Hace exactamente un año, el lado adinerado del mundo trataba de digerir que el Covid19 se le hubiera colado por la puerta de atrás. Y más o menos de esa guisa me veía yo también, ya que el virus también había irrumpido hasta la cocina de mis entrañas, poniéndome contra las cuerdas y obligándome a pelear para no besar la lona. Mi asunto se puso tan peludo que, en un momento, pensé que si a mi puerta no llamaba la fría dama con eso ya me valía para darme con un canto en los dientes.
Aquellas jornadas, hundido en la cama de un hospital público de Bangkok, mi único contacto con el mundo fueran un par de pantallas, además de un teléfono fijo. En el peor de los días, además, llamó la doctora que estaba a mi cargo con muy poco halagüeñas nuevas. El virus había dañado mis pulmones. La falta de aire me atosigaba y a la noche la fiebre me acosaba. Para representar con números lo que pasaba fuera de mi celda sanitaria, Tailandia había anunciado ese marzo que tres centenares de personas ya se habían infectado. Yo era uno de ellos.
Mientras, en las noticias siamesas salían constantemente imágenes del ya entonces desesperanzado Gobierno español, más que nada porque se había convertido en el ejemplo perfecto de lugar azotado por el virus. Recuerdo languidecer en los brazos de la fiebre y ver en la tele de mi hospital siamés a Pedro Sánchez imponiendo un inesperado cerrojazo al cebarse la pandemia con el país donde nací. Luego el televisor mostraba al primer ministro tailandés, aún indeciso por si debía cerrar las fronteras o no.
Sonaba mi móvil constantemente durante mi estancia en el hospital. La mayoría de llamadas eran de amigos para darme ánimos, otras amenizaban mi tiempo con sus historietas y a mi madre le decía que estaba todo bien aunque desconociera por qué el virus estaba siendo particularmente violento conmigo. También algunos me preguntaban si les recomendaba entrar en el país antes de que cerrase. Me la jugué con ellos y les dije que sí.
Hubo, sin duda, una llamada a la que mi cabeza atormentada por la fiebre le dio muchas vueltas. Más que nada porque dejó claro que las reglas del juego cambiaban.
—Luis, tío, yo he empezado a tener miedo —me comentaba un colega al otro lado de la línea—, este país lleva demasiado tiempo sin una crisis gorda, si hay hambre igual esto se vuelve violento.
—Los tailandeses se adaptan muy rápido a las desgracias —respondí—, he visto cómo gente perdía sus casas en unas inundaciones y no soltaban ni una lágrima.
—Van a cerrar las fronteras y no sabemos si la mejor opción es quedarse aquí o mejor refugiarte en tu país, si el panorama se pone feísimo es mejor estar en casa.
Muchos -muchísimos- extranjeros en Tailandia optaron por regresar a sus países. Algunos lo hicieron por obligación, pero no pocos por miedo a la incertidumbre. El asunto financiero también mandaba, y muchos vimos cómo nuestros ingresos menguaban. Demasiados se quedaron sin trabajo.
Mi salud, afortunadamente, se recuperó tras diez días de fiebres y daño pulmonar en el hospital, y ya pude regresar a mi diminuto apartamento en Bangkok. Me obligaron a encerrarme en él y se me prohibió salir al pasillo hasta que los médicos no garantizaran que dejaba de ser contagioso. Y eso no ocurrió hasta después de 40 días entre los primeros síntomas y la última prueba, la que por fin dio negativo.
En mayo pude salir a la calle y Tailandia había cambiado. Los contagios llevaban semanas estancados en los tres millares de casos y así se quedaría con pocos cambios durante el resto del año. Se notaba el azote de la pandemia, pero no tanto como decían en las noticias.
Hace un año de aquella gran crisis sanitaria, de la explosión de la pandemia, y muchos de los que se fueron de Tailandia ahora se arrepienten. Otros han regresado o han tratado de hacerlo. Porque el mundo no es el mismo desde que empezó la pandemia, pero este país se convirtió en un oasis frente al virus, donde los contagios -al menos en números oficiales- fueron inexistentes durante meses.
Y la vida normal, el día a día, fue en Tailandia casi igual a los tiempos pre-pandemia. ¿Ignorancia motivada por escasez de tests del virus o férreo control del virus por parte de una población que no se vio muy afectada? Nadie lo sabe y si tuviera que apostar por algo diría que un poco de todo. Lo que sí fue claro es que aquí la normalidad era menos nueva normalidad y más bien lo de toda la vida.
Es más, por ello siempre he recomendado lo mismo cuando alguien me habla de penurias en la vida bajo el yugo de la pandemia en Occidente: coger el primer vuelo con destino a Tailandia. Hay que pagarse una costosa cuaretena forzada en hoteles vigilados, vale, pero merece la pena si el plan es quedarse una temporada.
O al menos lo merecía hasta ahora, que estamos en una tercera ola en la que, esta vez sí, parece que los tests masivos están haciendo que cada día haya unos cuantos centenares de casos más. ¿Cómo ha sido este año en Tailandia y qué nos puede deparar el futuro?
Mascarillas y crisis en una Tailandia bastante ‘normal’
Hace unos días, una amiga en Barcelona vio la foto de unos amigos en un tugurio oscuro de Bangkok a altas horas de la madrugada. Con mucha gente apretujada tomando y fotografiando, lo que para tantos es ya un pasado muy lejano. “Veo esto y me parece que esto nunca lo vivimos, fue solo un sueño”, me dijo ella.
Hay mucho más con lo que soñar. Durante la segunda mitad del pasado año, cualquiera en Tailandia podía coger un vuelo o un bus e ir a todo rincón del país. Playas antes consumidas por el turismo se habían convertido en paraísos deshabitados, y ciudades como Chiang Mai han lucido más bellas de lo que muchos eran capaces de recordar.
Los hay que (desde Occidente) aún no lo creen, pero en algunos países de Asia se hace vida normal con las fronteras cerradas. Y Tailandia era uno de ellos. Desde que se afirmó oficialmente que había cero contagios en la segunda mitad de 2020, la única diferencia en el día a día de todos los que aquí vivimos fue que era preciso llevar puesta la mascarilla en la calle.
Por supuesto, la rutina no ha dejado de estamparse de situaciones rocambolescas. Como cuando uno se dirige a una discoteca y no le dejan pasar si no lleva mascarilla, lo cual es estúpido porque lo que todo el mundo hace nada más cruzar la entrada es quitársela y esconderla en algún bolsillo.
Obviamente, el truco está en que aquellos que no lleven mascarilla a la puerta de un garito no pueden acceder, pero siempre pueden comprar en la entrada una unidad al triple de precio que en cualquier otro sitio. Nada más que para ponérsela delante del tipo que la vende, cruzar la puerta y quitársela. Postureo y rentabilidad ante todo.
Fuera de las grandes ciudades o de los barrios centrales, hasta la mascarilla brillaba por su ausencia. ¿Ha sido Tailandia un refugio frente a la pandemia? Seguro, pero no para todo el mundo. Ya que la crisis aquí ha hecho más mella aquí que en otros países.
Del “que no se acabe el Covid” al “abramos el país cuanto antes”
La cara amable de todo esto ha sido que los tailandeses se han librado de todos los abusos que antes condicionaban la convivencia con el turismo masivo. Los templos están vacíos y los mares recuperan los corales. Obviamente, hay demasiados que han perdido en todo esto, como ya hemos contado en este artículo sobre el paraíso salvaje que en parte se había convertido Tailandia.
Mi amigo que temió una hecatombe en el país hace un año y que intuyó que los altercados no tardarían en llegar se equivocó de pleno. Y menos mal. En Tailandia la pobreza ha crecido junto a las desigualdades, pero no llegó el hambre ni la necesidad extrema.
Sin embargo, demasiada gente lo ha pasado fatal. El país más afectado del Sureste Asiático a nivel económico es Tailandia, con un decrecimiento que no sufría desde hacía 22 años y una caída del PIB de más de seis puntos. Pero eso son solo datos macroeconómicos.
A nivel de calle, todo el mundo conoce a alguien cuyo salario se ha recortado hasta cobrar un tercio de lo que hacían antes en pandemia. Touroperadores reconvertidos a vendedores de geles de manos, recepcionistas de hotel que ahora hacen servicios de limpieza a casas particulares o trabajadores liberados que han buscado un contrato en algo que no les gusta para agarrar un salario fijo.
Mucha de esta gente que de una u otra forma se ha visto afectada por la desaparición del turismo internacional o la escasez de viajeros no sabe ya cómo pedir que se abra el país sin restricciones ni cuarentenas. Al otro lado, claro, están quienes prefieren la autarquía.
La mayoría de los que no quieren dejar pasar a los viajeros sin que hagan una forzada cuarentena son gentes locales a quienes les ha calado la idea de que los extranjeros portamos el virus y que, para proteger al país, es necesario no dejar entrar a (casi) nadie.
El discurso ultranacionalista, además, también caló muy fuerte y además están todos los que afirman que así se vive mejor. Incluso muchos extranjeros, que prefieren estar en el país cerrado debido a los beneficios que eso ha traído: alquilar un apartamento moderno en el centro de Bangkok es más barato que nunca, y ni siquiera hace diez años había precios tan buenos en demasiados gastos diarios.
Aun así, hemos de quedarnos con la clave: la pandemia en Tailandia es menos pandemia. Excepto cuando hay algún brote de Covid -ahora mismo estamos en una tercera ola cuyos números ya los quisiera Occidente- la vida aquí es más libre y disfrutable. Incluso con el pico de contagios de estos días, a la pregunta a día de hoy de si merece la pena venir y hacer una cuarentena forzosa de diez días sigo teniendo claro que este es un país para estar ahora mismo.
Los cambios que llegaron con el virus
No obstante, el año pasado fue histórico en Tailandia. Porque, por primera vez, una generación entera de jóvenes se alzó contra el poder establecido. Hartos de una dictadura encubierta que permite que exista una gran brecha entre los privilegiados y el resto del pueblo, los jóvenes usaron Internet para agruparse contra los que mandan y luego llenaron las calles.
Con unas protestas que incluso tocaron a la monarquía, la rebelión siamesa -que explicamos aquí en detalle-es sin duda lo más destacable de este último año, algo que el Covid no ha podido parar. Es más, el Gobierno no se cortó en usar el estado de emergencia para tratar de frenar las marchas de protesta, y solo ha podido dañar al movimiento y hacerlo menguar encarcelando a los líderes y golpeando a los manifestantes.
Del mismo modo, el Gobierno militar tuvo que frenar en sus aspiraciones con los juguetes que gustan a los de armas tomar. El pago de submarinos, helicópteros y carros de combate fue suspendido durante la pandemia, aunque el primer ministro y golpista Prayuth Chan-ocha anunció sin pestañear que Tailandia estaría orbitando la luna en un par de años, en un fantasmagórico pero ambicioso plan de conquista del espacio, cuyo mayor hito programado es una misión tripulada a la luna. Con un par.
No tengo yo muy claro que vaya a ir a buen puerto la carrera espacial siamesa, si bien este mes han vuelto a insistir en ello. Cada vez que el ministro de Alta Educación dice algo sobre el asunto, la red se llena de burlas y de sorna hacia el Gobierno. No es para menos: Tailandia es un país donde la inversión privada logra proezas en el campo de la ingeniería y en el que hay grandes profesionales, pero donde mete mano el Gobierno todo va a otro ritmo. No hay más que mirar cómo están las aceras, los autobuses que circulan en las ciudades o cómo combaten la polución.
Eso sí, este año el Ejecutivo ha querido marcarse un tanto al aprobar una de las medidas más solicitadas históricamente, el aumento de la velocidad en las autopistas de 90 a 120 kilómetros por hora. Sacarse el carné de conducir sigue siendo una comedia, sobre todo el de moto, al que si llegas a Tráfico te preguntan si viniste con tu montura, ya que esperan que circules en dos ruedas mucho antes de tener licencia.
Lo que sí es una risa es precisamente el cigarrito de la risa. Nunca antes en Tailandia la marihuana había estado tan presente ni se normalizó tanto. Es como si lo de animar al personal a estar en casa le incitase a quedarse en el hogar fumando leños. Porque en Bangkok, donde antes todos decían temerle al consumo -que sigue siendo ilegal-, ahora lo raro es no tener a unos cuantos colegas que, con la excusa de conciliar el sueño, se fumen un buen canuto. O dos.
Todo esto viene por la proliferación de la maría medicinal, ahora legal en Tailandia. Hasta hay un montón de restaurantes que dicen cocinar la planta de la risa, aunque para que sea legal la ofrecen si lo que te hace reír, el THC.
El asunto es que ahora hay marihuana a mansalva, lo que no debería ser malo necesariamente. Bueno, según se mire, ya que muchos ahora se quejan de que, con la alta demanda, ha caído la calidad de las yerbas.
Lo que sí es una pena es que la verde no es el único narcótico que ha proliferado: las dosis de metanfetamina, el hielo que le llaman por aquí, se han puesto a tan solo dos euros y medio debido a la imposibilidad de exportarlas fuera de Tailandia, ya que en el Triángulo Dorado se producen a porrillo. Ha habido incluso un auge de crímenes por culpa de esa droga tan cabrona que algún hijoputa inventó algún día.
Pero no hablemos solo de lo malo. Lo que ha sido muy positivo en la pandemia es cómo ha agudizado el olfato de muchos. En Tailandia hay tipos muy pero que muy despiertos, y sus formas de salir adelante frente a la crisis a veces son simpáticas además de triunfadoras. Me hizo mucha gracia, por ejemplo, que varias personas me hablaran, en los pasados días, de una tienda que ha puesto de moda los churros españoles en Chiang Mai gracias a una vendedora que los entrega bailando al ritmo del tema de moda en Tik Tok. Alegría ante todo, claro que sí.
Tailandia ante la tercera ola, ¿tan mal pinta de verdad?
Lo hemos avanzado al inicio de este texto, Tailandia está viviendo ahora su tercera ola de contagios por Covid y, según algunos, pinta peor que nunca.
Ha de constar, sin embargo, que las cifras de contagio en Tailandia siempre estuvieron maquilladas y que, mientras el Gobierno compraba submarinos y tanques con el dinero de los contribuyentes, no permitía a cualquier siamés con síntomas que se hiciera una prueba de Covid sin pagar unos 50 dólares por ello.
Y, sin embargo, los hospitales nunca se colapsaron ni -por el motivo que fuera- se vislumbró una catástrofe sanitaria. Por ello, el país ha podido llevar la normalidad que hemos comentado previamente.
Tailandia superó su primera ola de contagios de la misma forma en que yo me recuperé de mi experiencia con el Covid. Y, de la misma manera, el país y yo vivimos una recuperación durante el verano hacia una ‘vieja’ normalidad que lo fue solo temporalmente.
El primer mes de este año existieron restricciones por una segunda ola propiciada, según dicen, por la entrada de inmigrantes ilegales desde Birmania. El Gobierno no tuvo reparos en echarle la culpa a los que menos tienen, obviando que fueron sus oficiales los que dejaron pasar a los indocumentados a cambio de cuantiosas mordidas.
Ahora mismo, Tailandia vive una tercera ola que puede ser mucho más numerosa. Y se ha ido de las manos de, ahora sí, aquellos que más tienen.
Los hombres poderosos de Siam, esos que controlan el Gobierno y la economía, gustan mucho de unos locales nocturnos muy particulares, conocidos como lounge donde además de un menú de bebidas también hay uno de doncellas. A precios desorbitados porque, para sus gustos, tanto los licores como la imagen de las acompañantes son de la mayor calidad.
El tercer brote de Covid en Tailandia ha nacido en el que, si no es el más exclusivo de estos locales para grandes adinerados, desde luego que es el más popular de todos para los que mandan. Krystal Club en Thong Lor siempre fue muy frecuentado por ministros, directores generales de grandes empresas y otros tipos de bolsillos abultados.
Los contagios en Krystal Club, con tanto roce, se multiplicaron en cuestión de días y se expandieron a otros lugares del barrio de Thong Lor, el más popular para salir de copas con estilo en Bangkok. Por eso, el Gobierno actuó deprisa, ya que sabía que podía salir escaldado.
Muy pronto, el ministro de Transporte fue diagnosticado con Covid. Ocultó decir si había ido a Krystal y acusó a su secretario de infectarle, pero sus colaboradores también contagiados dijeron que fueron al lugar de marras con él. Ahora, el político avisa con denunciar a todos aquellos que han puesto su honor en entredicho. Porque, en Tailandia, los poderosos aún dicen ser castos y tradicionales.
El asunto es que los contagios de Thong Lor han demostrado que el virus estaba latente y esperando el momento. De repente, el Gobierno está haciendo tests gratuitos a mansalva y, claro, los positivos no dejan de llegar. Se están montando hospitales militares donde hacinar a los contagiados, ya que todos los positivos en Tailandia -incluso los asintomáticos- han de pasar la enfermedad en un hospital aunque no tengan síntomas.
El temor mayor ha llegado al ver que la variante británica se encuentra presente en los nuevos contagios de Tailandia, lo que es inesperado al estar el país cerrado. El Gobierno, nuevamente, acusa a los inmigrantes ilegales que cruzan las fronteras, y en este caso le ha tocado a Camboya.
¿Es este brote diferente a los demás? Sin duda. De buenas a primeras, se están haciendo más pruebas que nunca. Pero, lo más importante, es que ha tocado a los de arriba. Los mismos que antes echaban las culpas a los inmigrantes ilegales, ahora mismo agachan la cabeza al saber que las infecciones se produjeron donde les gusta ir.
Lo más flagrante es, quizás, el asunto de las vacunas. Tailandia ha hecho una apuesta compleja por AstraZeneca que ha hecho que solo se haya vacunado a un 1% de la población. Lo rocambolesco es que -se comenta extraoficialmente- han dejado de vacunar a las personas de riesgo y a los mayores para inyectar la vacuna a las trabajadoras de los clubes más exclusivos de Thong Lor. Así lo han reportado algunas de las recién vacunadas.
Es una incógnita saber qué va a pasar con esta tercera ola, sobre todo cuando esta semana es la festividad del año nuevo tailandés y se espera que la gente se mueva por todo el país.
Hace un año, cuando yo estaba prostrado en la cama de aquel hospital público de Bangkok, los contagiados llegamos a ser 3.000 antes de que las infecciones oficiales se detuvieran. Este año, las infecciones se han disparado diez veces más y empieza a resultar difícil pensar que esta enfermedad, aquí, es cosa de unos pocos.
Pese a todo ello, el pasado año la pandemia en Tailandia fue mucho más llevadera que en casi todo el mundo. Como he dicho previamente, sigo apostando a que este será uno de los mejores países donde pasar este año, pese a las idas y venidas de los contagios. Por eso, a quien me pregunte si merece la pena cogerse un vuelo y plantarse aquí con la necesaria cuarentena de diez días, le diré que sí. Siempre que, claro está, tenga pensado quedarse un tiempo largo. Por lo que pueda pasar.
Hola Luis, estoy de acuerdo que hemos vivido un año relativamente tranquilo comparado con lo que se ve en Europa u otros países.
Nos queda un año jodido como el 2020, si pensamos que al ultimo brote le ha seguido el éxodo de Songkran, vamos a está con problemas hasta Junio. Confío que la responsabilidad individual de los tailandeses prevalecerá ante la torpeza del gobierno. Alemania lo hizo bien hasta que la gente se relajó, ahora la gente está cansada y creo que queda poco en la hucha.