Estos últimos días hemos compartido casa con un invitado al que hacía dos años que no veía. Tropecé con él en Kanchanaburi hace ya dos años, mientras Carme realizaba su voluntariado en Elephants World, justo aquel mes que me dediqué a descubrir la pequeña ciudad de la que me enamoraría para siempre y en la que vivimos durante meses, cabaña con cabaña, un tiempo después. Las conversaciones de esta semana de reencuentro, casi siempre alrededor de una cerveza y hasta altas horas de la madrugada, síntoma inequívoco de que el tiempo pasa pero la amistad perdura, han servido para desempolvar una reflexión que pedía a gritos salir de mi cabeza y transformarse en texto.
Se que me he convertido en nómada hablando con Marcos, pues me he sentido muy identificado escuchando su reciente paso por centroamérica durante meses junto a un grupo de hippies, su travesía en velero durante un mes desde Canarias a Tánger, o ahora que se lanza a la aventura de descubrir Europa con su furgoneta haciendo una primera parada en Francia para trabajar en la vendimia y hacer dinero. Porque aunque más de uno lo piense, el dinero ni cae del cielo ni nos lo dan nuestros papis, sino que hay que currar para seguir viviendo. Otra cosa bien distinta es en qué lo uses, y aquí es donde invito a reflexionar a aquellos, porque todavía existe gente que decide invertirlo en vida.
Ha pasado ya un tiempo desde aquel febrero de 2013 cuando decidí poner tierra de por medio y lanzarme a cambiar mi vida, aquello que ya conté en su día en la primera reflexión viajera “De una oficina a vivir viajando“. Recuerdo mis intensos tres primeros meses junto a Carme recorriendo India desde el Rajastán hasta Kanyakumari, la parte más al sur del país, justo la puntita. Era la tercera vez que pisaba el subcontinente indio y quería que el inicio de mi primer viaje largo fuese por el que hoy por hoy es mi país preferido. Gente, mucha gente, vacas, perros, monos, camellos, bicicletas, rickshaw, motos, coches, camiones, polvo, suciedad, caos. Nuevos olores, sabores, sonidos y colores que conformaban una amalgama de intensos estímulos que mi cerebro trataba de procesar por tercera vez a un ritmo acelerado, ese ritmo al que te lleva India y que a tantos incomoda. Porque si hay algo de lo que India tenga excedente para dar y vender, sin lugar a dudas, son los estímulos, de cualquier tipo, mejores o peores, intensos o suaves, pero tan exclusivos y propios del país que consiguen que te gusten o los detestes, que los ames o los odies. Al final supongo que es cierto aquello que dicen, o al menos tiene la razón en un alto porcentaje, porque no conozco a día de hoy a nadie que India le haya resultado indiferente.
Tres meses de bullicio y sobre-estimulación dieron paso a un descanso relativo en la antigua Ceilán. Sri Lanka se descubría ante nosotros como una país mucho más tranquilo que su vecino, más ordenado, con mayor limpieza, bastante cercano y con un pasado muy interesante. Prueba de ello es la cantidad de lugares Patrimonio de la Humanidad que alberga y que descubrimos a bordo de nuestro propio tuk-tuk, aquel Motoret que consiguió que lo eligiésemos como “mejor transporte para viajar con mochila”, al menos hasta que descubramos uno mejor.
Seguidamente siguió la vuelta a India por la costa este, no tan transitada como otras zonas, con la idea de subir hasta Nepal, el fascinante país de los Himalayas, donde aguardaba el trekking de los Annapurnas que tanta mella hizo en nosotros. Y finalmente el regreso a Tailandia, nuestro país comodín, donde terminar nuestros días con la sensación de estar “como en casa”.
Zona de salidas, unas cuantas horas de vuelo y el caloret de Valencia.
Tres meses después y empezaría el segundo viaje. Las bienvenidas se convirtieron rápidamente en despedidas y sin haber tenido tiempo de coger polvo ya estábamos cargando de nuevo la mochila, como cuando cambias de guesthouse. Botiquín, pantalones cortos, chanclas, repelente, mosquitera… Pero las sensaciones era distintas. El nerviosismo de empezar la aventura no había dado tiempo de aparecer en mi estómago, y los posibles itinerarios que te rondan por la cabeza y que tanto preparas para un periplo de ocho o nueve meses habían sido sustituidos por un simple “al menos estos dos o tres países podríamos visitar”. El resto lo dejábamos a la improvisación. Algo estaba cambiando.
Zona de salidas, vuelo de unas cuantas horas y la humedad de Bangkok en nuestra cara de nuevo.
Días de visitas a nuestros amigos en Tailandia y rumbo a Myanmar. Después de siete años volví a pisar uno de los países que más me marcaron y que aún hoy, pese a lo que digan algunos y dejando Bagan al margen, sigue siendo muy auténtico y digno de visitar. Paso por Tailandia para descubrir la ONG Colabora Birmania y vuelo para pisar Vietnam por segunda vez en ocho años, donde durante dos meses experimentamos otra forma de viajar, en moto, que nos permitió sentirnos a solas en muchísimos lugares y desmitificar la frase “Vietnam se ha vuelto muy turístico”. Cambio de planes, descartando -por el momento- Filipinas, y vuelta a Tailandia para que Carme hiciese un voluntariado -que le marcó bastante- y que nos sirvió para hacer un alto en el camino. E inmediatamente después Malasia, a la que le hemos dedicado casi tres meses y que nos lo ha agradecido descubriéndonos Kapas, la pequeña isla que se convirtió en nuestro hogar por un tiempo.
Y vuelta de nuevo a Valencia.
Más de dos años. Han pasado más de dos años y ahora se que me he convertido en nómada. Y se que me he convertido en nómada porque no tengo vivienda ni residencia fija, algo que a más de uno le asustaría solo con imaginarlo pero que a mi me dispara la adrenalina solo con pensar que no tengo nada que me ate, mi futuro totalmente abierto y la libertad de pasar largas temporadas en el destino que elija. Se que me he convertido en nómada porque estoy a punto de empezar nuevo periplo en Manila, donde Carme trabajará como voluntaria en una clínica veterinaria durante un tiempo que ni tan siquiera sabemos. Uno, dos, tres, ¿seis meses? Quien sabe, según veamos, porque no tengo que rendir cuentas con nada ni con nadie, soy dueño de mi tiempo, y puedo abrir el portátil y conectarme a internet prácticamente desde cualquier parte del mundo con lo cual tengo de sobra. Se que me he convertido en nómada porque ahora sí tengo un cosquilleo en mi interior cuando pienso en volver a ver mundo, otras culturas, otras lenguas, otros paisajes… en “volver al hogar”.
No se cuando terminará este momento, cuando echaré el ancla definitiva, cuando encontraré mi sitio y haré de aquel lugar mi residencia, cuando dejaré de ser un nómada, pero… ¿acaso importa cuando? ¿o acaso importa dónde? O simplemente, ¿acaso importa? Me importa más pensar en que mientras vivimos planeando cual va a ser nuestro futuro se va escapando nuestro presente.
“Volver al hogar”, esa expresión me ha calado. Es el primer artículo que leo tuyo. Siento en tus palabras tus experiencias y se me eriza la piel pensando en las sensaciones que experimentamos al viajar; es mi pasión al igual que la tuya. Es una suerte también tener una compañera de viaje tan compatible en gustos. Hagamos caso a nuestra propia naturaleza y vivamos exprimiendo cada segundo sacando nuestro mejor lado.
Nuestro origen es nómada, escuchemos a la naturaleza. Enhorabuena y a disfrutar con todos los sentidos.
Un saludo.