El sol quería burlarse de nosotros y esa mañana salió puntual para poder reírse en nuestra cara. Abandonábamos la playa por su ausencia y ahora brillaba como no lo había hecho durante toda la semana.
Pasó a recogernos a la guesthouse una minivan que ya llevaba en su interior a una pareja de franceses y a las ocho aparcó en la estación de autobuses de Sihanoukville. Durante una hora entera estuvimos asándonos allí dentro viendo como cada vez se llenaba más de gente y de trastos. Estábamos al lado del mercado y aprovecharon para cargar todo tipo de cosas: mochilas, maletas, ropa, ruedas, comida y fruta del mercado. Como es costumbre en Camboya hay que transportar lo máximo en cada viaje y aunque parezca imposible siempre cabe algo más.
A las nueve salimos todos en dirección a Kampot: doce adultos, cuatro niños, un perro y una moto atada a la parte trasera del vehículo, aprovechamiento del espacio hasta el último milímetro.
A Toni y a mi nos movieron y nos pusieron en el asiento del copiloto. “Menos mal” pensé en un principio, porque detrás no tenia sitio para mis piernas.
Lo que no sabía es que iba a terminar rezándole a la virgen para no estamparnos contra algún camión. Y es que el conductor era de la misma escuela que la del resto de conductores de Camboya. Se pasó las 3 horas adelantando obsesivamente a todo el que se ponía delante. A eso se le añadía la tortuosidad de la carretera y su mal estado, la falta absoluta de señales y líneas para separar los carriles y la ausencia de cinturón de seguridad que hacía que sintiese que en cualquier momento íbamos a salir ambos catapultados llegando más rápido a Kampot. No es de extrañar que una chica que iba en la parte de atrás abriese la puerta cada vez que el coche paraba para sacar la cabeza y vomitar.
Y si algo hicimos fue parar mil veces. La policía hacía acto de presencia en cualquier curva obligando a los vehículos a parar cada dos por tres y los conductores les daban un importe de dinero cada vez, que no debía de tratarse precisamente de un peaje…
A mediodía llegamos a Kampot y a diferencia de la mayoría de sitios aquí la gente no nos atosigó. Nos preguntaron si queríamos una moto o un tuk-tuk y nada mas decir que no dejaron de insistir. Cogimos el mapa de la guía y fuimos en busca de Blissful Guesthouse.
Kampot es un pueblo bastante pequeño y las distancias son cortas, la minivan nos dejó justo en la calle paralela y encontramos la guesthouse rápidamente. Blissful guesthouse era una casa de dos plantas: en la de arriba había una sala de descanso con algunos sofás y butacas y en la de abajo habitaciones y el restaurante.
Una vez establecidos salimos a desayunar-comer y conocimos a la dueña de la guesthouse, una mujer danesa que llevaba ya unos cuantos años por aquel pueblo y no tuvo ningún inconveniente en aconsejarnos que ver o hacer por allí y darnos un mapa. Durante la comida tuvimos la oportunidad de probar la pimienta de Kampot, afamada entre los restaurantes parisinos, y tal fue el buen sabor de boca que nos dejó que decidimos que íbamos a comprar por lo menos un kilo.
Salimos al precioso jardín rebosante de vegetación en el que habían levantado unas cabañas de madera que hacían sombra a las hamacas y la mesa que había debajo. Sin duda alguna el lugar perfecto para hacer la digestión a cobijo del sol que, para nuestra sorpresa, todavía no se había escondido ni un minuto. Cuando conseguimos vencer a la pereza salimos a explorar Kampot.
Kampot es un destino popular del sur de Camboya tanto por sus alrededores como por la paz que allí se puede llegar a respirar. Construida al lado del rio Kampong Bay, el legado francés se aprecia en sus calles repletas de antiguos edificios coloniales que alojan ahora a los habitantes del pueblo. Las afueras son sin duda otro de sus grandes atractivos, ya que a apenas unos kilómetros de distancia hay numerosas cosas que visitar: el parque nacional de Bokor, estación abandonada, las cataratas Popokvil y las cuevas de Kompong Trach.
Con nuestro mapa en mano cruzamos el pueblo entero y llegamos finalmente al mercado Psar Leu. Por primera vez veíamos un mercado que no parecía una fotocopia de los anteriores. No era solo de comida, había de todo y separado por secciones, más parecido a un supermercado. Había ropa, telas, droguería, comida envasada y sobretodo pimienta, tanta pimienta que algunas zonas del mercado quedaban sumergidas en el olor. Y color, muchísimo color.
Fuimos grabando por los pasillos largos y estrechos cada uno con su cámara, dándonos la vuelta cada minuto para no perdernos de vista el uno al otro.
Una vez en el centro del inmenso mercado se nos ocurrió que podríamos comprar unas hamacas (si, de esas que tanto me gustan y en las que siempre salgo tumbada en las fotos…). El problema era que no las veíamos a simple vista en sus escaparates y teníamos que preguntar si habían a los vendedores, que no tenían ni pizca de idea de hablar inglés. Fuimos a preguntarle a una chica joven con la esperanza de que ésta nos entendiese, pero como no hubo manera al final tuvimos que llevarla hacia donde había un hombre balanceándose en la hamaca y se la señalamos. “Aaaaaaaaahhhhh” dijo, y asintió con la cabeza. En menos de 5 minutos teníamos delante nuestro 4 o 5 hamacas para elegir. Para acabar de enredar un poco a la pobre chavala y como no nos terminaban de gustar, le pedimos entre gestos y palabras que nos enseñase otros colores diferentes. Al final tanto esfuerzo tuvo su fruto: ella contenta porque le compramos 3 hamacas y nosotros más aun porque solo nos habían costado 10 dólares.
Se nos hizo de noche y fuimos en busca de algo para cenar. Las calles estaban vacías y prácticamente oscuras, tan solo alguna tímida farola se atrevía a dar un poco de luz. Paseando por delante del río descubrimos unos cuantos restaurantes entre ellos Moliden Restaurant. Construido en madera y con un jardín delante con mesas en las que nos sentamos a cenar. Y allí mismo, esquivando los regalitos que nos enviaban los pájaros, nos comimos un plato de nuddles y una deliciosa pizza.
Estábamos deseosos de hacer la excursión contratada el día siguiente para ver Bokor, que sin duda nos impresionó, pero eso os lo dejo para el próximo capítulo…
Debe ser duro ir a Kampot para comer pizza. Sin acritud. Saludos cordiales.