La crónica cósmica. Por el río a contracorriente

POR EL RÍO A CONTRACORRIENTE. Los treinta y cinco dólares que pagué por un mes de visado laosiano me parecen más caros todavía porque estas semanas han transcurrido en un santiamén. Ayer partí de Luang Prabang en un “slow boat” (barca lenta) que remonta el curso del Río Mekong (hacia el noroeste) hasta el puesto fronterizo tailandés de Chiang Khong.

La primera etapa, de ocho horas largas, nos llevó al pueblo de Pakbeng; aunque por lo general los pasajeros sólo pasan una noche aquí antes de seguir su camino al día siguiente, yo me quedaré un poco más. En realidad, la mayoría de ellos hacen ese recorrido en el sentido contrario y, tras visitar el norte de Tailandia, van a Luang Prabang antes de continuar por el resto de Laos. Yo lo había pospuesto las tres veces que, hará cosa de tres años, crucé la frontera por Chiang Khong; y ahora decidí que había llegado el momento porque las circunstancias se confabulaban para que así fuese.

Haciendo y deshaciendo planes: Mientras estuve en Vietnam pensé entrar en Laos por una carreterita que lleva a uno de mis sitios favoritos: Nong Khiaw; pero después, al confirmarme su venida del amigo bereber, decidí que a él le gustaría más Luang Prabang que aquel pueblecito perdido de la mano de Dios, y pensé que desde Luang Prabang yo podría subir posteriormente en barca hasta Nong Khiaw por el Río Nom Ou.

Éste era otro proyecto que, después de haberse quedado en nada un par de veces, ahora, tras informarme, ya sé que no se convertirá nunca en realidad debido a las presas que han construido a lo largo del Nom Ou.

Bien, volvamos al Mekong, el cauce del cual ha subido siete metros durante la última semana.

Anteriormente, mientras tomaba una “Beerlao” en las terrazas que hay junto al río (buscando la tranquilidad y apartándome de la locura del mercado nocturno), veía desde arriba las embarcaciones que estaban atracadas junto a la orilla, pero estos últimos días llegaron a encontrarse casi frente a mí. ¡El Mekong amenaza con desbordarse en la provincia de Chiang Rai, al norte de Tailandia, adonde yo me dirigiré a continuación!

La barcaza, que mediría unos treinta metros de eslora por tres de manga, tenía unos asientos cómodos parecidos a los de un buen autocar, y el imprescindible servicio de cafetería. Las ventanillas sin cristales dejaban pasar el aire y, a veces, también la lluvia. Pero ésta, tras diluviar constantemente durante una semana, decidió darse un respiro a media mañana y por la tarde incluso permitió que asomase el sol.

Hoy sigue sin llover y, desde la cama en que escribo, veo pasar las aguas de color café con leche del Mekong, sobre las que destellan los rayos solares, como en la jungla que hay en la otra orilla, donde se bañan tranquilamente un par de elefantes domésticos.

Una muestra del talante laosiano: Cuando ya habíamos zarpado tuvimos que dar media vuelta y regresar a la orilla para recoger a un pasajero que venía con retraso.

Ahora usaré veintitrés palabras para describiros los paisajes que vi durante las ocho horas de navegación: El Río Mekong serpenteaba entre las empinadas laderas de un sinfín de colinas que se hallaban completamente cubiertas por una densa jungla tropical; y punto.

Lo bonito: vosotros, los lectores de estas crónicas, ya conocéis mis gustos y, según imagino, habréis supuesto que me corría de gusto sin cerrar por un solo momento los párpados (Umm, quizás pegase alguna cabezadita…) admirando aquellas extensas tierras que todavía pertenecían casi en exclusiva a la naturaleza.

La jungla constante solamente tenía algunos parches, pero en éstos lucía el destellante verde de la hierba; eran las parcelas de tierra que las tribus cortan para cultivarlas un par de años y luego dejan que la naturaleza las vuelva a recuperar. La densidad era del tipo que difícilmente te permite distinguir a un árbol determinado, porque todo el bosque parece hallarse bajo un grueso manto verde. Sin embargo, hubo uno al que, debido a su espectacular tamaño, pude distinguir de lejos porque formaba su propia cúpula: “¡Tío bueno! ¡Guaperas!”, le grité mentalmente. Gracias a la crecida del río, muchos árboles asomaban la cabeza sobre las aguas como si se estuviesen bañando, y los que se encontraban en la orilla se inclinaban como si bebiesen de ellas.

De vez en cuando pasábamos ante alguna aldea escondida en la espesura, en la que habría cuatro cabañas de bambú que difícilmente distinguiríamos. Sólo nos deteníamos los cortos instantes que uno de los pasajeros necesitara para desembarcar: “¡Bienvenido a casa!”. También vimos algunas islitas.

Lo feo: Ya os mencioné en la crónica anterior que, desde que habían empezado los monzones, descendían constantemente troncos, ramas e incluso árboles enteros por el cauce del Mekong; y si era así antes de esas lluvias torrenciales, ya os podréis figurar cómo está ahora. Pero, claro, al subir de nivel también se llevó por delante montones de basura, toneladas de ella, miles de botellas, barricas y demás recipientes de plástico que flotaban y se juntaban en los remolinos (Me pregunto si vendría de Tailandia o la China, pues en Laos no hay ciudades grandes junto al Mekong).

Era feo, muy feo; y deprimente, porque era una muestra fidedigna del mundo en que vivimos. Igual que los camioneros del desierto, que se ven obligados a escudriñar o adivinar dónde se hallará la pista entre tantas dunas, el piloto de nuestra barcaza se buscaba la vida zigzagueando de una orilla a otra para evitar las zonas en que esos deshechos se apelotonaban formando una asquerosa capa. “Y esa es solamente la basura que flota…”, me dije asqueado.

De manera parecida al Amazonas y a otros grandes ríos, los muelles del Mekong son flotantes o se limitan a tener la forma de otra embarcación que se hallará amarrada junto a la orilla, y las gentes que viven allí se curan en salud edificando las poblaciones a una buena altura por encima de su cauce.

La atención constante que puse en el muro verde de la jungla no fue premiada, pues no vi ni un solo animal; no es una novedad porque, a pesar de la gran biodiversidad que hay en las junglas de Laos, jamás he puesto los ojos en alguno de sus habitantes (a no ser que hubiese sido cazado y fuese vendido vivo al chofer de alguno de los autobuses en que viajé).

Habíamos partido de Luang Prabang a las nueve de la mañana y atracamos bajo el pueblo de Pakbeng poco antes de las seis de la tarde. Caso insólito, y como prueba de mi vejez, necesité que me echasen una mano con el equipaje para desembarcar saltando dos barcas antes de alcanzar una empinada orilla embarrada. El que se apiadó de mi fue un joven local que, por supuesto, terminó llevándome a la pensión que regenta su madre, la “Miss Bounmee Guest House”, que da sobre el río, y tiene un servicio de habitaciones que incluye maría y opio.

No, no he vuelto a bailar con mi buen amigo el Señor Opio, por aquello de las amistades peligrosas; pero en Luang Prabang me crucé con otro viejo conocido que no veía desde hacía tiempo, el Señor Havana Club, con quien pasé varias noches muy agradables.

Cerraré el relato de esta primera parte de mi viaje en barca hacia la frontera tailandesa, confesando algo que ya sabéis de sobra: estaría más a gusto si no hubiese tantos turistas a mi alrededor. Umm, en realidad no debería lloriquear porque, tal como había planeado, en estos momentos, y tras haber partido las barcas a primera hora en una u otra dirección, el pueblo me pertenecerá en exclusiva hasta media tarde.

HOMBRE RICO Y HOMBRE POBRE. El pobre era un amigo mío nepalés al que los guardas forestales encontraron durmiendo la siesta a corta distancia de un rinoceronte muerto y, aunque no tenía ningún arma, acabó entre rejas acusado de haberlo matado.

El hombre rico es un importante empresario tailandés llamado Premchai al que la noche del 4 de febrero detuvieron dentro de los límites del “Thungyai Naresuan Wildlife Santuary”, cerca de Kanchanaburi, y en el campamento improvisado que el acusado compartía con un par de amigos y un guía, se halló la carcasa de un extraño leopardo negro.

Pero no habíamos terminado, porque al comprobar de qué estaba hecho el guiso que humeaba sobre la hoguera, descubrieron que era la carne de aquella pobre pantera. A pesar de estar acusado de llevar armas de fuego en un sitio público sin permiso, tratar de cazar animales salvajes en una reserva natural sin permiso, esconder esqueletos de animales conseguidos ilegalmente, y de poseer el de un animal protegido, Mister Premchai, aconsejado por sus abogados, ha demostrado ser un sinvergüenza al declararse inocente de tales cargos. Y lo mismo ha hecho en connivencia con su esposa al ser interrogados acerca de los dos grandes colmillos de elefante que tienen en su villa.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 937 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba
2 comentarios
  • Quins records! El nostre primer viajge de conmochila (Carme i Toni) va ser precisament a Laos i el trajecte pel Mekong va ser genial. Besos des de València!

    • YES! És un tragecte maravellós, i a més a més ho és al gust de tots els públics. Axí que has tornat a la teva terra, ein? Doncs, apa, atipat de paella, anguiles i olives.

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