Viajar a China es, en cierto modo, una especie de viaje en el tiempo. Por un lado, el gigante asiático es el país del futuro, un lugar donde hoy podemos ver y experimentar cosas inimaginables que, décadas después, probablemente serán la norma en nuestro mundo occidental.
Me vienen a la mente esos famosos retretes públicos ultra-tecnológicos, que no te dispensan papel higiénico si no ves antes una serie de anuncios publicitarios en la pantalla de plasma que llevan incorporada.

Distopías consumistas aparte, urbes como Shanghai o Shenzhen, con sus rascacielos imposibles y sus nubes de drones dibujando espectáculos de luz y color en los cielos, nos dan una pequeña muestra de lo que podríamos esperar de las ciudades de siglos venideros.
Películas como Blade Runner o Ghost in the Shell podrían estar ocurriendo perfectamente ahora, en la China de 2025. El futuro es hoy, como decía el viejo slogan. Y está desatándose en China, para lo bueno y para lo menos bueno.
Pero, por otro lado, pasear por las calles de una ciudad china cualquiera supone a veces un viaje al pasado. Y no solo por la antigüedad milenaria de algunos de sus rincones, que también. Me refiero al sabor especial que los propios chinos le aportan a sus urbes y villas, sobre todo si en ellas hay un casco histórico más o menos bien conservado. Porque los chinos de hoy viven su pasado con mucho entusiasmo.

La primera vez que pisé Pekín me alojé en un barrio típico de hutongs, esos clásicos arrabales llenos de callejuelas estrechas y edificios de piedra con varios siglos a sus espaldas. Quería, en la medida de lo posible, saborear lo poco que pudiera quedar del Pekín antiguo. De la ciudad en la que los laboriosos funcionarios de las dinastías Ming y Qing levantaron la Ciudad Prohibida. Y vaya si lo saboreé.
En la primera tarde que pasé allí, estando yo recién llegado a China y nada más completar el check-in en el hotel, me fui a dar una vuelta por los alrededores. A ver qué se cocía por allí.
Tal y como esperaba, me encontré con un entorno idílico de casitas bajas, comercios a pie de calle, aceras limpias y señores mayores sentados a la sombra de los portales. Una preciosidad, aquello parecía que se hubiera quedado congelado en el tiempo desde hacía trescientos años.

Pero lo que no me podía esperar de ninguna manera era encontrarme por la calle a montones de mujeres, de todas las edades, vestidas como si fueran princesas manchúes. No una ni dos, no. Había decenas de ellas. Todas impecablemente peinadas y ataviadas al estilo Qing, la última dinastía imperial que reinó en China. Y que tuvo su capital, naturalmente, allí, en Pekín.
Yo no entendía nada. Estaba completamente desconcertado. En vez de un hutong de Pekín, parecía que acababa de meterme en el set de rodaje de Tigre y Dragón. Al principio pensé que estarían grabando allí alguna serie de televisión, o que serían algún tipo de reclamo publicitario para vaya usted a saber qué tienda o atracción turística. Pero no. Aquellas mujeres no estaban vendiendo nada. Es más, se dedicaban a sacarse fotos, palo de selfie en mano, y a posar frente a alguna casa típica de las muchas que había por el barrio. Y el resto de viandantes que pasaban por allí tampoco les prestaban demasiada atención.

Poco después me volví a topar con otro ejército de estas extrañas señoras venidas de otra época, a la entrada del famoso Yonghe o Templo de los Lamas. Pero, para entonces, yo ya había logrado desentrañar el misterio. Aquellas buenas mujeres no acababan de salir de una máquina del tiempo. Simplemente, se habían disfrazado de princesas de la dinastía Qing, para vivir más a fondo la experiencia de estar en Pekín. Estaban haciendo una especie de cosplay histórico.
Las calles aledañas al templo estaban llenas de comercios donde alquilaban qipaos de seda, gorros manchúes forrados de armiño y pelucas de época. Todo lo necesario para poder transformarse en una concubina imperial, como recién salida de la Ciudad Prohibida.
Incluso había peluquerías en las que expertas maquilladoras te pintaban y te arreglaban el moño debidamente, para ir igualita que la emperatriz viuda Ci Xi. Muchas incluían el pack completo: traje, peluca y maquillaje, más una sesión de fotos de estudio, por unos pocos yuanes. Un chollo. Y un negocio redondo, también.

Porque a los turistas chinos, y sobre todo a las chinas, les encanta disfrazarse de personajes de época. O también con trajes típicos del lugar, como quien va a Sevilla y se viste de faralaes. Es una manera de meterse más a fondo en la atmósfera del lugar. De mimetizarse con el paisaje que están visitando, de vivir la experiencia… de pasarlo bien, en definitiva. Y, sobre todo, de sacarse fotos cuquis para subirlas luego a sus redes sociales. Eso, que no falte. Que para algo estamos en Asia.
Casi un tercio de las mujeres chinas que me encontré en la Ciudad Prohibida de Pekín y en los parques aledaños (que contienen también un buen puñado de monumentos históricos) iban cosplayeadas de esta guisa.
Algunas, incluso, llevaban camarógrafo incorporado: un tipo con cámara de fotos profesional las seguía a todas partes, lanzando flashazos a cada paso que daban. Cómo no, por un pequeño plus, la tienda en la que alquilas el cosplay te hace también un reportaje fotográfico divino de la muerte, con las murallas del palacio imperial de fondo. Lo tienen todo pensado.

Pero la cosa no se limita a Pekín, ni mucho menos. El fenómeno está extendido por todo el país. Cuanto más antigua e histórica sea la ciudad o villorrio en cuestión, mejor. A fin de cuentas, Pekín solo tiene nueve siglos de historia de nada. Una minucia comparados con los casi veinticinco de Luoyang, o los veintidós de Xian. Allí sí que hay buen material para el cosplay de época.
De hecho, es en las ciudades más antiguas donde la demanda de trajes y tocados de época es mayor. El casco histórico de Luoyang, una de las más antiguas capitales del imperio chino, que ha visto pasar por sus calles a emperadores de varias dinastías, está absolutamente lleno de estas tiendas de disfraces. Y también de peluquerías especializadas en peinados de hace doce siglos, por supuesto.


No exagero si digo que, en algunos rincones de la reverenda Luoyang, cuesta ver a alguien vestido con camiseta y pantalón. Todo el mundo, ellos y ellas, van con hanfu, el traje típico de los Tang y de otras muchas antiguas dinastías. O sea, de una gente que dejó de existir hace más de mil años.
Las callejuelas de la parte vieja de Luoyang están completamente atestadas de chavalas vestidas como si fuesen al casting de La Casa de las Dagas Voladoras, o cualquier película de kung fu por el estilo.
Porque, esa es otra, el mercado del cosplay histórico está enfocado casi exclusivamente a las mujeres, que son quienes más lo demandan. Cuesta encontrar trajes de hombre para alquilar. Vive Dios que, si hubiera encontrado un traje de Zhuge Liang, con su túnica taoísta y su abanico, no me habría resistido la tentación de sacarme unas fotos con él… Pero no, no hubo suerte. El disfraz de época es un mundo de mujeres.

O casi, porque también hay chicos que, quién sabe si en señal de protesta por la escasez de oferta masculina, o porque realmente les va el rollo, se visten y se maquillan como si fueran la protagonista de la última peli de Zhang Yimou.
Algunos lucen palmito con bastante poca gracia, y se ve a la legua que se disfrazan de semejante guisa para echarse unas risas con los amigos. Pero otros se lo toman más en serio y lucen absolutamente espectaculares, como verdaderas actrices de cine. La ambigüedad sexual asiática en todo su esplendor.
Lo mejor de todo es que, lo hagan en plan de broma o porque realmente lo sientan así, a nadie le parece mal. En las tiendas te maquillan y te alquilan el traje sin importar que seas chico o chica, sin hacer preguntas ni juzgarte.
Y el resto de chinos que van por la calle tampoco levantan la ceja al ver a un tiarrón de casi dos metros vestido de danzarina o de cortesana. Este nivel de respeto y tolerancia por la individualidad de cada cual no es precisamente lo que uno se espera de esa dictadura china, inhumana y opresiva, que a menudo nos quieren vender. Por una vez, la realidad es más agradable que el dichoso relato.

Este negocio del cosplay histórico es tan jugoso que cada región, cada ciudad, cada barrio se especializan en su propio nicho. Por ejemplo, ya que Pekín es la capital de la dinastía Qing por excelencia, allí lo que se leva son los trajes manchúes, de estilo Qing.
En Luoyang, en cambio, con muchos más siglos de historia tras de sí, hay mayor variedad para elegir. Desde ricos trajes de cortesana de la era Tang, que parecen sacados de un museo, hasta vaporosas túnicas de fantasía para disfrazarse de ninfa taoísta, bailarina celestial o doncella guerrera. Cualquier atuendo que se te ocurra, por alocado o fantástico que sea, puedes encontrarlo.
Lo mismo vale para los peinados y los maquillajes. Algunos son escrupulosamente fieles a las fuentes históricas, y otros son pura fantasía de artes marciales. Pero todos presentan una calidad y un nivel de acabado impresionantes, con materiales de primera y un gusto exquisito. Podrían utilizarse perfectamente como atrezo para la mejor superproducción cinematográfica, y no desentonarían nada en pantalla. Serán simples disfraces, sí, pero ahí hay mucho nivel.




Luego, que las cosplayers turísticas les sepan o no hacer justicia a los trajes, ya es otra historia. Porque algunas, con bastante poco garbo, no se cortan en calzarse el vestido por encima de los vaqueros o del pantalón del chándal. O van por ahí luciendo su exquisito hanfu de seda natural con unas playeras Nike. Incluso las hay que se suben a la moto eléctrica, con túnica y todo, y se ponen a sortear coches por las calles como si tal cosa. Y sin casco, por supuesto.

En el otro extremo están las que se toman esto de vestirse de época con una seriedad rayana en lo profesional. He llegado a ver a chicas posando en hanfu con un séquito de cuatro o cinco personas: una encargada de la iluminación (con focos portátiles), otra con varias sombrillas para controlar mejor la luz, dos fotógrafos, y hasta un utillero tirando de un carrito con todos los bártulos. Amén de llevar atrezo de lo más variado para adornar las fotos de su clienta: espadas, parasoles, cítaras, rollos de pergamino… Cualquier esfuerzo es poco para conseguir el book perfecto.

Las ciudades chinas están llenas de rincones con encanto, monumentos históricos y callejuelas tradicionales, el escenario perfecto para que estas cosplayers de la historia se puedan sacar sus fotos a placer. Y, cuando no hay ningún lugar histórico a mano, se fabrica desde cero.
A grandes males, grandes remedios. Incuso ciudades como Luoyang, repletas de ruinas y monumentos con siglos de antigüedad, los chinos han levantado unos cuantos escenarios de cartón piedra simulando edificios históricos y enclaves de épocas pasadas. Como si no hubiera ya suficiente para elegir. Todo para uso y disfrute de las turistas cosplayers, claro está
Algunas de estas escenografías están muy conseguidas, y se integran en el entorno a la perfección. Cuesta incluso distinguirlos de los edificios históricos auténticos, ya que combinan construcciones nuevas con otras restauradas.
Por desgracia, otros parecen más bien decorados de una película de serie B, y el cartón pluma se ve a la legua. Aunque a las cosplayers tampoco es que les importe demasiado. Mientras quede bien en cámara, no hay problema.


También resulta interesante ver que, en un país con una historia tan larga y variada como China, hay cosas para todos los gustos. Si no te va mucho el tema medieval, o si el rollo del kung fu no te seduce, no te preocupes. Siempre puedes optar por épocas más recientes y ponerte un uniforme de soldado del ejército rojo, como los que acompañaban al camarada Mao en la Larga Marcha. Con su casaca verde botella, su estrellita roja en la gorra, y hasta con una ametralladora de plástico, si quieres darle un toque más marcial. Otra forma de vivir el comunismo.
Podríamos pensar que estas coas solo pasan en China, pero no. Nada más lejos de la realidad. Más de un viajero que haya visitado la encantadora Kioto, en Japón, se habrá maravillado al ver la cantidad de chicas que pasean en kimono por el barrio de Gion y otros rincones del centro histórico de la ciudad. Y podría incluso pensar que todas esas mozas son nativas del lugar, que siguen luciendo orgullosas su traje típico y tradicional.

Pero no. Esas chicas que recorren las calles de Kioto embutidas en kimonos, casi todos de idéntico corte y del mismo tipo de tela, son turistas chinas. Al menos, el noventa por ciento de ellas. Para el ojo no entrenado puede que cueste distinguirlas. A fin de cuentas, también hay japonesas que, aún hoy, visten kimono de cuando en cuando. Sobre todo los fines de semana, y especialmente en Kioto. Pero las apariencias engañan.
La inmensa mayoría de los kimonos que se ven en Kioto hoy por hoy, especialmente si es un día de entre semana, los llevan turistas que los han alquilado para tal efecto. Y, dentro de esa inmensa mayoría, un porcentaje muy elevado lo acaparan las visitantes chinas.
Mujeres que, cuando salen al extranjero, quieren hacer lo mismo que hacen en su país: vestirse con el traje típico local, para vivir más a fondo la experiencia. En este caso, sentirse como una auténtica geisha de Gion.

Se las suele reconocer porque, debajo del kimono, se adivina la manga de un jersey o el dobladillo arremangado de un pantalón vaquero. Cuando no lo llevan directamente con zapatillas, en vez de con la sandalias que serían de rigor. También suele tratarse de kimonos de telas baratas, sin apenas estampados, a menudo blancos y con encajes muy poco japoneses. O sea, un poco horteras. Un souvenir para turistas, alquilado en locales regentados por chinos y especializados en servir a clientes chinos.
Pero, como en todo, siempre hay excepciones. Hay también turistas chinas que se gastan sus buenos yenes en alquilar espectaculares kimonos, dignos de la geisha de más alcurnia, y los llevan con gran elegancia. Pero, por desgracia, son minoría. Al menos, gracias a ellas la moribunda industria del kimono aún puede subsistir en Japón.
Fuera de Kioto, donde aún hay gente que lo viste de manera más o menos habitual, los japoneses ya solo se ponen un kimono el día de su boda. Y muchos, ni eso. Si no fuera por los turistas (en su mayoría chinos, como hemos dicho), hace ya tiempo que las factorías de kimonos habrían tenido que echar la persiana.
Y eso que en Japón el cosplay tiene una larga tradición. Pero claro, no es lo mismo disfrazarse de tu personaje de manga o videojuego favorito, que vestirse como de un señor que vivió y murió hace cuatrocientos años. No tiene el mismo glamour. Es una pena, pero parece que este fenómeno del cosplay histórico es poco exportable a otras latitudes.
Aunque, bueno, ya se lo llevan los propios chinos con ellos allá adonde van. En Corea hacen tres cuartos de lo mismo: todos corren como locos a alquilar un hanbok en cuanto pisan Seúl.

Esto del cosplay histórico tiene un punto un poco ridículo, para qué vamos a negarlo. La idea es, cuanto menos, bizarra, y un traje del siglo XVI no siempre le sienta bien a una señora (o a un señor) del XXI. Pero, la verdad, yo estoy muy a favor. Me encanta el concepto. Es un poco como ir al alcázar de Toledo y pretender embutirse en la casaca de Felipe II, con golilla y todo. Pero bueno, es gracioso, qué quieren que les diga.
Y, además, esos disfraces les dan a las ciudades chinas un sabor muy especial. Es una gozada caminar por las centenarias callejuelas del casco antiguo de Luoyang rodeado de gentes vestidas con tules vaporosos y túnicas de seda, como si uno se hubiera teletransportado de repente a los tiempos de la dinastía Tang. O como si te hubieras metido de cabeza en una película de artes marciales. Lo hace todo mucho más inmersivo y, sobre todo, muy, muy divertido.

En muchas ciudades chinas, con tantos siglos de historia y cultura a sus espaldas, ya de por sí el escenario que le aguarda al viajero es excepcional. Así que puedo comprender perfectamente a esos chinos que, sobrecogidos por la magnificencia que les rodea, deciden dar un paso más allá y hacerse uno con el paisaje. Y con el pasado.
Ojalá pudiéramos nosotros, en la estirada Europa, alquilarnos una toga para pasear por las ruinas del foro romano, o por la Acrópolis de Atenas. Seguro que veríamos nuestro patrimonio cultural con otros ojos. Y nos saldrían unas fotos estupendas para subir a Instagram.
