El tercer día en Sihanoukville confirmamos definitivamente que disfrutar de la playa iba a ser imposible y aunque pueda parecer evidente porque estábamos aún en la estación húmeda, habíamos ido a Camboya con la esperanza de que el tiempo nos respetara del mismo modo que lo hizo en Laos en septiembre del año anterior. Hicimos de tripas corazón y asumimos que el agua nos iba a fastidiar si o si, así que íbamos a ver la otra playa y a aprovechar los pequeños ratos de sol, que era lo único que podíamos hacer.
La playa de Otres está a 7 kilómetros del centro del pueblo, así que ir andando era una idea que descartamos de antemano. En la puerta de Monkey Republic como siempre, un par de conductores de tuk-tuk esperaban a la caza del turista, así que fuimos una presa fácil y la negociación para que nos llevase fue rápida.
El viaje fue toda una odisea y no precisamente por la lluvia, que se había tomado un respiro. Cuando terminaba la carretera había que entrar en un camino destrozado que conducía hasta la playa. Éste no tenía más de 2 metros seguidos asfaltados y para complicarlo más aún estaba inundado por todos los sitios. El conductor, sabedor de que un tuk-tuk en el sudeste asiático puede recorrer más que un todoterreno (doy fe) miró fijamente el camino y tras examinarlo detenidamente de arriba a abajo emprendió el desafío. Iba rodeando cada charco, bordeando los obstáculos, tirando de motor y de imaginación. Cuando parecía que quedábamos atrapados en algún agujero siempre encontraba la manera de hacer salir el vehículo. Tal fue la hazaña que quedé boquiabierta; todo un conductor de rally. Al llegar al destino acordamos una hora para que volviese a recogernos, ya que con lo solitario que se estaba aquello no íbamos a encontrar ningún otro vehículo para la vuelta.
Otres era una playa más tranquila con un tramo de arena más espacioso Desde donde nos dejó el conductor hasta que encontramos un chiringuito anduvimos cerca de un kilómetro.
El ambiente que se respiraba era mas tranquilo, con menos vendedores y menos agobio. Desde allí las vistas de las islas de enfrente eran mejores todavía. Para llegar a éstas había que contratar una excursión de un día o dos y algunos de los niños de la playa de Serendipity se encargaban de captar gente para ir. El paisaje en ellas debería ser espectacular, imagino, porque evidentemente al final no fuimos. Ni barco, ni islas, ni snorkel… todo por la dichosa lluvia.
En Otres nos pudimos relajar, nos tomamos un par de cervezas, dormimos y nadamos. Estuvimos toda la mañana y justo cuando parecía que las nubes se iban definitivamente ya era la hora de volver para coger el tuk-tuk. Como ya habíamos quedado y nos supo mal plantar al conductor nos fuimos y cuando nos dejó en la guesthouse volvimos a ir a Serendipity un rato. Fue solo hasta media tarde, porque después ya fue imposible quedarse en la playa.
Otra vez volvíamos a repetir la tarde de holgazanería pero al menos ahora sabíamos que había algunas películas en inglés con subtítulos en castellano y nos entretuvimos bastante. Hartos de no hacer nada decidimos ir a la guesthouse de enfrente Utopia, a tomarnos la cerveza en otra silla distinta y ver otras caras. Aquello estaba desierto, pero al llegar vimos que tenían un billar desocupado y nos pusimos a jugar. Jugué fatal, soy consciente de ello, y además porque Toni me lo repitió hasta la saciedad, pero terminé ganando porque como dicen en mi pueblo “al qui se burla el dimoni li furga” y el experto metió la negra.
Cenamos en el restaurante Monorom una pizza de 30 cm y aunque los propietarios consideraban importante escribir este detalle en la carta del menú, yo no pude comprobarlo. Junto a nosotros había un perro y un gato que sabían que a mi lado les iba a caer algo seguro, un caracol tan grande como mi puño, una rana escondida en una esquina y una cucaracha que no me dejó ir tranquila al servicio ni una sola vez.
La mañana siguiente me desperté oyendo el maullido incesante de un gatito que pedía la ayuda de su madre. Atrapado entre trastos abandonados detrás de nuestro bungalow y con la persistente lluvia, el pequeño se mojaba y no podía salir. Angustiada de oírlo salí a ayudarlo justo en el momento que vi aliviada que la madre conseguía sacarlo de allí del pescuezo y se lo llevaba en su boca hacia un refugio.
Los dos últimos días en Sihanoukville no merecerían ni un renglón de este diario sino fuera para contar que fuimos a dar los últimos regalos que llevábamos en la mochila. En la contraportada de la carta del restaurante de la guesthouse vimos que desde el Monkey Republic colaboraban con algunas causas benéficas, una de ellas M’Lop Tapang, una ONG que trabaja con niños recogiendo cosas necesarias para ellos. Cerca de allí tenían una tienda con objetos hechos por ellos mismos con material reciclado: collares, bolsos, carteras, posavasos… Alguna vez al pasar por delante vimos a niños haciendo taller de dibujo. Cogimos la bolsa con libretas, bolis, pinturas, cepillos y pasta de dientes y nos dirigimos a la tienda. Se lo dimos todo a la chica que estaba de dependienta y nos lo agradeció con una sonrisa.
Mi último recuerdo de Sihanoukville no es ni la playa, ni la lluvia sino la sesión de cine que nos pegamos durante un día y medio enteros, resignados a no poder hacer otra cosa.
Y como no estábamos en Camboya para ver películas decidimos no perder ni un día más. Nos despedimos de Sihanoukville y del Monkey Republic pegando nuestras fotos en un mural de la pared del restaurante en el que había decenas de comentarios de gente que por allí había pasado y nos compramos un billete en dirección a Kampot donde por fin pudimos reanudar la aventura.
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