La crónica cósmica. Entre las pocas ciudades en que me siento bien

ENCUENTROS EN LA CUARTA FASE. Malacca, Malasia – Como ya sabréis los sufridos lectores habituales de estas crónicas, prefiero residir si es posible en lugares en los que primen la naturaleza, los animales y el color verde. Entre las pocas ciudades en que me siento bien y de vez en cuando me gusta pasar algunas semanas se hallan, por ejemplo, Varanasi, en la India; Luang Prabang, en Laos; Chefchauen, en Marruecos; y Malacca, aquí en Malasia, ciudad que ya he visitado en varias ocasiones.

Evitando los barrios modernos, me encanta pasear al atardecer por el malecón peatonal que acompaña al curso del río Melaka. Y de mañanita, cuando todavía no aprieta el calor y sus desérticas callejuelas me pertenecen en exclusiva, me gusta recorrer el histórico Barrio Chino donde la delicada y fantasiosa arquitectura de cada edificio merece una atención especial.

Durante mis recorridos matinales, pasé repetidamente por delante de un restaurante español (que por supuesto estaba cerrado a tan temprana hora), en cuya fachada constaba el curioso nombre de Salud Tapas.

Tal como hago habitualmente, no pensé ni por un momento ir a comer allí porque, aparte de que en mis viajes aprovecho para alimentarme siempre con la comida local, en tales restaurantes, ya sean los chinos en la India o los indios en la China, en la mayoría de casos sirven un sucedáneo de lo que es realmente la cocina de tal país.

Sin embargo, cuando los amigos valencianos visitaron Malaca recopilando información para su blog conmochila.com, decidieron catar el Salud Tapas y conocieron a Breo y a María, la pareja española que lo regentaba: él como cocinero y ella como relaciones públicas.

Fue un amor a primera vista, no solamente por los placeres del paladar, que gozaron gracias a las delicias culinarias que preparaba Breo, sino, muy especialmente, por la vocación ecologista de María, bióloga marina que había creado y lideraba el Sungai Project para proteger a las tortugas marinas del Estrecho de Melaka y los cocodrilos que habitan en varios de los ríos que desembocaban allí.

Cuando los amigos valencianos partieron de Malacca para continuar su extensiva exploración de Asia, ya habían acordado que María escribiría en Conmochila la sección titulada La ruta natural, como ha venido haciendo hasta ahora.

Hará cosa de un año (¿o fueron dos?) los marchosos amigos valencianos mencionaron por primera vez la posibilidad de organizar un encuentro en Malacca de los colaboradores de Conmochila para que Luís y yo conociéramos personalmente a María, ya que sólo habíamos conversado con ella en varios podcasts que podéis escuchar en el citado blog. Era un proyecto a larga distancia, y con más razón porque después se “apuntó” a la cita el bebé que esperaban los amigos valencianos (es una de las ventajas que tiene ser hijo de unos trotamundos).

En el pasado yo planeé muchos viajes que nunca se convirtieron en realidad (hacer y deshacer planes es gratuito y divertido, ¿verdad?). Sin embargo, cuando es el amigo valenciano el que planea uno, puedes dar por sentado que terminará llevándolo a cabo, como sucedió en esta ocasión. Tuve noticias del plan en enero, mientras me hallaba en mi querida Sauraha del Nepal, y él me escribió diciendo: “Che, papanatas, ¿te gustaría venir con nosotros a Malacca en abril y pasar unos días con María y Breo? También vendrá Luís desde Bangkok”. Por supuesto, acepté la cita sin dudarlo.

Llegados a este punto de la crónica ya puedo confesaros que la satisfacción que había sentido con anterioridad al poner los pies en Malacca se multiplicó cuando conocí a María, quien, arrasando con mi creciente insociabilidad, me sedujo con su simpatía y encanto. Al momento comprendí que, a pesar de que en principio los clientes acudieran al Salud Tapas atraídos por las delicias que Breo preparaba en la cocina, regresarían repetidamente al ser seducidos por la contagiosa alegría de María, alma del restaurante.

Durante los siguientes días compartimos con ellos cervezas, charlas y risas. Pero también nos llevaron de la mano al centro de conservación de las tortugas marinas y recorrimos en barca el río Sungai Linggi y su afluente Sungai Rembau, que discurren entre densas junglas donde, además de los esperados cocodrilos, también vimos primates como los macacos de cola larga y los langures, así como águilas, cigüeñas y otras aves zancudas.

Ahora sólo falta la respuesta a la pregunta: ¿Qué hacen unos “chicos” como éstos en un lugar como éste? María y Breo (cuyo seudónimo que proviene del legendario héroe celta Breogán) vivieron en Galicia hasta que se presentó ante ellos un empresario de Singapur quien, tras saborear los platos de Breo, les propuso ser socios de un restaurante que planeaba abrir en un histórico edificio de Malacca.

También añadió que lo dirigirían ellos según sus gustos y deseos. María y Breo, que nunca habían estado en Asia ni se les había pasado por la cabeza cambiar de residencia, respondieron que ni, ni, ni, ni. Y continuaron negándose tantas veces como él insistió antes de regresar a Malasia. Pero el singapuriense no se dio por vencido y durante el siguiente año no dejó de escribirles frecuentemente, hasta que un día se preguntaron: ¿por qué no? Y aceptaron.

Desde entonces han transcurrido ocho años en los que María y Breo no han dejado de felicitarse por haber dado tal paso. Ahora viven en una preciosa casita ajardinada de un barrio residencial que se halla frente a una playa del Estrecho de Melaka.

PASO A PASO – Himachal Pradesh, norte de la India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Érase una vez un hombre, yo, que había estado saltando de un autobús a otro durante más horas de lo imaginable desde que partiese aquella mañana de la ciudad de Jammu.

Mi primer destino recorriendo las tortuosas carreteras de aquel montañoso estado fue Pathankor. Allí, de nuevo, tuve la sensación de que el sistema de transportes indio tenía algo de mágico porque, en cuanto descendí del autobús y pregunté cuándo saldría el próximo hacia Mandi, la respuesta fue la habitual: “¡Es aquél que está arrancando! ¡Corre!”. Así, sin tiempo para echar una meada, me encontré de nuevo en ruta.

Cuando llevaba doce horas de carrera ya estaba completamente sucio, cubierto de polvo, harto de dar bandazos y de sujetarme en la barra del asiento anterior para evitar romperme las narices debido a los frenazos y los bruscos giros. Los pasajeros habían pasado de ser cachemires a ser sijs y, más tarde, a ser himachalis.

Al atardecer decidí intentar salir del agotamiento dando unas palmas que acompañaran a la música pachanguera de los altavoces, tamaño discoteca, que se encontraban en cada extremo del vehículo. Mi absurdo comportamiento sacó del amodorramiento al resto de pasajeros y poco después todos danzaban cantando y riendo sin preocuparse por los peligros de la ruta que seguíamos.

Aquella fiesta improvisada solamente terminó cuando nos cruzamos con el macabro espectáculo que ofrecía el cadáver de un ciclista que había sido atropellado por un camión. El cuerpo se hallaba medio cubierto por una tela de la sobresalían las piernas y un charco de sangre. Junto a él estaba la bicicleta totalmente retorcida.

Llegamos a la ciudad de Mandi cuando ya había oscurecido. Entonces me enteré de que debería pasar la noche allí porque, por una vez, el siguiente autobús no saldría hasta la madrugada. Con mi equipaje al hombro, y después de cruzar el puente sobre el río Beas que separaba las dos partes de la ciudad, recorrí un bazar lleno de luces, colorido y jolgorio que estaba abarrotado por inusitadas multitudes.

Solamente logré saber la razón de tanto bullicio al tratar de conseguir una habitación, pues descubrí que tanto los hoteles como las pensiones habían colgado el cartel de completo debido a que al siguiente día se celebraría un importante partido de cricket.

Regresé sobre mis pasos y crucé de nuevo el mismo puente resignado a pasar la noche en la estación de autobuses. Pero, de camino, vi en medio de todas aquellas luces una parte de la población en la que reinaba una absoluta oscuridad, y tomé aquella dirección. Al llegar comprobé que se trataba del campo de cricket. Y adiviné que había hallado la solución a mis problemas de hospedaje.

Entre el campo deportivo y un prado donde pastaban varios caballos, asnos y vacas, había una glorieta soportada por cuatro columnas bajo la que uno hubiera podido encontrarse sentado al mismo Nerón. Era el lugar ideal para instalar el saco de dormir y la colchoneta. Gracias al agotamiento acumulado durante las quince horas de viaje, en cuanto me acosté, y sin un lapso de por medio, entré inmediatamente en el mundo de los sueños.

Me despertó de madrugada el ruido de los primeros autobuses. Junto a mí, y bajo el mismo techo, dormía ahora un matrimonio de comerciantes con un bebé de pocos meses, que también habían escogido la glorieta para pasar la noche. A pocos metros, echados sobre la hierba, estaban un par de caballos y media docena de vacas. La ciudad seguía dormida y el alba todavía no daba señales de vida.

Después de empaquetar mis cosas me dirigí hacia la estación de autobuses pensando en tomar un chai, pero me quedé con las ganas al recibir la habitual información de que el autobús hacia Bhuntar, mi próximo destino, ya estaba arrancando. Esta escena se repitió un par de horas después, cuando llegué a tal destino. Así que, de nuevo, salté de un vehículo para subir al que me llevaría hasta el final de aquella carrera, Manikarán. Continuará.

Me gusta andar por el centro de la calzada, me gusta cantar mientras tiendo la colada, me gustan los carteles de madera pintados a mano, me gustan los sombreros y me gustan los tatuajes, pero nunca me he puesto un sombrero ni me he tatuado; me gustan las gorras de béisbol, pero no me pondría una ni loco. Manu Chao diría: “Me gusta marihuana y me gustas tú”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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