La crónica cósmica. La fórmula perfecta de la longevidad

TRENES. Me fui de Kanchanaburi huyendo de una vecina finlandesa que era capaz de hablar hasta las cuatro de la madrugada. Aquella última y sufrida noche tuve la peor pesadilla de un viajero, una en la que el tren estaba arrancando, y yo, que no tenía el equipaje a punto, corría desesperadamente por el andén con la bolsa abierta y perdiendo la mitad de su contenido.

Al llegar a Bangkok fui hasta la estación central de los ferrocarriles en un taxi en vez de hacerlo con un “tuk-tuk”: aire acondicionado, protección contra el diluvio que inundó las calles en un santiamén, y un taxímetro gracias al que pagué un precio legal. Tras sentarme en el inmenso vestíbulo que sirve de sala de espera y dispone de confortables butacas para todo un batallón, de pronto se desataron mis paranoias al ver que a mi lado había una mochila solitaria; “¡¿Boom?!”, me pregunté emparanoiado antes de dirigirme apresuradamente hacia los andenes. Allí atrajo mi atención un tren que era distinto a los demás e incluso tenía una veranda abierta en la parte posterior.

Se trataba del “Easter Oriental Express” para turistas ricos que hace el recorrido entre Singapur, Bangkok y el Río Kwai. Tal como podréis suponer, no me corté un pelo y metí las narices en su interior, donde comprobé que estaba hecho completamente de madera de teka, y que las cabinas dobles disponían de un confortable sofá forrado de satén y las obligadas literas además de un buen cuarto baño.

El diluvio que continuaba cayendo afuera estaba provocando que las alcantarillas y los desagües no diesen más de sí y empezasen a inundarse incluso los andenes, así que opté por instalarme con setenta minutos de adelanto en el tren que me llevaría hacia el sur durante las veintidós horas siguientes. Confort tailandés: Asiento individual suficiente amplio para sentarme con las piernas cruzadas, y una litera en la que dormir de maravilla. Meticulosidad tailandesa: El revisor me entregó veinte bahts porque el vagón no era el último modelo que supuestamente deberíamos haber tenido.

Tardamos una hora larga en abandonar la metrópoli pasando entre las construcciones de nuevas autopistas y líneas ferroviarias, que cruzaban a treinta metros de altura por encima de zonas residenciales ajardinadas o frente a bloques de pisos a los que condenaban al suplicio del ruido y la polución ambiental: ¡Góndor! Así que suspiré aliviado cuando el mundo de hormigón dejó paso al verde tropical del bambú, los arrozales y los árboles de caucho. La memoria me llevó a comparar Laos y Tailandia con la salvaje Alsacia y la organizada Selva Negra. Mientras contemplaba la espectacular puesta del Sol tras las montañas que daban a Birmania recordé la última que vi en el Río Kwai, con cientos de murciélagos rasando su cauce, una docena de patos pateando sobre las islitas que emergen al descender el nivel del agua, un esbelto lagarto de metro y medio que nadaba tranquilamente, y el concierto de colores cambiantes que duró más de sesenta minutos; a mis espaldas tenía sentada a una pareja española que se pasó el rato con las narices pegadas a sus teléfonos sin enterarse de aquellas maravillas naturales. También recordé las goteras de mi cabaña que me obligaban a mover la cama de un lado a otro, y al karaoke móvil y flotante con el que lograban molestar a todo el mundo.

LA TABERNA GALÁCTICA. Él no podía pasar desapercibido entre los asiáticos porque era alto y rubio, pero se movía con la naturalidad de alguien que llevara mucho tiempo por estas tierras. Le calculé unos cuarenta años largos, y me contó que, tras viajar bastante tiempo por la India y el Nepal, había vivido en Tailandia durante una década antes de instalarse en Laos, donde tenía una pensión en la que me invitó a tomar unas copas. Cuando fui al baño me reí al ver un letrero en el que constaba: “Pon en el wc sólo lo que hayas comido”. Copió encantado las películas de mi disco duro, y me lo agradeció regalándome un aguacate que pesaba más de un kilo. Al comentarle que las lluvias de este año no habían dado para mucho, me explicó: “Debido al calentamiento de la Antártida, los monzones se irán retrasando hasta desaparecer”.

Conocí al siguiente personaje en un “7-Eleven”. Era un coreano de unos cincuenta años que empezó diciéndome: “Compadezco a los chavales que curran en este horroroso lugar, con el aire acondicionado glacial y escuchando continuamente el “ding-dong” de la puerta”. Me sorprendió que anduviese descalzo y también que de buenas a primeras me regalase una bebida de ginseng. Un par de días después se detuvo a mi lado por la calle conduciendo un lujoso automóvil; al enterarse que yo me disponía a partir, me preguntó el nombre de mi pensión, y se largó a toda hostia. Diez minutos después apareció en mi habitación trayendo un paquete de ginseng importado de Corea (entero y seco), y cuando intenté convencerle de que no cabría en mi pequeña bolsa me demostró que no era así; al no disponer de una cocina, hasta ahora no he tenido la oportunidad de hervirlo durante cuarenta y cinco minutos para beber luego su saludable zumo. Este generoso coreano me confesó que se había convertido en célibe tras fracasar al tratar de dar a sus parejas lo que deseaban, y me contó: “La vida de pareja me aportó felicidad, pero solamente hallé la tranquilidad a solas”. También me explicó que, aparte por supuesto del ginseng, la otra mejor planta para la salud era el chili, porque provocaba la producción de endorfinas, evitaba el cáncer de próstata, y alargaba la vida.

Terminaré esta visita a La Taberna Galáctica con un irlandés de cincuenta y cinco años que había residido los últimos veintidós en el Sudeste Asiático. Era un “guaperas” que tiraba piropos a las chicas con éxito, pues ellas le hacían caso. Le pregunté qué era lo que más le gustaba de las mujeres, y respondió riendo: “La minifalda”. Su opinión acerca de los hombres que se teñían el pelo era definitiva: “Son simplemente patéticos, pues es como ponerse una máscara o decir una mentira”. Le gustó mi amarillenta y vieja dentadura postiza diciendo que parecía natural: “Los viejos con destellantes dientes blancos también me parecen unos payasos”. A sus pies se hallaba un perro adulto al que, tras comprobar que siempre iba pegado a él, le había cambiado el nombre por el de Sombra; el chucho me dejó admirado porque, mientras nosotros tomábamos unas cervezas, fue a dar una vuelta por aquella ciudad que le era desconocida, y vi como cruzaba entre el tráfico controlando los vehículos de la misma manera que lo haría una persona.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Quien quiera inventar la fórmula perfecta de la longevidad deberá incluir en ella el deseo de vivir; y no me refiero al miedo a morir, sino a tener ganas de continuar con el agotador maratón de la vida.
  • Me pregunto qué piensan los cristianos (si es que piensan) cuando leen en “La Biblia” cosas como, “Subió al Cielo en un carro de fuego”, “Un arcángel con una espada de fuego”, o “La ciudad que fue destruida por el fuego que cayó del Cielo”.
  • La satisfacción de encontrar un sitio nuevo que sea de mi gusto es parecida a la de descubrir a un escritor o un músico bueno.
  • En una estación de autobuses me fijé en una chica japonesa que, después de parecerme increíblemente bonita mientras hablaba conmigo sonriendo y gesticulando, sentada solas en un banco no tenía el menor atractivo: Sin público somos como los actores fuera del escenario.
  • La simpatía que siento por la cultura de la sonrisa está en armonía con el desagrado que me provoca generalmente la risa sin sentido: ¡Ja!
  • De la misma manera que en una película sonarán unos acordes de guitarra para informar a los espectadores que se hallan en España, unos de acordeón para el caso de Francia, o los de sitar para la India, en el caso de Norteamérica (y aparte del banjo para las sureñas), yo pondría el sonido de un encendedor “Zippo” o el de una motocicleta “Harley Davidson”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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