La crónica cósmica. Al cruzar una calle… ¡Boom!

EL TREN DE LA JUNGLA – Malasia. Cuando mi amigo Jab (Abdul Jabar) de Kuala Tahan me contó que desde la ciudad de Jerantut partía un tren conocido con el atractivo nombre de el tren de la jungla, pues cruzaba dos parques nacionales, decidí inmediatamente hacer ese viaje sin importarme cual fuese su destino.

Su denominación oficial era Ekspress Rayat Timuran e iniciaba su recorrido en Singapur, desde donde ascendía por la península de Malasia hasta llegar a Tumpat, en la costa nororiental del país junto a la frontera de Tailandia.

Llegada la fecha de mi despedida, Jab quiso completar sus amables servicios acompañándome en su coche hasta Jerantut. Allí me alojé en el hotel chino Sri Kim Yen porque, aparte de ser barato (38 ringgits), quedaba cerca de la estación de los ferrocarriles, a la que tendría que ir andando porque mi tren partiría a la intempestiva hora de las cinco de la madruga del día siguiente.

Todo funcionaba según mis planes hasta que un desafortunado accidente los alteró. A solas en la pequeña ciudad de Jerantut, donde no conocía a nadie y en la que todo era más barato que en Kuala Tahan, salí por la noche en busca de un restaurante donde cenar.

Al cruzar una calle, no vi venir un coche que me atropelló. ¡Boom!

Cuando recobré el conocimiento sin comprender todavía lo que había sucedido, me hallaba tumbado en la calzada y tenía gente preocupada a mi alrededor, sobre todo el pobre conductor que me había arrollado.

Yo estaba cubierto con la sangre que brotaba de la parte izquierda de mi cabeza, del brazo y de la pierna.

Unos minutos después vino una ambulancia que me trasladó al único hospital de Jerantut, tras previo pago en efectivo por el servicio, donde durante las siguientes dos horas me estuvieron curando, cosiendo, vendando y haciéndome radiografías para comprobar que no tenia nada roto.

El conductor que me había atropellado vino a verme y, aunque me negué repetidamente, se empeñó en pagarme los gastos de la ambulancia. También hizo acto de presencia un policía que me preguntó si deseaba hacer una denuncia, pero, a pesar de que no tenía la menor idea de lo que había ocurrido, le respondí que había sido culpa mía.

Como me temía, puesto que lo había comprobado en la Selva Negra alemana cuando un incidente con la correa de mi perro Lalu casi se me lleva el dedo meñique, los pinchazos de los puntos que me pusieron en el brazo izquierdo y en la cabeza fueron realmente dolorosos, sobre todo el de la ceja, donde todavía tengo parte de la cara amoratada.

Pero eso no fue óbice para que bromease con el enfermero diciéndole que podría haber sido un buen sastre y que, cuando me vendaron la cabeza, opinase que parecía una momia. Más tarde hice igual con el amable y joven médico quien, después de atenderme, me llevó en su coche hasta mi hotel y me dio su numero de teléfono por si le necesitaba; momento en que le dije que, si me moría, le telefonearía desde el Cielo.

No se que fármacos me inyectaron (aparte de la antitetánica), pero me mantuvieron despierto hasta la madrugada.

Los gastos del hospital fueron mínimos: 60 ringgits de la ambulancia y 120 ringgits por las radiografías (euro: 4’98 ringgits); por todo lo demás no me cobraron nada, ni siquiera por los fármacos (analgésicos, antiinflamatorios y antibióticos) que el buenazo de médico se empeñó en darme, a pesar de decirle que no me los iba a tomar. Por cierto: este médico me advirtió que el estado de mis pulmones era deplorable; le repliqué que ya lo sabia.

En cuanto a la ropa, la kurta y los pantalones que vestía estaban hechos jirones y tuve que tirarlos.

Cuando entré en la recepción del hotel Sri Kim Yen y el recepcionista nocturno me vio con la ropa ensangrentada y la cabeza completamente vendada, no quería dejarme pasar. Sólo logré convencerle tras insistir y mostrarle la llave de mi habitación.

Curiosamente, o no, un par de días antes, paseando por la jungla había tropezado y me había pegado una buena hostia en esa misma parte izquierda de mi cuerpo, hiriéndome también la mano, el brazo y la pierna. Título de la película: Aventuras y desventuras de un septuagenario en Malasia.

Desde entonces, claro, estoy un poco paranoico y cuando voy a cruzar una calle miro varias veces a uno y otro lado: siempre he opinado que difícilmente sucederá lo que no haya sucedido nunca, pero que lo que sí ha sucedido es fácil que vuelva a suceder. De noche, desde la ventana de mi habitación, vi un gato negro cruzar tranquilamente la calle, mientras los automovilistas evitaban atropellarlo.

Por supuesto, no tomé el tren cuando lo tenia planeado y aguardé una semana en Jerantut, hasta que anteayer me quitaron los puntos y me sentí mínimamente recuperado y capaz de cargar con mi equipaje. Mi estancia en el hotel Sri Kim Yen habría sido placentera de no ser porque se hallaba en una calle en la que el tráfico de vehículos nunca disminuía y a mí, después del silencio constante que había gozado en la Park Lodge de Kuala Tahan durante los últimos dos meses, me parecía aún más ruidoso.

Ayer, de negra madrugada, me dirigí a la pequeña, limpia y tranquila estación de los ferrocarriles de Jerantut. El tren de la jungla llegó con una puntualidad británica.

El vagón, que tenia aire acondicionado, aunque yo hubiese preferido ventiladores y ventanillas abiertas, era moderno y los asientos, cómodos; el vecino del mío estaba desocupado y durante todo el trayecto de ocho horas (24 ringgits) pude permanecer confortablemente sentado en la posición del loto. Fue una pena que, al ser todavía de noche, al principio no pudiese contemplar el paisaje.

Desde que amaneció permanecí pegado al cristal de la ventanilla admirando la neblina que cubría las copas de los árboles de la exuberante jungla que recorríamos. Circulábamos despacio y me planteé si lo harían así para evitar accidentes con los animales, de los que por cierto no vi ninguno a excepción de algunos monos macacos y langures que nos observaban desde las ramas.

El color canela de los ríos era lo único que alteraba de vez en cuando el constante verdor.

Al ser una linea de un solo carril no nos cruzábamos con otros trenes. Durante algunos ratos pasamos bajo imponentes montes de formaciones kársticas en los que la jungla, enfrentándose a las fuerza de la gravedad, había crecido en sus verticales y rocosos muros. Las aldeas que aparecían en contadas ocasiones se multiplicaron a partir del mediodía. Desde entonces la naturaleza se abrió, permitiendo que el sol apretase de valiente y dejara paso a campos de cultivo, arrozales, árboles frutales y cocoteros.

Los demás pasajeros descendieron en la penúltima estación y me quedé solo en el vagón. Al poco de reiniciar la marcha nos detuvimos inesperadamente en medio de la nada. Al preguntar al revisor si habíamos sufrido una avería, me dijo que el tren acababa de arrollar a un viejo que estaba echado en la vía. No se pudo saber si ya estaba muerto antes de ser arrollado. Tuvimos que esperar más de una hora a que la policía y los forenses retirasen el cadáver.

Cuando descendí del tren en Tumpat, la última estación de aquella linea que empezaba en Singapur, me sentí desanimado y alegre al mismo tiempo. Desanimado porque aquello parecía el fin del mundo; alegre porque era un lugar al que no iría nadie. Seguiremos informando.

PASO A PASO – Pushkar, India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Dejando abierta la ventana de la habitación de nuestro nuevo alojamiento en el pueblo de Ganahera, comprobábamos que por la pequeña carretera, donde quizás pasara un vehículo cada hora, el tráfico de transeúntes y animales era constante y su suave fluir no dejaba de manar por más de un segundo.

Aquel sitio nos permitiría gozar de una tranquilidad absoluta sin que, por otra parte, nos perdiéramos las fiestas, pues íbamos diariamente hasta la feria de ganado en busca de marcha y a comer en los buenos restaurantes de Pushkar.

Al amanecer, los campamentos del desierto recibían la luz dorada que tanto interesaba a los fotógrafos profesionales que, a docenas, y como aves de rapiña, se peleaban literalmente por los buenos espacios de observación.

Por la noche, perdiéndonos entre las masas de gente, nos metíamos en todos los tenderetes del parque de atracciones para ver a la mujer serpiente, a la vaca de ocho patas o al enano más pequeño del mundo; subíamos docenas de veces a la noria, visitábamos al santón que permanecía continuamente de pie, pasábamos ratos en los templos donde se interpretaba continuamente buena música, y, sobre todo, íbamos a los campamentos para fumar con los salvajes y amables camelleros mientras miles de ojos de los animales resplandecían en la oscuridad.

Los días de la feria de Pushkar transcurrieron rápida y suavemente, hasta que una mañana, de pronto, y tal como había empezado, aquella locura comenzó a desvanecerse. El desierto se vació de personal y animales, desaparecieron los ricos turistas que habían venido a la India a pasar solamente una semana, la villa turística levantada para ellos fue desmontada, los peregrinos subieron a los autobuses o partieron en carros tirados por camellos o bueyes para regresar a sus lugares de origen. La arena quedó cubierta de porquería y las docenas de chiringuitos a los lados de la carretera pasaron a ser historia.

Norman, Aarón y yo decidimos seguir juntos por el momento, visitando otros lugares del Rajastán. Cuando tuve que ir hasta Ajmer para someterme al obligado martirio de prolongar mi visado, ellos me acompañaron y aprovechamos para comprar los billetes de tren hacia nuestros próximo destino: Udaipur.

En las oficinas del superintendente de la policía recibimos el habitual trato despectivo de los funcionarios indostanos; el bueno de Norman, quien iba descalzo y llevaba despreocupadamente las sandalias en el bolsillo trasero de sus pantalones, fue obligado a calzarse, además de humillado con la sentencia: “¡Somos seres humanos!”. Curiosamente, aquel funcionario no se fijó en mis ennegrecidos pies descalzos, a pesar de ser el único que estaba allí por negocios y a quien sí hubiesen podido abuchear.

El día anterior a nuestra partida decidimos dar una vuelta por la comarca de Pushkar tomando el primer autobús que pasara frente al hotel. Ashoka, el director, nos advirtió: “Debéis tener cuidado con la gente de estos alrededores, porque son muy salvajes”.

A pesar de que a nosotros, como buenos viajeros, siempre nos gustaba ir a lugares a los que no fueran los turistas, pronto comprobamos que el consejo de Ashoka tenía realmente razón de ser.

En cuanto llegamos a un pueblo llamado Mertha y descendimos del autobús, nos encontramos rodeados por una ruidosa multitud que tiraba de nuestras ropas, nos observaba a pocos centímetros de nuestras narices y usaba diversas artimañas para ponernos nerviosos; algo que lograron especialmente con mis dos compañeros. Así que, diez minutos más tarde, subimos al primer autobús que hallamos dispuestos a huir para no volver.

La última cena en Pushkar la hicimos en el que se había convertido en nuestro restaurante favorito: el Sarovor. Además de servir buena comida, las mesas estaban esparcidas por un amplio y hermoso jardín. Mientras esperábamos la comida, me harté de la música que sonaba en un radiocasete y me acerqué a para echar una mirada al material disponible. ¡Oh, sorpresa!, descubrí una cinta del grupo español Toreros Muertos, y al poco ya estaba sonando por los altavoces: “¡Yo no me llamo Javier!”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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