La crónica cósmica. Donde comen cuatro comen…

EL PARAÍSO MUSULMAN… DE LOS GATOS – Tamán Negara, Malasia. Los musulmanes adoran y miman a los gatos de una forma encantadora. En la mayoría de los países islámicos, como Marruecos, Egipto o Siria, es habitual verlos correr libremente de un lado a otro como Pedro por su casa. También es así en Turquía, y un buen ejemplo de ello es el simpático reportaje Los gatos de Estambul.

Pero en mi opinión es aquí en Malasia donde se da el caso más exagerado, al menos en las poblaciones pequeñas y en las casas de campo, donde pueden verse docenas de ellos evidentemente sanos y bien alimentados. Por el contrario, es realmente extraño ver un perro u oír un ladrido. Recuerdo una escena entrañable que se repetía todas las mañanitas en la playa de una aldea de pescadores de la isla de Pinang, llamada Tanjong Bungah, donde una treintena de gatos se calentaban con los primeros rayos del sol tendidos sobre la arena.

En mi actual residencia, la Park Lodge de Kuala Tahan, había cuatro gatos hasta que recientemente llegó una gata acompañada de dos gatitos rubios de pocas semanas, que había decidido cambiar de domicilio cuando la casa en que vivía quedó deshabitada. Mis anfitriones, Jab y Anna, les dieron la bienvenida diciendo, “donde comen cuatro comen…”, y bautizaron a los pequeños con los graciosos nombres de Maggi y Milo.

En realidad, ese par de buenazos siempre están dispuestos a alimentar a todos los gatos que pasan por aquí, incluidos los salvajes que se limitan a salir de la jungla para comer un bocado.

Pero anteayer, cuando apareció una gatita desconocida trayendo en la boca a dos preciosos cachorritos que justo acabarían de abrir los ojos, dijeron basta, “hasta aquí podíamos llegar”. Preguntando entre las cuatro viviendas de los alrededores, que están aisladas como la nuestra y la más cercana quedará a doscientos metros, descubrieron de dónde habían venido los recién llegados y los llevaron de vuelta a la casa.

Intento fallido, pues a la mañana siguiente regresó la gata acarreando de nuevo a sus hijitos, y aquí siguen.

En lo único que los hermosos y abigarrados gatos malayos no acaban de rozar la perfección es en sus ridículas colas, deformes y a veces incluso atrofiadas. Un buen ejemplo de ello es Songkran, el gato que los amigos valencianos adoptaron en una isla del archipiélago de Langkawi y ha viajado por medio mundo con ellos, que tiene el final de la cola retorcido como la empuñadura de un paraguas.

A mí me encantan los animales en general, pero siento una especial simpatía por los gatos a pesar de que acaban innecesariamente con todo bicho viviente.

Ya mencioné con anterioridad que, junto con los humanos y los delfines, los gatos son los únicos animales aficionados a matar; algo que, al contrario que las panteras como el tigre, el león o el leopardo, harán aunque tengan el estómago lleno: en Sauraha, Nepal, un turista se dio de bruces con un tigre, pero el lindo gatito, tras echarle una mirada, siguió tranquilamente su camino.

Creo recordar que, cuando hace varios años escribí también acerca de los gatos en una de estas crónicas, me replicó un lector “antigatos” culpándolos de la extinción de diferentes animales. Pero yo, a pesar de aceptar que pueda ser así, soy un cronista y me limito a contar lo que veo sin juzgar ni, por supuesto condenar, vicios de los que afortunadamente me libré hace tiempo.

Esa opinión negativa acerca de los gatos tiene más sentido en el caso de los brahmanes de la India y el Nepal, pues son vegetarianos y se horrorizan ante cualquier tipo de derramamiento de sangre.

Las que no se asuntan de los gatos aquí en la Park Lodge, e incluso se mofan de ellos desde las ramas de los árboles, por donde galopan a toda hostia y pegan largos saltos dignos de trapecistas circenses, son las ardillas. Hay un gran número de ellas, y yo tengo continuamente constancia de su presencia porque les gusta mucho la fruta silvestre del árbol que da sombra a mi cabaña de madera.

Aparte de oírlas correr sobre el tejado de zinc, éste resuena, ¡bong!, cada vez que dejan caer alguno de esos frutos. Ya sabemos que la primavera la sangre altera, y ahora las simpáticas ardillas han multiplicado sus correrías debido a ciertos pecaminosos fines que no hará falta mencionar.

Cerraré esta sección dedicada a la fauna mencionando un par de incidentes en los que unos occidentales demostraron de nuevo que el turista es el animal más cobarde y papanatas del mundo.

Al atardecer suelo ir hasta la cercana Kuala Tahan a beber un par de cervezas medianas Tiger (el único vicio que me permito actualmente). Mientras contemplo las junglas de Taman Negara que empiezan en la orilla contraria el río Tembeling que corre por debajo de mí, dejo volar la imaginación pensando en lo que escribiré el día siguiente.

También me distraigo, pongamos por caso, contemplando una batalla campal entre hormigas rivales o viendo a los lagartitos geckos atracándose con unas termitas voladoras, que nacen sin sistema digestivo porque su longevidad no va más allá de las veinticuatro horas.

Un día apareció entre mis pies una serpiente preciosa que no mediría más de dos palmos y tenía el grosor de un dedo meñique; era de color negro brillante y tenía los bordes rojos. Para evitar que atemorizase a quienes se hallaban a mi alrededor, la admiré silenciosamente hasta que se refugió entre las matas de un parterre.

Al rato fui a cenar a un chiringuito abierto a los cuatro vientos que quedaba a corta distancia. En el momento de llegar se armó la de dios cuando una especie de cigarra de buen tamaño aterrizó en una mesa ocupada por seis turistas de ambos sexos, que saltaron y chillaron histéricamente. Yo, sin necesidad de pensarlo, crucé entre ellos, agarré el insecto sin dañarlo y lo arrojé al jardín que había al lado; después continué mi camino sin prestar atención al cómico silencio que dejé a mis espaldas.

Luego, cuando tomé asiento en un rincón del restaurante desde el que veía el sitio en que había bebido mis cervezas, de nuevo escuché un barullo y, al levantar la mirada hacia allí, vi a varios turistas sobre una mesa que chillaban histéricamente. Adiviné que la pobre serpiente de brillante negro habría reaparecido en escena y tendría muchas posibilidades de terminar mal el día. Por enésima vez pensé que la cobardía era la principal responsable de la violencia.

PASO A PASO – Manikarán, Himachal Pradesh, norte de la India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. La pequeña habitación doble en que me hospedaba tenía el techo, las paredes y el suelo de madera. El sol de la mañana entraba por una ventana que daba al balcón, junto a la puerta. Desde aquel lugar podía gozar del bullicioso bazar, por el que incluso transitaban elefantes domésticos.

Tal como sucede habitualmente en la India, en todo el edificio no había un solo baño o retrete. “El servicio de letrinas está en la plaza, y para bañarte has de ir a las piscinas de los templos”, me había orientado “matají” sin advertirme que, usualmente, la comida cocinada con las aguas termales del pueblo provocaba viajes frecuentes hasta tales letrinas, y que el hecho de cruzar por el estrecho balcón de vigas muy bajas, descender por los escalones diseñados para pies del número veinte y recorrer los cien metros hasta la plaza se convertía en una carrera de obstáculos. Aunque, eso sí, por una vez en aquel país los servicios públicos se hallaban siempre impecables gracias al agua hirviendo que corría constantemente por ellos.

Organicé pronto una rutina diaria que incluía un placentero baño de madrugada y otro al atardecer, baños de los que invariablemente salía muy hambriento. Aunque escogía la piscina dependiendo de lo exageradamente caliente que estuviese el agua de una u otra, algo que variaba de continuo logrando que a veces fuese imposible meterse en ellas, mi predilecta era la de la gurdwara, el santuario sij que tenía aspecto de fuerte militar.

Una tarde, al salir de mi ablución, un sij joven y fuerte me agarró del brazo y me obligó a ascender por unas escaleras que llevaban a un amplio comedor del primer piso, donde servían gratuitamente una buena cena punjabi.

Cuando más tarde abandoné el lugar con el estómago a rebosar, había comprendido la razón por la que en Manikarán sólo había pocas y malas dhabas (restaurantes locales): la deliciosa comida que los diversos templos servían gratuitamente a los peregrinos.

No obstante, al dar por sentado que los peregrinos solamente pasarían unos pocos días en el lugar, y sin que sirviese de excusa que éstos echaran unas rupias en la caja de donaciones, sobre todo los sijs acabarían prohibiendo la entrada a quien llevara demasiado tiempo apareciendo por su casa; un inconveniente que solucioné comiendo tres días en cada templo.

Con el paso de los días comprobé, agradablemente sorprendido, que la gente del Valle del Parvati era extremadamente guapa, y que, ya fuesen jóvenes o viejos, hombres o mujeres, sus rostros eran armoniosos y delicados. Por supuesto tal peculiaridad alcanzaba extremos increíbles cuando se trataba de las muchachas, entre las que veía constantemente caras que eran una pura obra de arte. Estos rasgos se acompañaban del pelo negro, el cuerpo esbelto y de un sutil toque asiático sobre sus rostros.

En una tienda del bazar conseguí un libro de Boris Vian, de segunda mano, en el que constaban unos pocos datos biográficos de aquel novelista y músico francés que, cuando le diagnosticaron una enfermedad mortal y el médico le aconsejó tal o cual tratamiento, se fue a vivir a una isla paradisíaca hasta que, cinco años más tarde, murió sin haber tomado fármaco alguno.

Decidí que, de hallarme en tal situación, me gustaría tener el valor de escoger el mismo camino. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1407 938 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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