SE ACABÓ LO QUE SE DABA – Uttarakhand, India. Ha llegado el momento de empaquetar mis limitadas pertenencias y dirigirme a mi siguiente campamento simbólico. ¡Qué dura es la vida del nómada, ¿verdad?!
Cuándo me marcho de un determinado lugar, tengo la costumbre de pensar que no volveré de nuevo. A pesar de ser absurdo, lo hago incluso al dejar este rincón de las Colinas Kumaon, al que he regresado periódicamente en las últimas décadas.
No sigo este hábito porque en tales lugares se haya alterado mi ecosistema personal o ya no sean de mi gusto, sino porque, en general, doy por supuesto que se me pueda llevar por delante una avalancha de tierra, que un tigre decida zampárseme o, simplemente, que se estrelle el avión en que vuele porque el piloto haya cortado accidentalmente el suministro de queroseno de los motores, como sucedió en los tres accidentes aéreos más recientes de la India y el Nepal.
Añádasele a ello que todo el mundo puede sufrir un paro cardíaco en cualquier momento o que, debido a mi avanzada edad, cada vez estoy más cerca del Otro Barrio.
En esta ocasión, es incluso más lógico que piense en la muerte porque, recientemente, fallecieron tres amigos míos de estas colinas.
Al bueno de Shiva, que ni siquiera había cumplido los cincuenta, se lo llevaron por delante sus dos mayores vicios: la glotonería carnívora, con la que había engordado mucho, y el whisky, que consumía diariamente en grandes cantidades. Murió sin llegar a saber que su familia había ganado, al fin, un largo proceso judicial que aportará millones de dólares a sus arcas.
Acerca del siguiente amigo que ha fallecido, cuyo apodo era Jaw, también se podría decir que murió por culpa del whisky, pues se despeñó por un precipicio una noche en que iba muy borracho.
La tercera persona cercana a mí que murió recientemente fue una mujer llamaba Ranjú y acabó con ella el cáncer. Era la viuda de un buen amigo mío, que, por ciento, la palmó con una botella de ron en la mano. Ranjú no falleció aquí, sino en California, donde había residido los últimos años.
El que sigue vivito y coleando es mi amigo el Señor Oso, quien regresa cada noche a su aislada granja de la jungla, completamente borracho, sin sufrir altercados con los leopardos y los tigres que encuentra en su camino.
¿No os parece que la vida es similar a una competición de resistencia en la que vamos dejando cadáveres a nuestras espaldas?
Tal como hago cuando me dispongo a partir hacia otros lares, durante estos últimos días he ido a despedirme de mis amigos y también he realizado la ceremonia mística con la que me he despedido del entorno.
Al hallarnos en la estación de los monzones, llevo el paraguas conmigo en todo momento igual que un londinense.
Tampoco olvido coger la linterna cuando voy de paseo al anochecer porque, entre las virtudes de este lugar de mis amores, no se halla precisamente la de un buen servicio eléctrico, pues cortan el suministro con mucha frecuencia y, cuando estallan fuertes tormentas, en algunas ocasiones nos han dejado sin electricidad, ni Internet, durante todo el día.
Aquí van unas imágenes mentales que, al partir, llevaré en el baúl de los recuerdos.
El pájaro que se empeña en picotear su propio reflejo en el cristal de mi ventana: toc, toc, toc. Los cuatro vecinos que acuden diariamente a su puesto de trabajo montados en una misma motocicleta. El camión de la basura que, desde lejos, anuncia su llegada con la simpática canción que suena en sus atronadores altavoces.
La compulsiva risa de los indios, por lo general poco dados a sonreír, pero que se desternillan si encuentran una razón; por ejemplo, contando una anécdota divertida que repiten incansablemente sin dejar de troncharse.
Mundo “modelno”: muchos indios son ludópatas compulsivos; y ahora, los jóvenes de este lugar en que me hallo, se juntan al atardecer para jugar al parchís con sus teléfonos y apuestan rupias en grandes cantidades.
Mi amigo el Señor Jabalí creció en una aldea en la que había muchas vacas y donde los ricachones regalaban leche a los necesitados.
Curiosamente, entre la gran cantidad y diversidad de pájaros que habitan en estos bosques, no hay un solo cuervo: quizás sea el único lugar de la India sin estas aves. Por supuesto, también recordaré a las campesinas recolectando las hojas de unos árboles, a los que encaraman arriesgadamente hasta sus copas.
INDIA – La policía del estado sureño de Karnataka encontró a una ciudadana rusa y a sus dos hijas, de seis y cuatro años, viviendo en una cueva en la jungla de Ramathirtha. Al haber expirado su visado turístico y tener los bolsillos vacíos, las repatriaron a Rusia.
En la nepalesa Sauraha se dio un caso similar con una rusa indocumentada, que de negra madrugada huyó de la Tharu Lodge con sus dos hijitas, y se adentró en la jungla del Parque Nacional de Chitwán hasta que las detuvieron unos agentes del Servicio Forestal.
Permanecer ilegalmente en un país, y hacerlo además escondiéndote en la jungla, es un disparate; pero llevar contigo a tus hijos pequeños ya alcanza un nivel de locura por el que esas madres merecen que se les quite la custodia de sus hijos.
FAUNÓPOLIS – El guepardo de la India se extinguió hace setenta años. Recientemente, el gobierno del Primer Ministro señor Modi decidió reintroducir a esa preciosa pantera e importaron veinte ejemplares desde Sudáfrica y Namibia a los que liberaron en las áridas junglas de Madhya Pradesh.
Los funcionarios indios hicieron caso omiso a las indicaciones de los expertos sudafricanos, advirtiéndoles que lo estaban haciendo todo mal. Aquí van dos pruebas de ello.
La primera fue la muerte de nueve de esos guepardos durante los siguientes doce meses. La segunda prueba me parece todavía más negativa, pues el lugar escogido para instalar a los guepardos fue el Parque Nacional de Kuno: su presencia desplazó hacia zonas urbanas a los leopardos que habitaban allí y algunos de ellos se han convertido en devoradores de hombres.
PASO A PASO – Arequipa, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior. Después de que Simon y yo regresáramos del Cañón del Colca, llegó el día en que mi amigo británico partió hacia otros lugares. Al despedirse me regaló una dirección muy interesante del desierto de Nazca: “No te lo pierdas, porque vale la pena”.
De nuevo a solas, dediqué los siguientes días a recorrer cada rincón de aquella encantadora ciudad, y pensé: “Los castellanos aprendieron mucho de los árabes y, como éstos, fueron los reyes construyendo ciudades. Lástima que hasta hoy, tanto los unos como los otros, no se hayan preocupado por igual de repoblar los bosques”.
Un lugar de Arequipa que me encandiló fue “El Convento de Clausura de Santa Catalina”. Durante las horas que dediqué a recorrerlo en absoluta soledad admirando su delicada arquitectura y gozando de la calma que reinaba allí, me dije: “Es una ciudad dentro de la ciudad, una perla dentro de la otra perla”. Ante el evidente confort del convento, también opiné que aquellas monjas gozaban del Cielo en la Tierra.
El día 26 de octubre, al leer el periódico “Correo”, me sobresaltó la noticia que ocupaba la primera página: “A diez kilómetros del aeropuerto de Juliaca, se precipitó a tierra el avión que, con escala en Arequipa, tenía destino Lima.
La violencia del impacto desintegró parte de la máquina. Varios pasajeros quedaron milagrosamente ilesos. Numerosos campesinos fueron testigos del fatal accidente. Hubo doce muertos y veintiocho heridos. Entre las víctimas se encontraban varios extranjeros”.
El accidente se había producido por un fallo mecánico, mal endémico que los pilotos peruanos venían denunciando desde hacía tiempo porque, debido a la falta de presupuesto, los aviones no estaban recibiendo las obligadas revisiones periódicas.
Al recordar la conversación que había mantenido con Simon acerca de ese tema, pensé: “La vida es una tómbola, pero los hay que adquieren más números que otros”. Continuará.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.