¡QUÉ LLUEVA, QUÉ LLUEVA…! – Sauraha, Chitwán, Nepal. En Chitwán me he reencontrado con la faceta más auténtica de los monzones.
Conociéndome sobradamente el tema, pues en años anteriores había estado aquí en la misma época, al llegar me apresuré a adquirir un paraguas (que para aguas) junto con las compras que hago habitualmente: un cubo para la colada, una escoba para mantener limpia mi cabaña y un kilo de miel de la jungla.
Pude estrenar el paraguas enseguida, pues raro es el día en que no estallen algunas aparatosas tormentas. Son unos aguaceros que me recuerdan a los de Hanoi porque en unos pocos minutos convierten parte de la calle en lagunas y me obligan a andar con el agua hasta los tobillos.
Este es el paraíso de los gansos, que se mueven libremente de un lado a otro en fila india, entorpeciendo el tráfico de vehículos con su lento y patoso andar. Debido a su tamaño, pues son grandes y pesados, cuando uno de ellos decide volar y se me viene encima de frente, me aparto precavidamente antes de que acabe chocando conmigo.
Las tormentas más espectaculares son las nocturnas por los rayos que desprenden a mansalva e iluminan el grueso manto de nubes como los flashes de un concierto, pero con la constante cacofonía de los truenos, que dan la impresión de estarse llevando a cabo una batalla campal con docenas de cañones disparando sin parar.
Como ya sabréis, los monzones, aparte de llenar los depósitos de agua del país, dejan a su paso muchas calamidades. Es así, sobre todo cuando, en vez de darse un descanso entre una y otra tormenta, no deja de diluviar durante varios días.
Sin embargo, lo peor que puede suceder es que, tras haber iniciado su esperada sucesión de lluvias, los monzones se retiren cuando los campesinos ya hayan plantado el arroz y se vaya al carajo la cosecha veraniega que habría de alimentarles durante el otoño y el invierno.
A las musas parecen gustarles los monzones, pues es la época en que más horas dedico a escribir, y también a leer. No es porque permanezca más tiempo resguardado en mi cabaña por la lluvia, pues cuando ésta se da un respiro aprovechó para salir a pasear y también para recargar las baterías de mi instrumental electrónico: ordenador, libro y linterna.
O al menos así lo hago si no hay uno de los frecuentes cortes del servicio eléctrico. Estos inconvenientes también influyen en mi rutina, pero no en mi humor, porque estoy más que acostumbrado a ellos y ni me inmuto.
Aunque algunas veces acabo harto de tanta lluvia, cuando el cielo se abre y aparece el sol, no tardo en echarla en falta, porque la temperatura asciende en un santiamén hasta superar los treinta y cinco grados, y empiezo a sudar con tan solo ir a tomar un chai al chiringuito que hay cerca de mi cabaña.
La parte positiva es que los tórridos rayos solares secan la colada en el corto lapso de tiempo que permanecen en escena, hasta que las nubes contraatacan.
YO OBSERVO. Muchos indios mantienen puestas las envolturas de plástico en los productos que compran, como en los sillones, los colchones o en los asientos de sus coches. También conservan los adhesivos de las líneas aéreas en las maletas. ¡Yo viajo!
Valoré de nuevo que la aerolínea india Vistara sirviese la comida acompañada de cubiertos de bambú. A pesar de ser sólo un gesto simbólico en este mundo plastificado en que vivimos, le concedo el mérito que siempre tiene predicar con el ejemplo.
El bimotor de hélices con el que vine desde Katmandú a Chitwán voló a poca altura, permitiéndome apreciar mejor la frontera natural en que las llanuras del subcontinente indio se introducen como una cuña bajo la falda del Himalaya.
PASO A PASO – Camocim, Brasil, verano de 1988. Continúa de la crónica anterior. El bochorno tropical, y también el tipo de vida pausada que éste comportaba, habían ralentizado mis ánimos, suavizado mi carácter y aumentando mi buen humor. A Rasta, por el contrario, le molestaba sudar constantemente, ya que empezábamos a chorrear en cuanto salíamos de la ducha.
La relación entre ambos continuaba siendo de amor y odio, sin un punto intermedio. Sorprendíamos a los brasileños pasando, en un instante, de soltar carcajadas a mandarnos al pedo sin el menor recato.
Sentados en una barbería mientras nos afeitaban, servicio que en el caso de Rasta incluía su reluciente cabeza, le aconsejé que debería dejarse crecer el pelo para no arriesgarse a sufrir una insolación. Él me sorprendió replicándome: “A mi novia le gusto así”.
¡¿Novia?! ¡¿Qué novia?! Llevábamos pocos días en Camocim y yo no había imaginado que las ausencias de mi amigo incluyesen una nueva relación emocional. Rasta continuó pagando su parte de la habitación, pero sólo de vez en cuando aparecía por ella para tomar una ducha.
Durante los días siguientes fueron contadas las ocasiones en que se dejarse ver, por lo que llegué a creer que se habría enamorado.
En las habitaciones de la Pousada Beira Mar había unos ganchos en las paredes para colgar las hamacas; cuando hablé de ello con el encargado de la pensión, me comentó: “Debido al bochorno, se duerme mucho mejor en una hamaca que en la cama. Además te ahorras las visitas de las cucarachas y los escorpiones. Si te interesa comprar una, aquí en Camocim hay una factoría donde, aparte de calidad, conseguirás buenos precios”.
Aquella tarde me crucé Rasta por la calle. Cuando le mencioné las ventajas de dormir en una hamaca, me dijo que estaba plenamente familiarizado con este invento porque todos los días follaba en uno de ellos. Al imaginar a dos adultos gozando del sexo en una hamaca, supuse que las que se fabricaban en Camocim tendrían que ser resistentes. Rasta también sabía que era mejor comprar hamacas de matrimonio porque, a solas, y colocándose uno en diagonal, te permitía adoptar una posición totalmente horizontal.
En ese diverso y disperso mundo se dan continuamente diferentes realidades. Podríamos comparar tal hecho con lo que sucedía en el mercado del dinero brasileño, donde el cruzado, sucesor de un cruzeiro demasiado devaluado, bajaba continuamente de precio frente al pujante dólar norteamericano. De manera que si la primera vez habíamos cambiado el dólar en el mercado negro a doscientos noventa cruzados, después ya lo hicimos a trescientos diez y trescientos quince; llegando en los últimos días, según anunciaba el Diario de Pernambuco, a trescientos setenta cruzados por dólar.
O sea un precio, y así una realidad, poco parecidos a los que ofrecía el mercado oficial.
De la misma manera, durante aquellas semanas Rasta y yo, a pesar de movernos por los mismos sitios, vivíamos realidades bastante distintas. Por ejemplo, mientras él aprendía diariamente nuevas palabras del portugués, y solamente sería cuestión de tiempo para que dominase tal lengua a la perfección, yo seguía hablando a los brasileños en catalán desde que advirtiera que era mucho más fácil hacerme entender en mi lengua materna que en castellano.
Otra gran diferencia entre Rasta y yo estaba en los temas y valores que nos atraían e interesaban. Si yo dedicaba mis días a observar y reflexionar, para lo cual prefería la soledad, a mi social compañero le era casi imposible tomar una cerveza en una terraza sin entablar conversación con quien estuviese a su lado o, de no haber otros clientes, con el camarero.
También lo hacíamos cuando paseábamos guiados por distintas llamadas; si los ojos de un romántico como Rasta seguían con detalle a las chicas que pudiese seducir, los míos fotografiaban metódicamente la geografía, la arquitectura, las costumbres y los colores de aquel país del que poco olvidaría. Sí. De formas muy distintas, ambos estábamos aprendiendo cosas distintas. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – ¡Qué ridículo me parece el posado supuestamente sexy con el que se fotografían algunas actrices! ¡Qué ridícula es la tela de la falda o los pantalones a la que se han tragado las nalgas! ¡Que ridículas y patéticas son las niñas maquilladas como mujeres! ¡Qué ridículos y cómicos resultan los hombres de edad avanzada que llevan el pelo teñido de negro!
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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