La crónica cósmica. Beber cervezas “Leo” a las ocho de la mañana

TRAQUETEANDO. Una moto-taxi + un minibús + un tren + otra moto-taxi + un taxi + un autocar + un taxi + una barca = treinta horas de viaje desde Kanchanaburi a la Isla de Kapas. Un día antes de que terminase mi visado tailandés hice el equipaje sabiendo que me dirigiría a Kuala Terengganu, en la costa oriental de Malasia; sin embargo, todavía no tenía claro cuál sería el destino final porque me habían recomendado varios sitios entre los que podría escoger.

Quien al fin marcó indirecta e inconscientemente el definitivo rumbo a seguir fue un amigo inglés al hacerme un inesperado y comprometedor regalo, pero ya os hablaré de ese tema en el futuro. Igual que en otras ocasiones, realicé el largo trayecto en tren en un vagón que tenía ventiladores en vez de a/c. El asiento, amplio para poder sentarme con las piernas cruzadas, y solitario porque sólo había uno junto a cada ventanilla y el único posible vecino (que en ese caso no lo había) hubiese sido el de enfrente.

Más tarde, tras el eficaz servicio de un currante de los ferrocarriles, el asiento se transformaría en una perfecta litera (con sábanas, mantita y almohada) en la que dormiría de maravilla. Las ventanillas estaban abiertas permitiéndome gozar de la brisa y de unos paisajes en los que, por supuesto, primaba el color verde.

En realidad, me habría podido ahorrar toda esta descripción porque, en el supuesto de que os leáis estas crónicas, y en el todavía más remoto supuesto de que recordéis las paridas que escribo, sabréis que once meses antes hice este viaje en el mismo tren que terminaba su recorrido en la ciudad fronteriza de Su-Ngai Kolok.

Igual asimismo que el año anterior, mientras estuvimos cruzando esta última provincia sureña en la que la mayoría de la población es musulmana y los grupos independentistas hacen frecuentemente atentados, los soldados del ejército registraron varias veces el equipaje de los pasajeros buscando bombas.

La primera de esas inspecciones la hicieron de mañanita mientras yo había ido al baño, y al regresar creí alucinar al ver a un soldado que había abierto mi bolsa y manoseaba su contenido con una mano mientras sostenía en alto mi querido ordenador con la otra. El serio trato de aquellos militares se suavizó en cuanto descubrieron que el propietario de la bolsa era un viejo turista occidental; aunque, de todas maneras, el oficial que se hallaba al mando me pidió el pasaporte, lo hizo sonriendo y, como sería de esperar al ver que yo era de Barcelona, terminó elogiando a Messi.

Completando la similitud con lo ocurrido el año anterior, crucé la frontera con la satisfacción de haber visitado por segunda vez Tailandia sin poner los pies en Bangkok, y recibí tres meses gratuitos de visado malayo sin tener que descender de la moto-taxi que había tomado tras saltar del tren.

El guión sólo varió al final, pues, por distintas razones, decidí quedarme a pasar la noche en Terengganu. Me instalé en la “Uncle Guest House”, cercana a la estación de autobuses, y telefoneé al mejor taxista de la ciudad, el indostano punjabi Mister Singh; pero me informaron que el número al que yo llamaba no existía. Entonces salí a la calle pensando en ir a tomar una “Tiger Beer” en China Town (terminé en casa de una familia china que me invitó a cenar), y me di de bruces precisamente con el bueno de Singh.

Después de abrazarnos y contarnos un poco la vida, requerí sus servicios para la mañana siguiente con el fin de llevar a cabo tan importantes misiones como lo sería conseguir bidis en un colmado indio, un tique de autocar para un mes más tarde, concretamente el 2 de noviembre, y uno de avión con fecha 5 de diciembre (por el momento me callaré ambos destinos con el fin de mantener el suspense).

Como prueba de la familiaridad que mantengo con Mister Singh (taxista oficial de todos los occidentales que residen en Pulau Kapas), mientras íbamos de un lado a otro, él pasó a recoger a su nieta de dos años, y yo la tuve en brazos (¡Asiento del copiloto y sin llevar el cinturón!) hasta que la dejamos en manos de su abuela. La pequeña permaneció completamente silenciosa, paralizada e inmóvil hasta que vio a la mujer, y entonces pegó un aliviado brinco librándose de mi desagradable compañía. ¡Ja!

Me despedí del amigo Singh en el embarcadero de Marang (a 15 Km. de Terengganu), donde tomaría una barca hacia la isla de Kapas. Valga mencionar que esa embarcación ya me esperaba con el motor en marcha, porque el perfecto servicio del taxista indio había incluido una llamada telefónica a la pequeña compañía naviera que hace ese transporte pidiéndoles que retrasasen la partida hasta que llegase Nando Baba (lógicamente, unos y otros saben quién es el viejo occidental que unos años antes pasase allí los tres meses de los monzones prácticamente a solas).

KANCHANABURI. Ya empieza a ser difícil recordar cuántas veces habré estado en esa ciudad tailandesa que se halla junto al Río Kwai, en la que acabo de pasar un nuevo mes con la seguridad de que no será el último.

Durante las siempre espectaculares puestas del Sol, no me canso de contemplar la plácida corriente verdosa por la que nadan los gráciles y largos lagartos monitor (water-lizards) bajo una nube de libélulas cuya presencia certifica la limpieza del aire y el agua. Tal espectáculo se da mientras los pequeños dragones “guekos” corren por encima de la mesa (y a veces de tus manos o del libro que lees) para lamer ávidamente las gotitas de agua que se escurren de las botellas de cerveza. Esos encantadores reptiles (grandes exterminadores de mosquitos) practican literalmente el sexo salvaje, pues, sin que les importe si se encuentran en posición vertical en un muro o de panza arriba en el techo, se lanzan sobre las hembras como si tratasen de cazarlas, y esto parece confirmarse cuando, a continuación, creerías que las estuviesen devorando. ¡Qué bonito es el amor! ¡Ja!

En mis paseos matinales hice amistad con un poni (de pura raza, y no uno de esos pequeños caballos asiáticos). Estaba cachas, era de un color pardo grisáceo, conservaba sus atributos masculinos (¡Ja!) y lucía una crin y una cola largas y densas. Lo tenían atado bajo unos árboles con una cuerda de unos diez metros que él se las arreglaba diariamente de trabar alrededor de todos los troncos y matas de los alrededores como si fuese un juego muy divertido. Relinchaba al verme venir de lejos y esperaba a que empezase a liberar la cuerda para morderme juguetonamente la ropa.

Era tan papanatas como para que en una ocasión llegase a enrollar la cuerda en los cascos de sus patas delanteras. Lo encontré acostado sobre la hierba y me miró con cara plañidera hasta el momento en que tuve las manos ocupadas tratando de soltarle; entonces al muy cabroncete se le cayó la máscara de “Joe el Apenado” y, ahora con la mirada de un crío travieso, aprovechó para morderme. ¡Ja!

En Kanchanaburi, y a través de estos años, he hecho amistad con diferentes perros que se apresuran a darme la bienvenida el día en que llego. Entre ellos hay un macho blanco, callejero y sin amo, que se instala cada mañanita al lado de la carnicería ambulante montada en un triciclo que sólo aparece a primera hora y antes de que apriete el Sol. Y esta vez creí alucinar al ver que al buen perro le faltaba la pata izquierda de atrás, porque es un tipo de fatalidad que les ocurre frecuentemente a los perros que viven, pongamos por caso, en las estaciones ferroviarias indias, pero que no me supe explicar (ni hallé a nadie que lo hiciese) cómo habría podido suceder en un lugar tan tranquilo como ese barrio pegado al Río Kwai.

Un encanto peculiar de Kanchanaburi lo representan las muchas parejas mixtas de hombres occidentales y mujeres tailandesa que residen en ella, con algunas de las cuales ya nos conocemos de vista y nos deseamos los buenos días al cruzarnos de mañanita.

En esta ocasión mantuve una relación diaria con los cuatro personajes que os presenté en la última Taberna Galáctica, quienes empezaban a beber cervezas “Leo” a las ocho de la mañana y no paraban hasta que se acostaban por la noche. Añadiré a lo que ya os conté acerca de sus parejas, que uno de ellos llevaba casado una quincena de años con una tailandesa que le dominaba y amargaba sutilmente, algo que se advertía fácilmente porque él no parecía el mismo hombre cuando estaba a solas con nosotros (bromeando y riendo continuamente) o con ella (pues entonces permanecía serio y callado).

En cuanto al norteamericano que no había pasado por la vicaría y tenía una hija de diecisiete años con su novia tailandesa, amaba y mimaba a ésta con delicadeza, pero ese amor se quedaba en nada si se lo comparaba con el que sentía por su hija: ¡Pura locura!

Había otro tipo cincuentón que gozaba un poco de la ojeriza general porque era avaro y hacía pasar literalmente hambre a su joven esposa.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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