La crónica cósmica. Estaba como una cabra

EL NOTAS – Después de haber escrito cientos de crónicas habrá sido inevitable que me repitiese en algunas cosas, incluida ésta en la que digo que me podría haber repetido, algo que también habré hecho al usar el alias de El Notas, aunque sólo me parezca un poco al personaje de la película El Gran Lebowski, que interpretaba magistralmente Jeff Bridges, porque, ya que como habréis comprobado quienes convivisteis o viajasteis conmigo, continuamente estoy tomando notas de cuanto veo o pienso que pueda servirme posteriormente para estas crónicas.

Debido a la gran cantidad de notas que acumulo muchas quedan en el tintero o acaban en la papelera. Así ha ocurrido desde el pasado mes de septiembre en que empecé este último viaje, pero hoy, como si hubiese llegado el momento de parir tras nueve meses de preñez, he decidido dedicarles parte de esta crónica a algunos de esos hechos e ideas que en una películas serian actores secundarios o tan solo figurantes. Para ello haremos un recorrido por dos de los lugares en que he residido desde entonces.

KUMAON – Empecemos regresando a las Colinas Kumaon, que se hallan al norte de la India, en la cordillera Shivlink, mucho más antigua que su cercana vecina el Himalaya. Como suelo hacer, mostraré mi faceta más egoísta al no mencionar el nombre de mi sitio predilecto en aquellas montañas porque, tras visitarlo durante los últimos treinta años, me gusta que siga siendo desconocido para el turismo en general y únicamente lleguen allí viajeros solitarios que se lo hayan currado como hice yo.

Lógicamente, después de mis repetidas visitas, creo que incluso me conocen los monos.

Cumpliendo con un ritual muy típico de la India, cuando iba a tomar mi chai del desayuno pateándome un par de kilómetros por el bosque, invitaba a alguien que pasase frente a mí en aquel momento.

De hallarme en una ciudad habría escogido a un pobre, pero allí, en esta última ocasión, el invitado fue durante tres meses un viejo que se dirigía a su puesto de trabajo cuidando de los jardines de un hotel. Me lo agradeció aportando todos los días un poco de costo local, que nos fumábamos mezclándolo con el tabaco de un bidi.

Después de tomar el chai, como hacen muchas veces los indostanos, y también algunos africanos, mi invitado se largaba sin despedirse. Valga mencionar que el sabor de cada chai era distinto del anterior y que la leche provenía de la vaca familiar de aquel comercio.

Mis relaciones sociales en ese lugar lleno de bosques y lagos estaban formadas por personajes bastante insólitos a los que, como hago siempre para mantener su anonimato cuando os cuento algunas intimidades, los nombro con un alias en vez de usar su nombre.

El señor Lobo creció en la jungla entre tigres, leopardos y todo tipo de animales salvajes porque su padre era un oficial de Servicio Forestal. Su futuro quedó marcado indirectamente cuando estudiaba en la Universidad de Nueva Delhi y se matriculó en un curso de japonés por el simple hecho de que prácticamente sería el único alumno.

No imaginaba en manera alguna que acabaría siendo un guía turístico para japoneses muy ricos y que más tarde terminaría haciéndolo con ricachones de todas las nacionalidades que viajan alrededor del mundo, a veces en unos aviones privados en los que el señor Lobo dispone de su propia cabina.

El mejor amigo del señor Lobo es el señor Jabalí, hombre que, aparte de dirigir un importante ashram cristiano (pues esta es su religión), es un reputado poeta que ha publicado varios volúmenes en Urdu, la lengua de los musulmanes indios. Para no alargarme más con el tema de mis amigos de aquel lugar me limitaré a añadir que entre ellos también hay un capitán de submarino, un escritor, un músico, un productor cinematográfico, un pintor, un reportero y un oceanógrafo de fama mundial.

KANCHANABURI – A pesar de que trato de evitar los emplazamientos especialmente turísticos, la población tailandesa de Kanchanaburi me sedujo desde la primera vez que la descubrí, hace ya varias décadas, y han sido contadas las ocasiones en que no la visite cuando me dejo caer por Tailandia.

Siempre me alojo junto al hermoso río Kwai, donde reina la paz, aunque a corta distancia se hallen docenas bares y mucha marcha nocturna.

Durante este tiempo he visto al niño gordinflón del sitio en que me hospedo convertirse en un esbelto adolescente, pero hay cosas que no han cambiado:

  • como la vecina faltada de hijos que sigue engañando a su instinto materno con una muñeca de gran tamaño parecida a una niña
  • como los precios de la comida, ya sea la de la familia que sirve sopa tailandesa en un puesto de la calle o la que vende sushi en el mercado nocturno, que siguen invariables
  • como los dos churreros que sirven los churros del desayuno a primera hora de la mañana cuando la Calle del Pecado continúa todavía dormida
  • como los grandes lagartos gecko que por la noche, encaramados en los troncos de los arboles repiten: “Gueeeckooo, gueeeckooo”
  • como la música melódica que interpretan en vivo en diferentes locales, que es aburrida pero no molesta
  • como las putitas más parecidas a enfermeras que cuidan de unos clientes occidentales octogenarios: al verlas me planteo si será peor follar con alguien que no te guste o soportar su compañía las veinticuatro horas.

PASO A PASO – Pushkar, India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Con la llegada del gran día en que empezaba oficialmente la feria de ganado, la calle que cruza Pushkar de cabo a rabo, o sea desde la estación de autobuses de Ajmer hasta el templo de Brahma, se hallaba encerrada entre dos hileras ininterrumpidas de mendigos, lisiados, leprosos y demás especies de pedigüeños.

Aparte de éstos, un cordón policial obligaba a los transeúntes a circular en una sola dirección, la descendente. Con ello, quien quisiera ir en el sentido ascendente debía dar un rodeo, ya fuese por los barrios periféricos o por la otra orilla del lago, si no quería meterse entre las multitudes que abarrotaban los ghats.

Empeorando las cosas, la administración del Hotel Pushkar Palace nos comunicó aquella misma mañana que los precios del hospedaje serían mucho más altos de lo inicialmente anunciado y que nuestro dormitorio sería trasladado a una gran tienda de campaña que estaban instalando en la terraza superior del edificio, donde era evidente que haría un calor de miedo.

Por suerte, cuando el inglés Norman, el irlandés Aarón y yo nos planteábamos salir corriendo de un Pushkar que, así de pronto, había dejado de parecernos atractivo, un muchacho que trabajaba en la recepción del hotel nos explicó: “A un par de kilómetros de aquí, por la carretera que parte hacia el sur, está el pueblo de Ganahera, donde mi cuñado acaba de abrir un pequeño hotel llamado “Youvraj”, cuyos precios son muy asequibles”.

A pesar de no creer que pudiésemos encontrar una ganga, partimos hacia allí dispuestos a comprobar las afirmaciones del muchacho.

Después de cruzar el bazar, salimos por el otro extremo de Pushkar, pasamos junto al estadio de exhibiciones y, descendiendo ya por el asfalto, dejamos a nuestra derecha la parte del desierto donde se habían instalado los miles y miles de camellos, caballos y vacas. Al poco nos encontramos ya entre los primeros edificios del pequeño y desolado pueblo de Ganahera, rodeado por el desierto.

A la izquierda de la carretera había una casa aislada de una sola planta, sin letrero alguno que la señalara como hostal. En el porche, y tras una mesita, se hallaba sentado un indostano de unos cuarenta años que se mostró encantado de recibir a sus primeros clientes.

Su nombre era Ashoka, estaba casado con una japonesa y, según aseguraba, era mundialmente famoso porque podía escribir una carta entera en un grano de arroz. Una afirmación que nos llevó a opinar que estaba como una cabra.

En realidad el supuesto hotel no tenía más que dos habitaciones: una de tres camas, con unos buenos ventanales que daban a la carretera, y un dormitorio en el que había una docena de camas. El edificio era nuevo, estaba limpio, el lugar parecía tranquilo y el precio, después de regatearlo un poco, resultó asequible.

Hicimos el camino de regreso hasta el Hotel Pushkar Palace, cargamos con nuestros bártulos y, saliendo a la calle, contratamos los servicios de un culi que tiraba de un carrito de cuatro ruedas. “¿Cuánto nos cobras por llevar nuestros equipajes hasta Ganahera?”.

Aunque lo preguntamos con pocas esperanzas de conseguir un precio razonable en tales fechas, estábamos dispuestos a pagar lo que fuera para evitar sudar bajo el sofocante sol del mediodía. El hombre nos observó por unos momentos sabiendo que con aquellos turistas podía hacerse el día. Yo pensé: “con las caras de inocentes que tienen Norman y Aarón, éste nos va clavar…”.

A pesar de ser caro, el precio que propuso no era ninguna una barbaridad. De todas maneras, yo todavía me quejé: “Por veinte rupias hasta nos podrías cargar a nosotros”. La respuesta del culi me sorprendió: “¿Por qué no?, total es cuesta abajo”.

Habíamos fumado nuestros obligados chíloms y, cuando cruzamos el bazar sentados sobre el carrito, lo hicimos riéndonos encantados del espectáculo que estábamos montando, pues cada uno de los muchos peregrinos que lo abarrotaban se volvía atónito para observar a los tres locos occidentales.

La fiesta terminó al llegar a la carretera y encontrarnos con un grupo de oficiales de la policía que, pensando quizás que nos estábamos mofando de su país, nos obligaron a descender y a continuar el trayecto a pie, seguidos por el culi con los equipajes.

Aunque cumplimos con las órdenes de los uniformados, no dejamos de reír. Continuara.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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