La crónica cósmica. La única cosa realmente fea de Malacca

SOLO EN CASA – Taman Negara, Malasia. Cuando el pasado septiembre partí de Francia y regresé a Asia después del lapso viajero impuesto por la pandemia, supe desde el primer momento que empezaría mis correrías visitando mis lugares predilectos en esta parte del mundo: los lagos y bosques de las Colinas Kumaon al norte de la India, las verdes llanuras junto al Parque Nacional de Chitwán en Nepal, el precioso río Kwai en Tailandia y, ahora, aquí en Malasia, Kuala Tahan, en las puertas del inmenso Parque Nacional Taman Negara, donde se hallan las junglas tropicales más antiguas de la Tierra, pues se calcula que ya existían hace la friolera de trescientos millones de años.

De todos modos, mi atracción por estos lugares no tiene tanto que ver con su entorno como por la plácida y silenciosa ubicación de las cabañas en que me hospedo y a la muy limitada presencia de otros huéspedes.

El caso de la actual residencia es el más espléndido porque, aparte de que Kuala Tahan no es más que a ser un pequeño bazar en el que, por no haber, no hay oficinas bancarias ni gasolineras (tenedlo en cuenta si pensáis venir por aquí), mi cabaña, que se encuentra a un kilómetro de allí, está aislada por una densa vegetación y rodeada por un precioso jardín.

Rizando ya el rizo, poco más abajo de éste corre el cauce color canela del río Tembeling, que hace de frontera natural con Taman Negara y, gracias al barullo que llega de la cercana jungla, tengo la sensación de residir dentro de ella.

Completando tanta perfección, la pareja malaya que regenta este resort, Jab y Anna, son un encanto y me tratan como a un amigo cobrándome un precio adecuado a mis bolsillos; tan limitado que sólo se comprende porque, aparte de que ya es la cuarta vez que me hospedo en su pequeño resort, en cada ocasión he permanecido aquí durante un mes.

Pero todavía me falta mencionar lo que para un papanatas amante de la soledad como yo supera todo lo imaginable: como había sucedido en otras ocasiones, estos días Jab y Anna han ido a visitar a unos familiares en Kuala Lumpur y Malacca, dejándome amo y señor de la finca. Así que, como apuntaba al principio, estoy solo en casa. Mejor, imposible.

LO QUE EN MALACA SE QUEDÓ EN EL TINTERO – En el jardín de las viviendas del sudeste asiático hay siempre un pequeño templo dedicado a los difuntos ancestros. Es parecido a una casita de muñecas y lo llaman la Casa de los Espíritus, donde todos los días recitan unas oraciones, queman unas varillas de incienso, depositan fruta y también algún refresco.

Pero la Casa de los Espíritus que había frente al hotel en que me hospedé en el Barrio Chino de Malaca superaba de lejos las que yo hubiese visto con anterioridad: la familia, los Chen, mantenían cerrada, y reservada a sus antepasados, la preciosa Chen Ancestral Mansion, y ellos residían en una casita que se encontraba junto a ésta.

En las habitaciones de los hoteles malayos, pero también en los restaurantes y en las puertas de embarque de los aeropuertos, nunca faltan unas flechas que indican la dirección de la Meca para orientar a los musulmanes cuando van a rezar.

En una de las excursiones que hicimos por los alrededores de Malacca guiados por la amiga María Marcos, cuando gracias a la marea baja íbamos andando hasta la pequeña isla de las Tortugas, vimos a cientos de diminutos cangrejos a los que nuestra presencia había asustado. Recordé automáticamente un caso parecido que se dio en Bangladesh mientras un bengalí me llevaba en su moto por una playa, aunque en aquella ocasión la arena estaba totalmente cubierta de grandes cangrejos escarlata que se apartaban ágilmente a nuestro paso.

Me gustan los chinos-malayos que, invariablemente, son educados y amables. Me gusta el contraste entre las recatadas pero sonrientes chicas musulmanas malayas, con sus elegantes hiyabs que les cuelgan en punta por la espalda, y las chinas-malayas, que visten diminutos pantaloncitos o minifaldas. Siento simpatía por esa diversidad porque conviven, unas junto a las otras, aceptando con tolerancia las costumbres de las demás.

La única cosa realmente fea de Malaca continúa siendo sus ruidosos ricchó (pues cada uno lleva un estéreo en el que suena la peor música pachanguera), de los que os adjunto esta imagen porque sus ornamentos son indescriptibles.

Gracias a la costumbre de madrugar, durante mis paseos pude comprobar que en el río Melaka todavía existen muchos peces, así como los esbeltos lagartos monitores acuáticos, que llegan a medir más de dos metros. Un día el amigo valenciano paró el tráfico rodado para echar una mano a un monitor jovencito que había trepado a un puente del río y le ayudó a regresar al agua.

PASO A PASO – Manikarán, Himachal Pradesh, norte de la India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. A pesar de ser denominado como el Valle del río Parvati, las tierras que recorre este río tienen más el aspecto de un cañón, pues están encerradas entre las empinadas laderas de las montañas más altas del mundo, el Himalaya.

Es una lengua de verdor que se adentra intrépidamente entre ellas creando unos paisajes en los que resulta difícil encontrar unos metros de terreno llano. El autobús en que yo viajaba avanzó lentamente durante varias horas por la serpenteante, estrecha y deteriorada carretera que ascendía paralela al río. En cada una de las continuas paradas íbamos recogiendo campesinos que cargaban con sacos, cajas, cestos, gallinas y cabras. El autobús, cuando llegamos al final del recorrido, estaba literalmente abarrotado hasta el techo.

El pueblo de Manikarán se halla situado en la orilla contraria del río Parvati y se alarga entre el limitado espacio que hay entre éste y las empinadas laderas de una montaña. Echando una mirada, pensé que cualquier avalancha de tierras caería directamente sobre las casas de piedra y tejados de pizarra; pero alejé esos malos presagios diciéndome que aquellos edificios parecían haber estado allí durante cientos de años, y crucé el puente para adentrarme en la población.

En cualquier otra región, el río habría sido el origen de la vida, pero no en Manikarán, lugar renombrado por sus fuentes de aguas termales. Éstas llenaban diversas piscinas que había por todo el pueblo, y también en algunas casas y pensiones, aunque las principales fuesen la del templo del dios Rama y la del santuario de los sijs.

En cuanto puse mis pies descalzos sobre las losas que cubrían las callejuelas peatonales de la población descubrí encantado que, debido al agua humeante que corría por debajo, estaban agradablemente calientes; en algunas partes incluso quemaban y pronto aprendería a reconocerlas para pasar sobre ellas corriendo o dando saltos.

Al advertir que, debido a su situación en aquel abrupto cañón, Manikarán recibía pocas horas de sol, decidí hospedarme en un edificio de dos plantas que ya relucía bajo los primeros rayos y tenía largos balcones por los que se accedía a media docena de habitaciones. Me gustó que mirase hacia el río y que fuese de madera.

Confirmando que me hallaba en una sociedad matriarcal, quien allí mandaba era la madre de la familia, “matají”. Se trataba de una mujer tan divertida como usurera que, tras un largo regateo, me alquiló una habitación por diez rupias y me ofreció todas las calidades de charas (costo) que desease comprar. “Pero debes tener mucho cuidado con la policía”, me advirtió introduciéndome en el mundo de la paranoia que reinaba sobre aquel lugar, donde todo el mundo vendía ese producto.

Efectivamente, en Manikarán, y en aquellos años, desde los niños hasta el cartero, quien usaba las balanzas de correos para pesar correctamente sus transacciones, comerciaban con aquel costo que daba fama mundial al valle del Parvati. Los precios oscilaban entre diez y treinta rupias la tola.

Para no dejarme tomar demasiado el pelo con esta medida que sobrepasa los once gramos, era ideal llevar en el bolsillo una moneda antigua de una rupia, que pesa exactamente nueve gramos y seis decigramos, y mantenerla en la mano izquierda, mientras en la derecha sopesaba la posible adquisición.

La cuestión policial era parecida a la de Goa, y los corruptos policías indios, que entraban en el servicio con el único propósito de enriquecerse, pagaban grandes sobornos para lograr ser destinados al valle del Parvati, donde, invariablemente, cada extranjero, además de ir cargado de dólares, llevaba charas encima.

El juego de esos funcionarios, poco preocupados de hacer cumplir la absurda ley, era lograr que tanto el dinero como el costo acabaran en sus bolsillos de una manera u otra.

Aquí van un par de ejemplos. Cuando unos policías cachearon a dos alemanes que hacían senderismo acompañados de un guía local, y no pudieron hallar nada ilegal, ofrecieron dinero al chico para que testificara que, con anterioridad, los dos extranjeros habían estado fumando en su presencia.

Otro caso más dramático había sido el de dos italianos a quienes cogieron con un kilo y medio de costo cuando ya se disponían a partir hacia su país. Encerrados en una lúgubre celda se enteraron, a través del periódico, que tal cantidad se había reducido a quinientos gramos, y cuando más tarde, todavía pendientes de juicio, lograron salir a la calle y fueron a comisaría para recoger su equipaje, los mismos policías que los habían arrestado trataron venderles desvergonzadamente los gramos restantes que les habían cogido. Continuará.

MIRA LO QUE PREGUNTO

  • ¿Acierto si digo que es natural que tu bebé crea que eres Dios, y que empiece a dudarlo al convertirse en niño, y que cuando sea un adolescente trate de demostrarte que eres un gilipollas, pero que te llegue a respetar realmente al convertirse en adulto?
  • ¿Habéis visto la extraordinaria película La Juventud, de Paolo Sorrentino, inspirada ligeramente en la novela La Montaña Mágica, de Thomas Mann?
  • ¿No es así que resulta difícil entenderte con un fanático o un imbécil (¿son sinónimo?), pero que es imposible hacerlo con un grupo de ellos?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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