La crónica cósmica. ¡Rediós, qué hostia me he pegado!

ADIVINA ADIVINANZA – Si os preguntase, queridos niños y niñas, en qué se parece Barcelona a Lahore, Pequín, Patna, Dhaka o Bagdad supongo que no tardaríais en deducir que no me refería precisamente a su arquitectura ni a sus dimensiones, sino a la polución del aire, que en la capital catalana, a pesar de no ser tan letal como en las otras ciudades mencionadas, sigue siendo la responsable de un sinfín de enfermedades y de muertes: ¡O sea que respirar puede matar!

Delhi y Katmandú también se hallan entre las poblaciones en que el monóxido de carbono que flota en el aire acorta considerablemente la vida de sus habitantes con el beneplácito de los fabricantes de automóviles y de los productores de petróleo.

¿Sabíais que ambos gremios estuvieron financiando durante varias décadas unos fraudulentos estudios científicos con los que demostraban supuestamente que el plomo de la gasolina que escupían los tubos de escape de los vehículos no era dañino para la salud? ¿No debería esta falacia considerarse como un crimen premeditado contra la humanidad?

En cada ocasión que me doy un garbeo por Delhi y Katmandú, generalmente volando de una a otra como hace un par de semanas, mis detectores personales de la polución me la confirman de la forma más fidedigna, pues los mocos que extraigo de mi narizota semítica como haría un arqueólogo son completamente negros! La OMS calculó que, para los habitantes de Delhi, el simple hecho de respirar era parecido a fumarse un paquete de cigarrillos diario (¿o eran dos?).

Todos los años, al adentrarnos en el otoño, el asunto ocupa la palestra en la capital india porque la presión atmosférica mantiene continuamente el manto de polución que, sobre todo al llegar los fríos invernales, provocará que el aire sea irrespirable y que el gobierno local aconseje a la gente que permanezca encerrada en casa usando el purificador de aire que casi todo el mundo tiene.

EVENTOS DE UN NUEVO VIAJE – Cuando iban a cumplirse tres meses de mi estancia en la India, obligado por la cláusula de mi visado que así lo especificaba, partí hacia Nepal. Siguiendo mi costumbre de dar negocio a las compañías locales, opté volar con Nepal Airways, a pesar de sus frecuentes retrasos y alteraciones de horario; como me ocurrió en esta ocasión cuando a última hora cancelaron el vuelo de la mañana de Nueva Delhi a Katmandú, y me lo cambiaron por el de la tarde.

Debido a esta circunstancia, pero también a uno de mis habituales despistes personales que no hará falta detallar, me presenté en el Aeropuerto Internacional Indira Gandhi sin llevar conmigo el comprobante necesario. Los soldados que estaban de guardia, atrincherados y armados con metralletas, “Increíble India!”, se negaron repetidamente a dejarme pasar mientras desesperadamente corría de una a otra puerta de entrada.

La parte positiva de mi senilidad está en que, en la India, todo el mundo se apiada de los viejos, y al fin di con un oficial que me solucionó la papeleta. Pero, eso sí, lo hizo dejándome por el momento en la calle y desapareciendo durante más de media hora con mi pasaporte: ¡Nunca pierdas de vista tu pasaporte!

Compartí el vuelo con un multitudinario y ruidoso grupo de indios que salían por primera vez de su país y se comportaban como los chicos de una escuela que fuesen de excursión; por ejemplo, cuando en la terminal se colaron descaradamente para facturar el equipaje e hicieron oídos sordos a las recriminaciones de los empleados.

Lo que no tuve que compartir fue el espacio porque, a pesar de que el avión iba a tope, el asiento contiguo al mío permaneció vacío y pude sentarme en la posición del loto, como a mi me gusta. Despegamos entre docenas de milanos y recé para que ninguno de ellos terminase dentro los motores.

No conseguí una ventanilla del lado izquierdo que me permitiese contemplar el Himalaya, pero sí una del derecho, y me lo pasé en grande con las espectaculares nubes monzónicas que, al ser vistas desde arriba, unas veces parecían montañas, otras castillos (en el aire) y también explosiones nucleares.

En el aeropuerto de Katmandú te permiten pagar el coste del visado con cualquier moneda extranjera. Caso contrario en los puestos fronterizos de tierra, en los que aceptan exclusivamente dólares norteamericanos.

Los nepaleses siempre se hacen la picha un lío con las matemáticas; así le ocurrió al funcionario de inmigración que me atendió, quien tuvo que pedir ayuda a un superior para calcular que, tras haber permanecido en el país durante los meses de enero y febrero y nueve días de marzo de este año, yo tenía derecho a ochenta y tres días más.

PASO A PASO – Calcuta, Bengala, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Aquella era la cuarta ocasión que yo visitaba la India, y a punto de abandonarla sin pensar en volver, empezaba a comprobar las bondades que ese viaje me había aportado aunque durante buena parte de éste me hubiese estado comiendo el coco con los típicos: “Este país ya no es lo que era”. “La última vez fue mejor”. Etcétera.

Mientras era seducido por la moderna, monstruosa y masiva metrópoli llamada Calcuta, mientras la herida de mi pie sanaba rápidamente y mi estómago empezaba a quejarse debido a los fármacos digeridos, mentalmente repasaba los acontecimientos que habían formado parte de mi vida durante los últimos meses.

Al recordar lugares como Srinagar, Manasbal, Leh, Pushkar y Omkareshwar supe que había valido la pena y pensé: “No debería sorprenderme que el viaje no me haya aportado lo esperado, pues gracias al dios de los trotamundos casi siempre sucede así. Precisamente este desconocimiento de cuánto puede devenir forma parte del cóctel de virtudes que incluye explorar nuestro mundo”.

La inesperada forma que tuvo la despedida me permitió sentir sobre mi piel la bondad de aquella ciudad. Después de comprobar que había llegado la hora de partir hacia el aeropuerto, me dirigía a mi hotel por una gran avenida con mucho tráfico pensando en doblar hacia la derecha en la siguiente esquina, donde pasaría frente el hotel del Ejército de Salvación.

Luego seguiría recto por la calle en que se hallaban los hoteles Pilton, Milton y Shilton y me metería en la callejuela del mío, el hotel Paragón. Allí recogería mi equipaje y tomaría un taxi, ¿o quizás fuese mejor fijar el precio con el taxista antes de cargar con las bolsas?

En aquellos momentos pasaba frente a un grandioso edificio victoriano de piedra, cuya fachada estaba cubierta de esculturas y adornos que sobresalían por encima de la calle.

Si me hubiese hallado por ejemplo en Alemania, mi metro setenta y cinco de alto me habría convertido en un hombre tirando a pequeño; por otro lado, en la península Ibérica era un tipo de talla normal; pero en la India, de la misma forma que al cruzar sus fronteras me convertía en un hombre rico, cuando deambulaba por los bazares terminaba creyendo que era un tipo alto porque los indostanos, por lo general, eran de menor estatura.

Con ello, cuando mis pasos me llevaron hacia una cabeza de león del más duro granito que sobresalía del edificio británico, exactamente a un metro setenta y cinco centímetros por encima de la acera y por donde habrían pasado millones de bengalíes sin problema alguno, sufrí inesperadamente el más colosal trompazo sobre la cabeza.

En un instante mis pensamientos, además de cualquier entendimiento de la realidad, se habían evaporado y me encontraba sentado sobre el suelo, con la cara, los brazos y la ropa cubiertos de sangre; líquido de lo más espectacular que no dejaba de manar.

No entendía nada, pero quizás fuera más acertado decir que no pensaba nada, porque mi mente estaba completamente bloqueada. De todas maneras, si lo hubiese intentado, tampoco habría logrado comprender qué había sucedido, pues en aquellos momentos cuanto llegaba a mi vista eran docenas de preocupados ciudadanos que se interesaban por el estado de aquel occidental sangrante.

Al fin, apartando a tanto bienintencionado, entró en escena una mujer que vestía uniforme de enfermera y, arrodillándose, tras comprobar que la herida era más espectacular que peligrosa, pidió que trajesen agua. Inmediatamente alguien le entregó una botella con la que ella roció mi cuero cabelludo logrando, aparte de limpiarme, que regresase al mundo de los vivos, y presionando con los dedos sobre la lesión cortó la hemorragia.

Entonces, exclamé: “¡Rediós, qué hostia me he pegado!”. El sonido de tan extraña lengua provocó las sonrisas de los presentes. Yo les imité demostrando que ya me encontraba mejor.

Un hombre de bigote plateado que estaba a mi lado me preguntó: “¿Necesita un taxi, sahib? No se preocupe por el dinero, pues sé donde vive y le llevaré gratis hasta el hotel Paragón”. Tanta amabilidad me sorprendió y, al mostrarlo en su cara, el taxista explicó: “Usted es amigo de Akeyo, el hombre-caballo, y sus amigos son también los míos”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Estos días me ha cogido la vena nostálgica y estoy viendo sobre todo películas antiguas, como “Doctor Zhivago” o “Las brujas de Eastwick” (qué gracioso es Jack Nicholson cuando arquea las cejas). También vi una de las más geniales y divertidas películas que se hayan filmado, “Amarcord” de Federico Fellini.

He terminado de escribir la novela “Más Allá” que empecé hace un año. Ahora me lo estoy pasando en grande corrigiéndola y comprobando que he logrado plasmar lo que deseaba. En todas las tramas de mis obras aparecen bastantes personajes secundarios, pero en “Más Allá” hay tantos que he decidido contarlos para hacer un cómputo de ellos al final.

Antes de la aparición de los vehículos motorizados ¿se usaban tanto los verbos aparcar, atropellar o aterrizar?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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