La crónica cósmica. Me siento de maravilla en Katmandú

NEPALIDADES – Desde que empecé a dejarme caer de vez en cuando por Katmandú en los lejanos años ochenta siempre me había hospedado alrededor de la Plaza Durbar, en el barrio antiguo. Aparte de gustarme sus callejones y sus históricos templos, podía escoger entre las docenas de pensiones baratas que hay en la emblemática Freak Street, calle que era el destino de los hippies en la década de los sesenta.

Otra razón de mi preferencia era la proximidad de la avenida, desde la que a las siete de la mañana partían los autocares turísticos hacia Pokhara y Chitwán, adonde también podía llegar andando en menos de diez minutos.

Sin embargo, desde que cambiaron tal emplazamiento a una calle que queda a corta distancia de Thamel, en las últimas ocasiones me alojé en este barrio turístico, concretamente en el hotel Himalayan Oasis. Pero tras comprobar que allí me sentía fuera de lugar y que, en general, los precios eran el doble que en Freak Street, hace un par de semanas cuando estuve en Thamel decidí que en mi siguiente visita me instalaría de nuevo en el barrio antiguo.

Me siento de maravilla en Katmandú porque sigue siendo más humana que la mayoría de metrópolis de esta parte del mundo. Me gusta pasear entre el bullicio de sus bazares sorteando vacas, ricchós y “camellos” que me ofrecen “sustancias ilegales” (¡Ja!). Pero, como mencionaba en la crónica anterior, debido a la extremada polución del aire procuro que mis estancias sean cortas.

Uno de los motivos que provocan la ponzoñosa capa de monóxido de carbono que cubre habitualmente la capital nepalesa es que está en un valle encerrado entre montañas, y que éste tiene forma de una cazuela donde la polución puede permanecer inamovible durante meses, sobre todo en invierno, a pesar de hallarse a mil cuatrocientos metros de altitud. Lo he comprobado en cada ocasión en que he llegado allí por una carretera más elevada y, al empezar a descender, he visto como nos hundíamos en su letal calima.

Lógicamente, tal situación topográfica no es la única responsable de la polución, pues, como en todas las grandes poblaciones, ésta corre especialmente a cargo de los vehículos motorizados, de los que en Nepal hay muchos que escupen nubes negras por sus tubos de escape y en Europa no se les permitiría circular en manera alguna.

Sirva de ejemplo el autocar con el que partí de allí en esta última ocasión, que a pesar de encontrarse aparentemente en buenas condiciones, expulsaba continuamente por el tubo de escape un solido humo negruzco que permanecía en el aire envenenando a quienes lo respirasen.

Como podréis suponer los lectores asiduos de estas crónicas, mi destino eran las llanuras del Terai en el Parque Nacional de Chitwán. Durante la última década he sido testigo de las constantes reparaciones que se llevaban a cabo en la carretera que allí desciende junto a profundos despeñaderos en los que se precipita diariamente algún vehículo: los denomino accidentes aéreos.

De todos modos, las condiciones de esa carretera, estrecha y de dos carriles, continúan siendo nefastas en muchas partes de ella, y más en esa época, cuando los monzones dan sus postreros coletazos provocando avalanchas y grandes lodazales que crean atascos kilométricos.

Aparte de estos retrasos habituales que alargarían las siete horas que íbamos a tardar en recorrer ciento sesenta y tres kilómetros desde la capital a Chitwán, antes de salir del Valle de Katmandú mi autocar permaneció parado una hora esperando a unos pasajeros que llegaban con retraso. ¡Así funcionan las cosas en Nepal!

Más tarde, mientras babeaba contemplando las preciosas vistas del río Trishuli, que gracias a las últimas lluvias corría con una fuerza inusitada, tuve una prueba de la intolerancia occidental que contrastaba con la que había mostrado el chófer nepalés al aguardar impasible a quienes venían retrasados.

La mayoría de pasajeros del autocar eran del Nepal y, aparte de mí, la única excepción era un norteamericano de unos cuarenta años que se sulfuró y se montó un ridículo número cuando un hombre de los asientos traseros conectó su teléfono móvil y empezó a escuchar música: el gringo se levantó inmediatamente murmurando que no estaba dispuesto a soportar aquel suplicio y ordenó al otro de mala manera que parase su móvil. El nepalés, claro, obedeció sin rechistar a aquel gilipollas.

PASO A PASO – Bangkok, Tailandia. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Érase una vez un hombre, yo, que volaba hacia oriente sin enterarse de la misa la mitad. El avión de las Thai Airways International había despegado del cutre aeropuerto de Calcuta cuando ya había anochecido y, a pesar de hallarme sentado como siempre junto a una ventanilla, no tuve oportunidad de observar la increíble geografía de las costas del Golfo de Bengala, que tanto en su parte india cómo en las de Bangladesh y Birmania forma una infinita continuidad de deltas, marismas e islas.

Por otro lado, debido a los dolorosos retorcijones que sufría en el estómago, también me hallaba ausente de la fiesta que se celebraba en el interior del avión, donde, gracias a la política de la compañía aérea tailandesa de servir gratuitamente cuánto alcohol desearan los pasajeros, un carrito cargado con botellas de las mejores marcas de licores no cesaba en su constante ir y venir por el corredor tentándome.

Poco rato más tarde, advirtiendo que yo era el único pasajero despierto, pensé: “Estos tailandeses son la hostia de listos; la movida alcohólica que se han montado en cuanto hemos despegado ha propiciado una modorra general del personal que se ha acompañado automáticamente de una tranquilidad absoluta sin que nadie se quejara o pidiera caprichitos”. Solamente era mi primer contacto con la mentalidad tailandesa.

Varias horas después, una azafata se encargó de despertar a los beodos anunciando por los altavoces: “Nos disponemos a tomar tierra en el aeropuerto Don Mueang de Bangkok. La hora local son las cinco de la madrugada y la temperatura es de veinticinco grados”.

Yo había pensado muchas veces que la India, debido a sus diversas y curiosas peculiaridades, parecía hallarse en otro planeta, un sitio único en donde todo, absolutamente todo, se entendía y hacía de una forma especial; y al poner los pies sobre el suelo tailandés supe que había regresado a la Tierra: del sucio, simple y andrajoso aeropuerto de Calcuta había pasado a la modernidad y limpieza absoluta del de Bangkok; de la lenta, pesada y absurda burocracia indostana, a la tailandesa, rápida, simple y tan eficaz que en pocos minutos logró terminar con todos mis trámites.

Al comparar inconscientemente Tailandia con la India, me resultaba sorprendente cuanto veía. Había muchas oficinas bancarias y teléfonos públicos desde los que llamar a cualquier lugar sin esperas. Al salir de la terminal del aeropuerto me hallé en una auténtica autopista que, a pesar de que el alba todavía no había hecho acto de presencia, ya estaba abarrotada de tráfico.

Pero las diferencias también eran de otro cariz: cuando subí a un autobús que se dirigía a la capital cargado de currantes y estudiantes descubrí que, al revés que en la India, allí ni dios parecía hablar inglés. Mis preguntas acerca del destino del vehículo recibían como respuesta una docena de silenciosas sonrisas. Sin que lograra aclarar dónde me hallaba, la revisora del autobús me obligó a descender al llegar a una parada determinada.

El cielo continuaba de lo más oscuro gracias a las doce horas nocturnas de las que gozan en los países tropicales. Dando una mirada a mi alrededor tuve la confirmación de que había llegado a un país de lo más moderno, pues me encontraba en una gran avenida encerrada entre rascacielos en la que había un tráfico constante de vehículos de última hornada.

En la parada se encontraban media docena de personas a las que no me atreví a preguntar nada porque sus caras me decían: “No english”. Mis dudas terminaron con la llegada de un autobús al que el personal se apresuró a subir mientras yo permanecía en la acera. Entonces la revisora, asomándose, me preguntó en inglés: “¿Adónde vas?”. Yo, que en realidad no tenía la menor idea de cuál podría ser mi destino, me limité a responder: “No sé…, supongo que al centro”. “Anda, sube”, replicó la chica apremiándome.

Tras ponernos en marcha, me explicó: “Los turistas acostumbran a instalarse en Khao San Road, donde hay muchas pensiones y restaurantes baratos. Ya te avisaré cuando pasemos por el Monumento a la Democracia, allí has de descender y andar unas pocas esquinas. Bienvenido a Tailandia”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • ¿Les piden el pasaporte a los cadáveres de los niños para comprobar su nacionalidad?
  • Morir es fácil, lo difícil es agonizar.
  • Me asquea de tal forma la mentira que incluso me subo por las paredes cuando alguien miente en una película, algo que, como en la vida real, siempre se hace por cobardía.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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