paseando por Hanoi, la capital de Vietnam, porque está sobrada de verdor y me detenía de vez en cuando para posar las manos sobre los impresionantes troncos que hallaba a mi paso. Ya comenté en más de una ocasión que en el Sudeste Asiático levanto frecuentemente la vista hacia el cielo esperando hallar un manto de nubes que me proteja del achicharrante Sol tropical, y los árboles de Hanoi también colaboran en este tipo de tarea humanitaria.

La situación del hotelito que el amigo valenciano escogió en un silencioso callejón rozaba la perfección porque tenía casi enfrente un antiguo templo al que cubrían completamente dos árboles centenarios que extendían sus ramas sobre una buena parte del vecindario.

De puente a puente, y pasando del tema de la vegetación al de la arquitectura, otra razón por la que también me gustase Hanoi fueron sus edificios coloniales, cuyo contraste más chocante con los modernos se daba en los que se hallaban alrededor de la mole de hormigón del feo mausoleo de Ho Chi Minh. Junto a éste, y como si lo hubiesen edificado allí tratando de dejar constancia de la decadencia de nuestros tiempos, se encuentra una pequeña, antigua y delicada pagoda que es una auténtica obra de arte.

El verdor de Hanoi continúa tras saltar sobre los barrios modernos y sus autopistas, pues esa ciudad con más de siete millones de habitantes está rodeada de arrozales a los que riegan los ríos Song Hong y Song Duong.

Partimos de allí en un autocar turístico de calidad malaya (o sea con sólo tres amplios asientos por fila que tendrían suficiente espacio para las piernas de un gigantón como el amigo occitano), cuyo servicio incluía venirnos a recoger en nuestro hotel. Tal como sería de esperar, durante las cinco horas de viaje hacia el noroeste, y mientras recorríamos unos paisajes de ensueño, los demás pasajeros permanecieron atareados con sus teléfonos. En los últimos treinta y cinco kilómetros estuvimos ascendiendo continuamente desde el pueblo de Lao Cai por una carreterita bordeada de profundos precipicios y vistas impresionantes que, según el simpático intérprete vietnamita que nos acompañaba, es la más peligrosa de Vietnam.

Nuestro destino era Sapa (o Sa Pa), que se halla a mil seiscientos metros de altitud y es visita obligada de los turistas porque está bajo la montaña Fansipan (Fan Si Pan, o Phan Xi Pang), que con sus 3.142 metros altura es la más alta de esta parte de Asia. Gracias a que el amigo valenciano conocía mis gustos y había estado en dos ocasiones en esa población llena de hoteles, restaurantes, baretos y tiendas de souvenir, nosotros tomamos inmediatamente un taxi con el que descendimos hasta la aldea de Tavan y llegamos a la “ZMong Homestay”, en la que él ya había reservado sendas cabañas de madera con grandes ventanales.

La situación me dejó boquiabierto porque, ya fuese mirando hacia arriba, abajo, a la derecha o a la izquierda, se veían las terrazas de arrozales, salteadas con algunas granjas, que se extienden por las empinadas laderas; por debajo corría el Río Muong Hoa, y desde las cumbres de las montañas que encerraban el valle, saltaban pequeñas cascadas. Ante todo ello solté mi típica exclamación: “¡Valía la pena cruzar medio mundo para venir aquí!”. Los turistas que se hospedan en la fea y ruidosa Sapa también lo hacen con el propósito de visitar tan delicado paisaje, y para ello alquilan los servicios de unos guías con los que, después de pagar un tique de entrada, pasan ante nuestro domicilio haciendo senderismo durante uno o varios días ya sea con lluvia o bajo los fuertes rayos solares.

TRAZOS. Este valle está habitado por las tribus de cinco etnias distintas a las que gusta comer sobre todo la carne de perro asado. Sus mujeres, pequeñitas y pesadas hasta la muerte, persiguen persistentemente a los turistas (como lo harían las moscas tras un pastel) tratando de venderles brazaletes, cinturones y bolsos de artesanía; como si siguiesen un protocolo inamovible, siempre entran en contacto preguntándote de dónde eres. Su peculiar indumentaria incluye unos pantalones negros que llegan hasta las rodillas, y unas polainas del mismo color que atan con una cinta verde.

Gracias al despertador natural que me saca invariablemente de la cama a las seis, y a la costumbre de dar un paseíto después de ducharme, veo a los niños dirigirse a la escuela, a la que llegan antes de la siete para tener tiempo de barrerla de arriba abajo sin olvidar los patios y la parte de la calle que hay enfrente.

En tan aislado lugar faltado de los comercios y los servicios turísticos de los que Sapa anda sobrada, hemos tenido la suerte de dar con un pequeño restaurante que se halla a un par de kilómetros en el que dos encantadoras mujeres satisfacen por igual nuestro estómago y nuestro paladar. Aprovecharé para mencionar que esta zona de Vietnam es el paraíso de los rollitos de primavera (caseros, finos, y de todo tipo), que tienen poco parecido con cuantos hubiese probado antes.

A pesar de que todavía no haya empezado la estación de los monzones, durante la semana que hemos permanecido aquí ha llovido frecuentemente (soltando rayos y truenos, cubriendo las cumbres de las montañas con una niebla parecida a algodón, y dándole al río el color de la arcilla), hecho que, al tener un buen domicilio y no pretender hacer senderismo, pues el amigo valenciano y un servidor pasamos la mayor parte del día tecleando, nos ha parecido de maravilla porque las temperaturas son simplemente ideales.

Al ser una tierra rica en agua, no es de extrañar que estas tribus se dediquen a cultivar el bambú; éste se diferencia del silvestre en que, en vez de crecer amontonado como si fuesen ramos de flores, tiene la forma de un bosque porque cada caña está un poco separada de las demás.

LA TABERNA GALÁCTICA. “¡Cuánto tiempo sin verte!”, exclamó el portero de mi antro predilecto, y luego añadió: “Hoy te lo pasarás de coña porque el local está lleno de personajes insólitos”. Él no me había engañado, y las conversaciones que escuché no tenían desperdicio.

“En la ladera de cierta montaña de mi tierra había unas antiguas escalinatas”, decía un bávaro riendo, “y con unos amigos decidimos comprobar hasta qué punto tenían los alemanes la cabeza cuadrada; para ello pusimos un letrero indicando que, por razones de conservación, deberían ascender los escalones de dos en dos. ¡Ja, y aunque os cueste de creer, todos y cada uno de los visitantes cumplieron con tan absurda orden!”.

El siguiente al que arrimé el oído era un indio que confesó a otro: “Supe realmente la clase de persona que era yo el día en que, al hallarme de pronto frente una cobra, interpuse a mi mejor amigo entre ella y yo”.

Ahora me acerqué a un hombre cincuentón que hablaba inglés con un inconfundible acento francés: “Pasé los primeros treinta años de mi vida en París hasta que se me ocurrió ir de vacaciones a Australia y me adentré en la jungla siguiendo a un guía aborigen. Lo que sentí durante aquellas semanas fue como si hubiese recibido la Iluminación, y no dudé en vender la empresa y la casa que tenía en Francia para cambiar mi domicilio urbano por el de la salvaje naturaleza australiana”.

A continuación oí contar a un italiano con cara de payaso: “Al enterarse que yo era un viajero, me preguntó si había visto cosas raras por el mundo, y se mosqueó cuando respondí que sí, pero que había sido así sobre todo en el espejo. ¡Ja!”. A éste le replicó un suizo barbudo y grandullón, quien contó: “Yo sí que fui testigo de algo insólito cuando vi a una chica lituana que se había introducido chips en las articulaciones y hacía espectáculos en vivo en los que parecía un robot, porque bailaba desmañadamente siguiendo el ritmo o las sacudidas que le provocaba el ordenador al que estaba conectada, por ejemplo las vibraciones de un terremoto según habían quedado grabadas en un sismógrafo”.

Luego escuché a mis espaldas a un viejo indio explicándole a un escocés: “Cuando nos dirigíamos a un británico en los tiempos del Imperio llamándole “Sir”, significaba en realidad “Slave I remiend”. Y el otro le contó: “La armada del Imperio Británico llevaba agua del Ganges porque no se deterioraba durante sus largas navegaciones”.

Al pasar junto a la barra fui invitado a tomar una copa de un ron divino por un canario desconocido que me confesó: “Soy extremadamente rico desde el día en que hallé un paquete de veinticinco kilos de cocaína pura en una playa de Lanzarote”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1600 842 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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