MALOS TIEMPOS PARA LA… IMPROVISACIÓN – Recorrido desde Mae Hong Son a Kanchanaburi, Tailandia. En los viejos tiempos que, por cierto, eran igual de buenos que los actuales, yo viajaba por el mundo sin hacer planes ni tener, en muchos casos, la menor información del lugar al que me dirigía.
Curiosamente, y a pesar de ir a ciegas, siempre lo hacía en la mejor época: buenas temperaturas, estación seca, pocos mosquitos, temporada baja de turismo, etcétera. Improvisaba sobre la marcha, y el cartel publicitario expuesto en una agencia de viajes, por ejemplo, podría animarme a visitar un país del que nunca había oído hablar.
De forma parecida, estaría viajando en un autobús y, al pasar por una población desconocida que me atraería por cualquier razón despertando mi instinto de explorador, de pronto decidiría echarle un vistazo.
Entonces, con el equipaje al hombro, recorrería sus calles preguntando aquí y allá hasta dar con una pensión que me sedujese. También podría ser una casa particular o una granja que viese a las afueras, donde conseguiría una habitación en la que alojarme una temporada.
Al funcionar de tal manera, a veces terminaba pasando la noche en el porche de un templo, en una cabaña abandonada o en una estación de tren. Siempre llevaba (y sigo llevando) en mi equipaje todo lo necesario para acampar cómodamente: colchoneta, saco de dormir y mosquitera.
Pero esta forma improvisada de moverme ya es historia porque, aparte de que me he aburguesado, pues prefiero usar gas en vez de leña y electricidad en vez de velas, el mundo “modelno” (maldito internet, bendito internet) ha ocasionado que todos los que formáis parte de la pandemia turística hagáis las reservas de los transportes públicos y los hoteles con mucha antelación, y que cuando llego a un lugar sin haberlo hecho así me encuentre con el cartel de “Completo”.
Incluso parece que me observen con desconfianza en plan: “¡Qué tío más raro!”.
Estando así el patio, cuando en noviembre vine desde Katmandú a Tailandia, ya organicé las movidas que haría durante los siguientes meses: adquirí el tique del minibús con el que recorrería de vuelta durante cinco horas los doscientos cuarenta y cuatro kilómetros que hay desde Mae Hong Son a Chiang Mai, y especifiqué que quería el asiento frontal que me permitiese gozar de los espectaculares paisajes de esa serpenteante carretera; reservé por una noche una habitación en el Y Smart Hotel de Chiang Mai, que queda a corta distancia de la estación de autobuses; conseguí un buen asiento (piso superior, sin vecino y pudiendo estar sentado en la posición del loto) en el autocar que parte a la siete de la mañana de esta ciudad y en doce horas recorre los seiscientos ochenta y cinco kilómetros que hay hasta Kanchanaburi.
Completé mi programa telefoneando a la pensión Sugar Cane de esa población, pidiendo que me tuviesen a punto mi cabaña predilecta, en la que planeo hospedarme durante un mes; después iré a Malasia en un vuelo del que ya tengo el pertinente tique, y pasaré tres meses en cierta isla que desconozco en la que he reservado asimismo una cabaña.
Si fuese supersticioso, quizás temería que programar el futuro inmediato trajese mala suerte, como celebrar el cumpleaños por adelantado. Sí, son malos tiempos para la improvisación, y ahora, si hay alguien que nos controla, incluso puede saber adónde iremos mañana, ¿verdad?
En este último trayecto, pasé dos días en la carretera viajando de norte a sur durante más de novecientos kilómetros, en los que prevaleció el verdor constante de la jungla, del bambú, los arrozales y las plantaciones de caña de azúcar. Como siempre, me sorprendió ver carteles de tráfico advirtiendo: “¡Atención, elefantes!”.
PASO A PASO – Alter do Châo, Amazonia, Brasil. Continúa de la crónica anterior. Varios días más tarde llegaron a la “pousada” dos nuevos clientes: un húngaro que llevaba toda la vida en el Brasil y un joven de Sao Paulo, de origen japonés llamado Jui, que trabajaba en prospecciones petrolíferas. Ambos le pidieron a Mario, nuestro anfitrión, que les mostrara las maravillas de los alrededores, y se organizó una excursión a la que fui invitado.
Partimos de madrugada y, después de cruzar la Laguna Verde en la piragua familiar, anduvimos por el centro de una península de suelo arenoso. Mario demostraba continuamente sus conocimientos del terreno observando cuantas señales y marcas se encontraban en el camino como si leyese un libro: “Estos excrementos frescos son de un armadillo”. “Por aquí ha pasado una cobra”; adiviné que, como sucedía en la India, tal denominación se usaba para todas las serpientes en general.
El tipo de terreno que recorríamos cambió a difícil y pedregoso al empezar a trepar por la empinada ladera de una colina. A partir de allí tuvimos que calcular cada paso, cuidando dónde poníamos los pies para evitar accidentes. A pesar de ser las ocho de la mañana, sudábamos a mares, lo que no impedía que el húngaro continuase charlando continuamente.
El paisaje se mostró más grandioso y espectacular tal como íbamos ascendiendo en zigzag. Cuando alcanzamos la cumbre, guardamos silencio extasiados mientras contemplábamos cuánto alcanzaban nuestras miradas.
«Nos encontramos en el “Alto de la Polla”», explicó escuetamente Mario. La colina, que tenía realmente una forma fálica, reinaba en el centro de la península. Desde dónde estábamos, se podía comprender perfectamente la orografía del lugar. Allí estaba Alter do Châo con sus playas frente a las quietas aguas de la Laguna Verde. El río Tapajós formaba una amplia curva alrededor del pueblo, la laguna y la península, para terminar pasando por detrás del “Alto de la Polla” en su camino hacia Santarem y el Amazonas.
Desde aquellas alturas también descubrimos otra laguna, ésta realmente encerrada entre la tierra y la arena, que se encontraba junto a la parte más amplia del río. A vista de pájaro, los diez kilómetros de anchura del río Tapajós tenían el aspecto de un pequeño mar bordeado por una selva que no parecía tener fin.
Si la subida había sido dura, el descenso fue peligroso y complicado. Al cansancio físico le substituyó el psíquico. Ya de vuelta, en la llanura, nuestro guía nos mostró la charca que había entre unos arbustos: “No os acerquéis porque es el domicilio de varios “jaquarés” (caimanes), que son muy celosos de su intimidad”.
Más adelante dimos con los restos de un búfalo, y el guía se llevó los cuernos como recuerdo. “A éste debió de comérselo un jaguar”, nos explicó.
“A pesar de que los ciudadanos como vosotros creáis que el jaguar es el mayor peligro del “mato”, en realidad podríais pasar días y días por aquí sin que os cruzaseis con uno de ellos. Por el contrario, difícilmente daréis un paseo sin encontraros con los mayores asesinos de la selva, los insectos. Sirva como ejemplo que, en Alter do Châo, hay una mujer que ha permanecido varias semanas en la cama, hecha polvo y con fiebres muy altas, a causa de una sola y simple picadura de una hormiga “tucanera””. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – Los hindúes creen que cuánto vivimos en este mundo es pura ilusión, maya, y que será mejor si no damos por sentado lo que experimentamos, tocamos o vemos. Con las virguerías que se hacen actualmente con Photoshop, ya es una realidad que no podemos fiarnos de lo que nos dicen los ojos. Así que, por una vez, la religión va de la mano con la tecnología. Todo es virtual, todo es maya, todos es ilusión.
Estos días llevo un buen lío en mis seniles sesos porque, mientras escribo una novela, corrijo la anterior y, poniéndomelo más difícil, se me ha ocurrido leer otra bastante antigua de la que había olvidado grandes partes de su trama. Al pensar en ellas durante mis paseos, a veces no sé cuál es cuál o si tal personaje pertenece a ésta o aquélla.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.