Por un día, vamos a alejarnos un poco de las islas japonesas. Demos un salto en el espacio y en el tiempo para visitar otro gran archipiélago, también en Asia y también muy volcánico, pero bastante más al Sur de las tierras del Sol Naciente. Concretamente, la isla de Java, en el corazón de Indonesia.
Viajemos a una selva exuberante, tupida, casi primigenia, a la sombra de un enrome volcán. Estamos a principios del siglo XIX, y aún faltan bastantes años para que los mochileros descubran los encantos de Indonesia.
Pero, en mitad de esa selva impenetrable, ya empiezan a verse algunos viajeros. Es el caso de Colin Mackenzie, un explorador británico que, en el año 1812, se encuentra comandando una pequeña expedición por la zona.
Y lo que se encuentra allí esa mañana, entre lianas y cocoteros, es algo con lo que no contaba. De pronto, empieza a ver estatuas de piedra semienterradas. De entre la maleza salen a la luz cabezas de budas, serpientes gigantes, figuras de bailarinas…
Unos pasos más allá, desperdigados por la jungla, se topa también enormes bloques de piedra labrada y columnas derruidas. Parecen los restos de una civilización perdida en las nieblas del tiempo, de la que nadie había tenido noticia hasta ahora.
Los campesinos del lugar le guían hasta un enorme templo, oculto en la espesura. Allí, en el interior de una torre monumental, cubierta de lianas y maleza, hay una misteriosa escultura de piedra negra. Una hermosa mujer que parece estar bailando una danza ya olvidada.
Mackenzie comprende al fin que está ante los vestigios de un reino perdido y milenario. Un reino que, tras siglos de olvido, está a punto de ver la luz de nuevo.
Hoy en día, conocemos esas ruinas como los templos de Prambanan. Sí, esos mismos templos que, a menos de 20 km de la ciudad de Yogyakarta, visitan miles de turistas.
El descubrimiento de las ruinas de Prambanan
Peo, ¿quién ese tal Mackenzie, y qué pinta ahí, en mitad de Java? Bueno, vayamos por partes, porque la historia tiene su miga.
El responsable último de este descubrimiento fabuloso, quien ha organizado la expedición y mandado al bueno de Mackenzie a peinar la selva, es nada menos que Thomas Stamford Raffles (no, en estos momentos, aún no es Sir). El mismo Raffles que, unos años después, fundará la ciudad de Singapur.
Corre el año 1811, Napoleón está haciendo de las suyas en Europa, y los ingleses han ocupado la isla de Java temporalmente, como consecuencia del juego geopolítico del momento. Java, colonia holandesa, corre peligro de caer bajo dominio francés, así que el gobierno británico opta por golpear primero y hacerse con ella. Una estrategia muy inglesa.
Al frente de esta ocupación inglesa está Raffles, un enamorado de la cultura y las antiguas civilizaciones de Malasia e Indonesia. Así que, en sus ratos libres, se dedica a organizar expediciones por la isla, en busca de restos arqueológicos de interés. Como esa que lidera Mackenzie en 1812.
Así, con la excusa de cartografiar la zona, Raffles envía a Mackenzie a rastrear los alrededores de la vieja ciudad de Yogyakarta. Y, ya de paso, ver si hay por allí alguna ruina interesante. Y vaya si las había.
Pero, claro, como suele pasar en estos casos, hablar de “descubrimiento” es un tanto relativo. Los aldeanos del lugar siempre habían sabido que los templos estaban ahí. De hecho, llevaban siglos sacando piedras de allí para construir sus propias casas y acequias.
El verdadero mérito de Raffles y Mackenzie es recuperar los templos y darlos a conocer al mundo.
La Doncella Esbelta, Loro Jongrang
Pero, descubrimiento o no… ¡qué momento el que debió de vivir el amigo Mackenzie! Apartando ramas y lianas, rodeado de estatuas gigantescas, bajorrelieves, imágenes de extraños dioses que no sabe identificar… Una escena digna de película de Indiana Jones.
Y el momento culminante, el sanctasantórum del templo. En él se alza una giganta de piedra negra, de casi de tres metros de altura. La figura de una doncella danzante. Es la diosa hinduista Durga, esposa del dios Shiva. Pero eso ni Mackenzie ni sus guías nativos lo pueden saber.
Hace ya siglos que los javaneses se convirtieron al Islam. Hace mucho que olvidaron su pasado budista e hinduista. No es de extrañar que estos templos ancestrales hayan caído en desuso.
Las gentes del lugar llaman a esa bailarina Loro Jongrang, “la Doncella Esbelta”. Según la leyenda, esa estatua ligera de ropa es en realidad una princesa convertida en piedra por un genio maligno. El mismo genio que, en tiempos inmemoriales, levantó con su magia los cientos de templos que la rodean, siguiendo las órdenes de un malvado rey que quería desposar a la desdichada muchacha por la fuerza.
Hoy sabemos que los templos de Prambanan son obra de la dinastía Sanjaya, que reinó sobre parte de Java central entre los siglos VIII y XI de nuestra era. Los Sanjaya, fervientes hinduistas, construyeron todos estos monumentos hacia el año 800.
Pero Mackenzie no tiene tiempo de estudiar las ruinas. Aún debe cartografiar el resto de la isla. De hecho, no puede pararse siquiera a examinar con tranquilidad la verdadera naturaleza de su descubrimiento.
En un primer momento, piensa que se trata de las ruinas de una civilización perdida y desconocida. No puede creer que unos monumentos de factura tan exquisita puedan ser obra de las gentes de Java.
A los ojos ingleses, los habitantes de la isla son poco menos que una raza inferior. Un hatajo de aldeanos atrasados y subdesarrollados, que solo sirven para ser colonizados bajo la bota europea. ¿Cómo iban a ser capaces de levantar semejantes templos?
Pero sucesivas exploraciones no tardarían en desvelar la verdad. Con la ayuda de oficiales del cuerpo de cipayos venidos de la India Británica, o sea, hindúes que conocían perfectamente los motivos decorativos indios, al fin se pudo clasificar correctamente el hallazgo.
No cabía duda. Aquella estatua de piedra negra era en realidad la diosa Durga. Se trataba de templos hinduistas. Y eran obra de artistas y arquitectos locales. Nativos de esa misma isla de Java, mil años atrás. Los prejuicios de Mackenzie, típicos de un conquistador europeo del s. XIX, no le habían dejado ver la realidad que tenía ante sí.
La pirámide de Borobudur sale a la luz
Pero poco se imaginaban estos engreídos ingleses, con Raffles a la cabeza, que lo mejor estaba por llegar. Porque, en 1814, descubren otro monumento aún más espectacular en mitad de la selva. Muy cerca de los templos de Prambanan. Pero, esta vez, se trata de un templo budista. La gran pirámide de Borobudur.
El mérito esta vez le corresponde a un holandés, un tal Hermanus Christian Cornelius, que ya había explorado parte de la isla cuando estaba bajo control de Holanda. Ahora, seguía haciendo lo mismo al servicio de sus nuevos amos ingleses.
Raffles, que había oído rumores sobre un monumento enorme enterrado en mitad de la selva, cerca del volcán Merapi, manda a Cornelius a investigar. Allí se encuentra con una extraña colina de proporciones colosales, cubierta de ceniza volcánica y sepultada por la maleza de la selva.
Cando limpian un poco el terreno descubre que, ahí debajo, se oculta una pirámide de 113 metros de ancho en su base y unos 40 metros de alto. Con nueve pisos totalmente cubiertos de relieves y estatuas de Buda (cerca de 500 en total), y coronada por una serie de círculos de estupas, que culminan en una gran estupa central. Efectivamente, es el templo de Borobudur.
Una vez más, no podemos hablar de un descubrimiento puro y duro, porque los lugareños ya sabían lo que había allí. Incluso los holandeses, en su día, habían realizado algún que otro saqueo de estatuas. El mérito de Cornelius y su expedición es limpiar toda la ceniza y sacar de nuevo el monumento a la luz.
Y no es poco, porque la tarea de limpieza fue tan monumental como la propia pirámide. Hubo que reclutar a 200 obreros de las aldeas cercanas, que trabajaron durante semanas para limpiarlo todo. Por suerte, tantos siglos bajo aquella gruesa capa de ceniza volcánica habían hecho que el templo se encontrara en un estado de conservación casi perfecto.
Una pirámide envuelta en el misterio
Compuesto por cerca de un millón y medio de bloques de piedra, Borobudur es el edificio budista más grande del mundo. Y uno de los más misteriosos. No está claro qué es exactamente. ¿Se trata de un templo? ¿Una tumba? ¿Otra cosa? Se desconoce para qué se construyó, o cuál era su función.
Porque, para empezar, Borobudur no tiene la estructura de un templo al uso. Más bien parece una especie de mandala gigantesco, construido en tres dimensiones. Un monumento para ser recorrido siguiendo una ruta ascendente, piso a piso, hasta que el peregrino llega a lo más alto, que sería el Nirvana, o sea, la iluminación budista.
Lo que sabemos es que el complejo se levantó a lo largo de varias décadas, entre el 760 y el 830 de nuestra era. Es la obra cumbre de los Sailendra, otra de las antiguas dinastías que reinaron en Java hacia finales del primer milenio. Estos eran budistas, y rivales de los hinduistas Sanjaya, que levantaron Prambanan.
Pero se diría que ambos reinos, Sailendra y Sanjaya, se las arreglaron para convivir pacíficamente a pesar de las diferencias religiosas. Templos budistas e hinduistas se mezclan sin ton ni son por toda la región. No parece haber habido grandes conflictos. La Java del s. X aparenta haber sido un lugar razonablemente próspero y feliz.
Hasta que algo ocurrió. Algo que, súbitamente, les hizo abandonar sus templos y sus ciudades. Y dejar que acabaran devorados por la selva. La misma historia que en Angkor, en México, y en tantos otros lugares. Y el mismo misterio. Muchas teorías, pero ninguna explicación convincente.
Unas obras de restauración faraónicas
Así, hasta que los hombres de Raffles dieron con ella de nuevo, la gran pirámide de Borobudur se pasó siglos y siglos olvidada. Perdida en el tiempo. Y tampoco ha sido fácil lograr que sus piedras milenarias llegasen de una pieza hasta nuestros días.
La razón es muy sencilla. Al retirar la capa de cenizas que cubría la pirámide, los muros quedaron al descubierto, sin protección alguna. Y las lluvias tropicales acabaron causando graves daños a la piedra, en muy poco tiempo.
La única esperanza para preservar el monumento era restaurarlo por completo. Hubo que desmontar la pirámide entera, piedra a piedra, bloque a bloque, para luego limpiarlos uno a uno y volverlos a colocar todos en su sitio original. Una obra verdaderamente faraónica, más laboriosa aún que la construcción de la propia pirámide diez siglos tras.
Las tareas comenzaron en la primera década del s. XX, a cargo de arqueólogos holandeses, y han durado casi hasta hoy. La última piedra se recolocó bien entrados los años 80.
Gracias a ello, hoy en día podemos ir hasta Yogyakarta y disfrutar de Borobudur en toda su magnificencia. Y, de paso, sentirnos un poco como esos exploradores de antaño que, por primera vez en muchos siglos, posaron sus ojos en aquella pirámide monumental, que parecía venida de otro mundo.
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