La crónica cósmica. Ensayo sobre los ríos

ENSAYO SOBRE LOS RÍOS. Aparte de tener sus propios nombres, los ríos tienen diferentes personalidades cuando son jóvenes, adultos o viejos, y, pongamos por caso, el Danubio saltarín y de aguas transparentes que nace en la Selva Negra alemana (con el nombre de Donau) no se parece en nada al que termina desembocando en las aguas (poco saladas) del Mar Negro. Qué distinto es el Río Nilo que cruza el Desierto de Nubia, del que baña Aswán, o del que crea su fértil delta antes de desembocar en el Mar Mediterráneo. Caso similar al del Ganges, que brota de un glaciar a cuatro mil metros de altitud en el Himalaya y se parece poco al joven ágil que posteriormente pasa por Rishikesh, ni tampoco al plácido adulto de Varanasi (Benarés), o al viejo que se junta con el poderoso Brahmaputra antes de desembocar en la Bahía de Bengala.

Asimismo, cada río tiene (aparte de esas diferentes personalidades) una personalidad diferente que le distingue de los demás (como lo hace también su nombre), y en algunas ocasiones se podría decir que son tan distintos como las gentes que habitan en sus orillas; por ejemplo, los tibetanos del Ladakh que ven brotar al Indus, los indígenas de las selvas amazónicas que surcan el Río Negro con sus piraguas, o las tribus que habitaban junto al Narmada de la India hasta que fueron expulsadas (por sus poco democráticos gobiernos democráticos) al construir una presa tras otra. Yo conozco bastante bien algunos ríos, ya sea por haber vivido largas temporadas cerca de ellos, como el Kwai, el Rin y el Tapajós, o por haber navegado por su cauce durante varios meses, como el Amazonas; al decir que los conozco me refiero no solamente a que he bebido sus aguas y me he bañado en ellas, sino también a que he pasado muchas horas simplemente contemplándolos mientras dejaba volar mi mente.

Este tipo de “actividad”, que me llena de calma y alimenta mi creatividad, la estoy llevando a cabo estos días junto a otro de mis ríos predilectos, el Mekong, al que no me canso de admirar hipnóticamente mientras tomo una “Beerlao” durante la puesta de sol. Por si la marca de esta cerveza no os ha dejado todavía suficientemente claro que me encuentro en “El País de un Millón de Elefantes” (nombre que se daba antiguamente a Laos), añadiré que estoy en una de las ciudades más bonitas de Asia, Luang Prabang, a la que vine volando desde Hanoi después de citarme aquí con el amigo marroquí de Lanzarote, que también me visitó hace un año en el norte de Tailandia.

AYER. Tal como hago siempre, ahora, como si hubiese salido de un cine, después de haber partido de Vietnam, me dedico a reflexionar acerca de los tres meses que pasé allí; de esa manera, y mientras repaso los recuerdos a cámara lenta, compruebo cómo me ha sentado el menú y si me gustaría repetir.

Al juntarse en Hanoi el retraso de los monzones con una ola de calor y la ausencia de las habituales tormentas de la tarde que refrescaran un poco el ambiente, en el “Há Nôi´s West Lake” (Lago Occidental) se recogieron veinte toneladas de peces que murieron debido a la falta de oxígeno provocada por esas circunstancias climatológicas.

Tras haberos explicado que se habían partido en dos mis sandalias tailandesas, tendría que haber añadido que, con tan sólo salir del “North Hostel” (o sea del hotelito en que me alojaba en Hanoi) encontré a una vendedora callejera que tenía exactamente el mismo modelo, y suspiré aliviado porque ni mis deformes pies ni su piel parecida a papel aceptan cualquier tipo de calzado; el único problema está en que, en vez de ser tailandesas, esas nuevas sandalias son chinas, y dudo que tengan una calidad similar a las otras.

Los hombres vietnamitas son imberbes, pero además se depilarán con unas pinzas el menor pelo que se atreva a asomar en su cara.

De forma parecida a como los españoles de los pueblos engordan tradicionalmente un cerdo, los vietnamitas engordan uno de los mansos búfalos de agua, pero no con fines alimenticios, sino económicos.

Ya os había mencionado que casi ningún vietnamita habla inglés (sobre todo los hombres), pero, empeorando las cosas, además de esa falta de un idioma en común, cuando te diriges a ellos tienen la costumbre de apartar la mirada, y con ello conseguían que mis habilidades mímicas se quedasen en nada. Mi casero de Ban Vân era el no va más en ese aspecto, y un día me reí a gusto escuchando desde mi dormitorio los gritos histéricos de un turista occidental desesperado que le pedía inútilmente una de las botellas de agua que él vendía.

Como decía el personaje de “La Flaqueza del Bolchevique”, yo debo de ser un pedófilo heterosexual, pues los niños vietnamitas me parecían invariablemente feúchos, mientras que las niñas eran la cosa más bonita que se pudiera imaginar y no dejaba de mirarlas bobaliconamente. En cuanto a las adolescentes, sus caritas eran puro arte natural, y creía ver en ellas seriedad y responsabilidad. Pero después, en cuanto sobrepasaban, pongamos por caso los veinticinco años, perdían completa y rápidamente el atractivo: La fruta tropical madura más deprisa. Y hablando de ellas, las más bellas, quiero destacar la increíble elegancia de unos vestidos tradicionales que incluían una chaqueta de fino algodón abierta por los lados que llegaba casi hasta los pies, y se completaba con unos pantalones muy holgados.

Me acostumbré tanto a la contagiosa simpatía de los vietnamitas que al final ya hablaba sonriendo compulsivamente como hacían ellos. ¡Cada camarero o camarera me dejaba boquiabierto porque era el encanto personificado!

En la estación de tren de Huê había un mapa antiguo en cuyo pie constaba: “Reseu Meteorologique et Climatologique de L´Indochine 1940”.

Al llegar al barrio antiguo de Hôi An se veían unos carteles en los que constaba: “Walking and Cycling Town” (ciudad para paseantes y ciclistas): ¡Bien!

Si hubiese tenido alguna duda acerca de que Vietnam era el país del bambú, se habría desvanecido cuando vi una tienda en la que vendían bicicletas hechas exclusivamente con esta caña.

En los sitios que visité de Vietnam eché en falta hallarme constantemente rodeado de animales, como en los bosques de las Colinas Kumaon en la India, donde estuve justo antes.

Unas fechas: mientras me encontraba en Hôi An se celebró el 2.562 aniversario de Buda. En esta misma ciudad visité una preciosa casa antigua en la que había una señal a dos metros y medio de altura que marcaba el nivel al que había llegado el agua durante las inundaciones del año 1964; esta vivienda, en la que se mezclaba la arquitectura china y japonesa, había resistido al desastre natural gracias a estar construida con buena madera de teca.

En las históricas calles de esa atractiva población me cruzaba continuamente con parejas de recién casados a los que un fotógrafo profesional estaba haciendo un reportaje; pero también había una gran cantidad de enamorados que fotografiaban a sus novias mientras ellas posaban con estudiadas actitudes como si fuesen modelos.

EN LA TABERNA GALÁCTICA. Érase una vez un hombre que bebía cerveza “Saigón” sentado en un taburete junto a la barra de mi antro predilecto. Tenía el pelo rubio, la piel rosada y una cara que hubiese estado acorde con un campesino francés. En cuanto le acerqué el micro de mi grabadora estuvo encantado de contarme un poco su vida: “Nací en Canadá, pero mis abuelos eran escoceses. Hace poco cumplí los cincuenta y dos años, y soy gay de toda la vida. Entre las distintas profesiones que ejerzo, destacaría la de poeta, pues he publicado varios libros de poesía. También escribo novelas, como hacía mi padre.

Pero lo que últimamente hago más es componer la música y el texto de canciones que después vendo a algunos cantantes famosos. No sé si te habrás fijado en que la mayoría de las canciones están dedicadas a la alegría o la tristeza que nos provoca el amor. Aquí el “Cantando Bajo la Lluvia” y allí el “I Got The Blues”. A mí siempre me ha gustado llevar la contraria y, ayer, escribí una en la que hablo de la alegría que uno siente al terminar con un amor amargo.

Estoy muy orgulloso de la tolerancia que impera en mi país, el cual, por cierto, fue el primero en legalizar las bodas gais; a un extranjero que pida la nacionalidad canadiense no le exigen que hable inglés o francés, y si, por ejemplo, quiere continuar siendo totalmente chino, pues que sea chino, y punto”. Después el canadiense y yo nos contamos las novelas que ambos estábamos escribiendo. Él dio en el blanco al suponer: “¿Acierto si digo que no tienes ni usas teléfono?”. Me despedí confesándole: “Cuando te vi adiviné que pertenecíamos a la misma tribu”.

MIRA LO QUE PIENSO – Umm…………..

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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