La crónica cósmica. ¡Pasajeros al tren!

DE NUEVO EN RUTA – Hasta ahora no me he hartado de recorrer por enésima vez el trayecto de siete horas (¡160 km!) desde Sauraha a Katmandú gracias a los paisajes del río Trishuli cuya preciosidad me mantiene interesado como una buena película. Además, en esta última ocasión viajé en un autocar casi tan confortable como los de Malasia, que son indudablemente los mejores en que haya puesto mis posaderas.

Valga aclarar que en esta parte del mundo nadie calcula un itinerario en kilómetros, sino en horas, las que tardará en completarlo.
Tal como había planeado, en Katmandú no me hospedé en el gueto turístico de Thamel sino en Freak Street, junto a la Plaza Durbar del barrio histórico, donde, aparte de que me siento más a gusto, los precios son más asequibles.

La habitación del hotel Himalayan Oasis de Thamel me costaba dos mil doscientas rupias, mientras que en la Green House Lodge de Freak Street pagué mil por mi habitación predilecta, que es cantonera y por cuyos grandes ventanales se cuelan los cálidos rayos del sol; beneficio imprescindible en invierno cuando, durante el día, en las viviendas de Katmandú hace tanto o más frío que en la calle.

Con la comida sucede igual y, mientras que en los caros restaurantes de Thamel es raro que me quede satisfecho, en Freak Street un plato de sabrosas alubias (rajma) con tres rotis en mi dhaba predilecta (restaurante tradicional) me costó ciento cincuenta rupias (euro: 143 rupias nepalesas).

Aclaración: un roti es un chapati horneado durante unos cortos minutos. En esa dhaba los prepara continuamente un tipo cuya tarea es parecida a la de los pizzeros y da gusto contemplar cómo hace malabarismos con las pasta. Prueba de que sus rotis son de lo mejor: la mayoría del vecindario se los lleva por docenas para comerlos en casa.

Al no haber estado en Durbar Square durante los últimos dos años me alegró comprobar que, al fin, habían reconstruido las preciosas pagodas que se vinieron abajo en el Gran Terremoto del 2015. También han reparado los daños que sufrió el feo palacio real cuya arquitectura versallesca me parece peor al hallarse fuera de lugar.

En cualquier parte del mundo, pero sobre todo en Celtiberia, siempre me choca la falta de armonía arquitectónica que reina entre los edificios de las poblaciones; es un quebranto que suele darse en las viviendas de ostentosos ricachones carentes de gusto y estilo que, evidentemente, se han querido lucir en plan: “Constrúyame un castillo”.

Gracias a mi experiencia como trotamundos he aprendido a lidiar con el sinfín de pedigüeños y mangantes con los que uno se cruza continuamente en países como Nepal e India. Sin embargo, una tarde, mientras tomaba chai en la clásica “Mama’s Chai Shop” de Durbar Square de Katmandú, conocí a un auténtico maestro con el que tuve que quitarme el sombreo.

Era tibetano, de unos sesenta años, vestía los típicos ropajes morados de los lamas y llevaba la cabeza afeitada. Después de pasar frente a mí echándome una mirada de reojo, como haría un comerciante para evaluar un producto, me dijo muy educadamente si podría hablar conmigo. Acepté, más que nada por curiosidad. El hombre aguardó a corta distancia hasta que hube terminado el chai y el obligado bidi. Luego me pidió que le siguiera hacia un cercano templo dedicado a Shiva, como si hubiese intuido que yo le rezaba a este dios.

Mientras andábamos me contó que acababa de regresar de hacer la peregrinación del sagrado monte Kailash, mencionando con desagrado que estaba lleno de chinos. Me dio conversación preguntándome si había visitado Dharamsala y si había visto al Dalai Lama. Al responderle afirmativamente, también acertó preguntándome si me había hospedado en Bhaksu Nath, la aldea que queda a un par de kilómetros de McLeod Ganj, donde se halla la residencia del Dalai Lama.

Después, cuando entramos en el templo de Shiva, su rostro se entristeció y me contó que necesitaba operarse urgentemente de cataratas porque se estaba quedando ciego.

Tuve que reconocer que se lo había currado de maravilla e imaginé que, a uno de tantos turistas buenazos, le habría sacado unos miles de rupias. Pero al no ser éste mi caso, le pagué con la misma moneda y, poniendo una cara apenada como la suya, le repliqué que me quedaban solamente las rupias necesarias para partir al día siguiente hacia la India.

Era una verdad a medias en ambos aspectos: efectivamente volaría hacia la India la mañana siguiente, tenía las rupias justas para el taxi hasta el aeropuerto y no quería sacar más dinero de un ATM. Me despedí del supuesto lama entregándole las sesenta rupias que llevaba en el bolsillo. Lo siento, pero, para saber cómo y dónde terminó aquel viaje, tendréis que esperar a la próxima semana.

PASO A PASO – Koh Phangan, Tailandia. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Robert, el joven nacido en Egipto, criado en Malta y educado en París, demostraba sus raíces diplomáticas aguantando estoicamente las frecuentes bromas de Hans desde que comprobara que no eran nada personal, ya que la viperina lengua del holandés se ensañaba con cuantos se cruzaban en su camino, muy especialmente con los turistas alemanes.

El juego empezaría sutil e inocentemente en cualquier instante, por ejemplo tomando algo en la terraza de un chiringuito, si Hans advertía la presencia de algún turista baboso sentado en la mesa de al lado, “el tipo de personal que viene a Oriente para follarse niñas”. Entonces, sin razón aparente, entablaría una educada conversación con su víctima llevándola poco a poco hasta la trampa para, al final, descargar sobre ella uno de sus mortales ataques dialécticos y, tras dejar al turista ruborizado como un cangrejo hervido, le obligaría a desaparecer de escena con la cola entre las piernas acompañado por las carcajadas de Robert, Ulmo, Hans y un servidor.

Un atardecer en que dábamos cuenta de unas tortillas de setas mágicas y el sol, enrojecido, se escondía tras Koh Samui produciendo una explosión de colores, pues tanto el cielo como el mar se cubrían con sus mejores galas encarnadas antes de dar paso a la oscuridad cubierta de millones de estrellas, le pregunté a Hans: “¿A qué se debe que solamente fumes maría antes de acostarte?”. Me respondió: “La puta hierba me provoca unas paranoias muy desagradables, pero, por el contrario, me aporta plácidos sueños”.

Ulmo dijo: “Yo no creo haber sobado nunca tan a gusto como aquí”. Entonces Robert comentó: “No recuerdo una sensación tan agradable y una atmósfera tan relajante como las que ahora siento continuamente”. A lo que Hans opinó: “Esto se deberá a que te hallas por primera vez en los trópicos, donde el placer de vivir parece multiplicarse, sea cual sea la razón, logrando que, si haces la tontería de regresar a tu lujoso domicilio europeo, pases el resto de tus días añorando el lugar en el cual sabes que la vida tiene más sabor”.

Ulmo añadió: “Cuanto veo a mi alrededor en todo momento en esta isla, es tan maravilloso que casi me abruma”. Y yo les expliqué: “Este rincón del mundo es tan delicioso que, a veces, me acuesto en la cabaña con la puerta y las ventanas cerradas, como quien cierra los ojos sabiendo que afuera continúa estando este increíble decorado, su concierto de azules y ocres, estas plácidas aguas compitiendo con el verdor eléctrico de la jungla, las perfectas temperaturas que auspician baños a medianoche, la arena blanca, el silencio, la tranquilidad, el perfume de las flores…”.

Robert tomó de nuevo la palabra y nos contó: “El otro día di un paseo por la jungla y llegué a un refugio contra el sol y las tormentas que demostraba tanto la sabiduría como la espiritualidad tailandesa. Era simplemente un pequeño entarimado de madera, levantado del suelo con cuatro zancos y cubierto por un tejado, donde el caminante podía sentarse a descansar.

La parte sabia de la historia estaba en un pequeño depósito que se llenaba con el agua de la lluvia que descendía del tejado; así que, aparte del reposo, uno podría aliviar su sed. El lado espiritual era que, tal refugio, lo había construido un enamorado para conseguir la intercesión de los dioses a la hora de lograr los favores de su amada”.

Mientras notábamos el poder de las setas mágicas asentándose en nuestros cuerpos, Ulmo, sin que viniese al caso, nos contó: “En las piscinas públicas japonesas llega a juntarse tanto personal como para necesitar que, cada hora, se toque un pito con el que se ordena a los bañistas salir del agua. De esa forma los encargados pueden sacar los cuerpos de quienes hayan muerto por diferentes motivos”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Al ver alguna película americana me fascina cuando, en una estación ferroviaria, el jefe grita: “¡Viajeros al tren!”.
  • ¡Qué contagiosa es la alegría de los niños, y qué triste resulta su tristeza!
  • El hotel más antiguo del mundo se halla en Japón: ¡ha estado funcionando más de 1.300 años dirigido por los miembros de la misma familia!
  • Una imagen de mi gusto: las luces de una casa de la Selva Negra alemana, por la noche, que se encuentre aislada en medio de una pradera nevada.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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