La crónica cósmica. Cuanto veo a través de sus tres ventanas es una maravilla

Incluso los más incultos habréis oído hablar o visto imágenes de la Torre Inclinada de Pisa, pero lo que no sabréis es que también existe la cabaña inclinada de Kanchanaburi, en Tailandia, que es mi actual domicilio, y cuelga precariamente sobre el río Kwai porque las termitas se han zampado sus soportes de madera. Por suerte, el resto de la estructura es de bambú, tipo de caña con la que esos insectos no pueden.

Tal situación comporta, aparte de que la puerta esté desencajada, que yo me vea obligado a moverme por ella con cuidado para no terminar por los suelos con la sensación de estar colocado (en las ocasiones que no es así…). Afortunadamente la cama ha sido nivelada en el sentido contrario, pues, de otra manera sería incómodo dormir; sin embargo, la impresión que da es la de estar inclinada en el otro sentido.

Completaré la descripción de tan insólita residencia añadiendo que cuanto veo a través de sus tres ventanas es una maravilla en la que prima el verde: las ramas de los árboles y las palmeras que protegen la cabaña del tórrido sol tropical, el plácido y limpio cauce del río que parece un lago, los lotos en flor y los prados de la orilla contraria.

Para que no le falte nada a tanta perfección, el aire es puro y el silencio casi absoluto (sobre todo de noche). Oh, sí, ya sé que los lectores habituales de estas crónicas sabréis de memoria tal descripción, puesto que me dejo caer por Kanchanaburi casi cada año, pero era imprescindible hacerla para los recién llegados.

En la última crónica mencioné que aquel día yo cumplía los sesenta y ocho años (el cumpleaños anterior lo celebré en el norte de Vietnam, y la familia con la que vivía entonces me preparó un banquete de larvas fritas, que estaban deliciosas) y ahora, respondiendo a la pregunta de un lector acerca de mí salud, añadiré que mi viejo cuerpo sigue funcionando bastante bien, que no sufro dolores o molestias, que ni recuerdo la última vez que estuve enfermo o visité a un médico y que, tal como les dije a las responsables de sanidad del aeropuerto de Nairobi en marzo, no tomo fármaco alguno ni tan siquiera aspirinas.

Tampoco como bollería industrial o bebo refrescos ni ninguna de esas porquerías empaquetadas que tanto os gustan. Bueno, en realidad mi alimentación se limita a dos comidas diarias compuestas especialmente de cereales y verduras. Es fácil educar al que yo denomino el estómago del placer y, tras conseguirlo, un vaso de agua te sabrá igual que el mejor vino: me corro de gusto con un arroz frito o con la típica, completa y barata sopa tailandesa que incluye todo lo imaginable.

Es la saludable y simple vida en la que mi cuerpo me exige andar y seguir los horarios naturales. Todo esto, claro, sólo tiene sentido si asimismo resides en un entorno sano y no en una ruidosa y polucionada metrópoli.

Siento decir que me alegré al enterarme de que los seres humanos (no así los marcianitos como yo) estáis ingiriendo continuamente plástico, porque tras ver como jodíais insensiblemente la naturaleza y los animales con ese producto, creo que os merecéis pagar por ello: karma (o como dicen en Cataluña: “tal faràs, tal trobaràs”). Supongo que ahora, al sufrirlo personalmente, vais a concienciaros de una puta vez.

Y lo mismo podría decir acerca del uso incontrolado de los antibióticos que atiborran la carne del ganado que coméis, de la pesca industrial, que acabará con los mares, y de los pesticidas del cultivo intensivo que convertirán vuestro mundo en un desierto.

Ya veréis como de pronto todos cambiáis de chaqueta. Pero no lo haréis aconsejados por la conciencia, sino por el miedo: “¡Soy inocente, yo siempre fui ecologista!”. Voy a decirlo de una santa vez: vuestro mundo me parece patético. Os habéis puesto en manos de los comerciantes como Trump y los mafiosos como Putin, para quienes sólo cuentan los beneficios económicos personales. Y todo esto sucede al mismo tiempo que tiráis la comida, consumís sin freno (ropa, jueguecitos innecesarios, cosméticos y fármacos: “¡Míreme doctor, que mal me encuentro!”), y cogéis el coche para ir a la tienda de la esquina (que los tailandeses aparcan dejando el motor en marcha para que siga funcionando el A/C).

Vuestro mal se llama codicia e irresponsabilidad: quiero más y más, y lo quiero ahora. Uy, uy, uy, pero que criticón me he levantado hoy. Vamos a dejarlo.

FAUNÓPOLIS. Tío Nando al rescate: al regresar ayer de atardecida después de dar un paseo por una laguna que hay tras las vías del tren, crucé el cementerio chino y vi un perro zorrino, al que algún desalmado le había atado un cordel alrededor del cuello y el pecho formando una especie de chaleco, que terminaría provocándole una dolorosa agonía.

Aunque seguí mi camino porque en ese sitio viven algunas jaurías de perros asilvestrados que a veces pueden ser peligrosos, más tarde me recriminé mi cobardía y regresé sobre mis pasos. Entonces me agaché, lo llamé y conseguí que el pobre perro se acercase. Acabé con su desconfianza presentándome debidamente, o sea dejando que me oliese la mano, y tras acariciarle comprobé que el cordel era sintético y estaba anudado a conciencia (o con falta de ella).

El inteligente chucho adivinó que yo trataba de ayudarle y aguardó pacientemente mientras yo trataba inútilmente de deshacer los diversos nudos con que habían atado el maldito cordel. De pronto advertí de reojo que ya no estábamos solos, pues nos rodeaba una docena de perros que habían ido saliendo de entre las tumbas y observaban interesados lo que yo hacía.

Después de un rato desistí de luchar contra los nudos, pensando regresar al día siguiente con mi navaja Opinel, hasta que se me ocurrió que podría tratar de sacárselo por la cabeza como si fuese una camiseta. Aunque esa parte sería más arriesgada porque tendría que doblarle las patas delanteras pegándoselas al cuerpo y no sabía si su confianza en mí daría para tanto. ¿Me mordería y el resto de la jauría se me vendría encima? Ni, ni, ni, ni. El simpático perro aguantó lo indecible y al fin pude quitarle el cordel, ceremonia que completé haciédole un masaje a pesar de los sucio que estaba y que olía como mil demonios. Qué bien sienta hacer lo correcto, ¿verdad?

El año pasado os conté que en el Thungyai Sanctuary cercano a Kanchanaburi habían arrestado a un multimillonario tailandés llamado Prenchai Karnasuta, cuando estaba cocinando un guiso con la carne de una extraña pantera negra que había cazado. La condena por matar un animal protegido dentro de un santuario fue de dieciséis meses de cárcel (me parece poco), y ahora se la han incrementado con un año más por haber tratado de sobornar a los guardas del Servicio Forestal.

En peligro de extinción: Great Indian Bustard (GIB) es el nombre de un pájaro emblemático de la India que llega a pesar dieciocho kilos y vive en la parte occidental del país. De él, actualmente sólo quedan unos ciento cincuenta ejemplares (en el 2011 había doscientos cincuenta). Se hallan sobre todo en el Desierto de Thar del Rajastán, y sus peores enemigos con los cables de alta tensión y los molinos de viento de las compañías eléctricas.

Insólito: también en la India, y en el Jim Corbett National Park de Uttarakhand, durante los últimos cinco años han muerto trece elefantes “en manos” de los tigres, mientras que ninguno de esos lindos gatitos ha sido matado por los elefantes.

Un elefante doméstico sin cornaca es como un autobús sin frenos ni conductor. Cada vez que veo en Chitwán a un cornaca que no lleva un palo en la mano, también veo a un elefante feliz. Al hallarse Chitwán junto a la frontera india, los del Servicio Forestal de ambos países forman patrullas mixtas y colaboran persiguiendo a los cazadores furtivos que, de otra manera, cruzarían de un lado a otro dejándoles con un palmo de narices.

MIRA LO QUE PIENSO

  • El fallido viaje a Uzbekistán del que os hablaba en la crónica anterior, habría sido uno de los pocos que había planeado debidamente: sabiendo a los sitios que iría, e incluso los horarios de tren, gracias a la información que me dio el Señor Lobo, quien, tras enterarse de porqué se había quedado todo en nada, me contó que a él también le habían amargado con diferentes burradas “burrocráticas” como si, en vez de querer promover el turismo, pretendiesen evitarlo.
  • El ego es infantil, el deseo, juvenil, el coraje, adulto, y el conocimiento y la comprensión pertenecen a la vejez ya que llegan de la mano de la experiencia.
  • ¿Y si la pena durase eternamente?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 930 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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