Desde que habíamos llegado a Kampot hacía dos días aún no se había escondido el sol, y si insisto tanto es por que me parecía increíble que estuviese sin llover ya más de 72 horas seguidas, todo un récord. Esa mañana teníamos planeado ir al local que vimos la noche anterior y alquilar una moto, y la verdad, no había otra cosa que me hiciese más ilusión. Teníamos ganas de coger un vehículo e ir a cualquier sitio por nuestra cuenta sin tener que estar quedando con conductores o pendientes de horarios.
Antes de empezar la excursión fuimos a desayunar al Epic Arts, un restaurante regentado por un grupo de personas sordomudas o con otro tipo de discapacidad que se organizaban perfectamente para llevar a cabo su tarea. Los beneficios de este negocio iban destinados a colaborar en diferentes actividades para ellos, ya fuese danza u otros talleres. Nos sentamos en una de las mesas y una chica joven vino, nos hizo un saludo con la cabeza y a continuación dejó en la mesa una hoja con el menú y un bolígrafo para que marcásemos con una cruz lo que quisiéramos. Me comí un yogurt con muesli y un montón de frutas del tiempo troceadas, buenísima forma de empezar el día, aunque nada que envidiar a Toni que se comió un sándwich y unas torrijas.
A la vuelta de la esquina estaba el local de alquiler de motos. Allí un matrimonio nos atendió amablemente y nos llevó hasta donde se encontraba la moto que nos iba a dejar. Nos comentó que llenásemos el depósito antes de salir y “que casualidad” el vecino de al lado tenía una “gasolinera” de ésas portátiles que se llevaban tanto por allí con un estante repleto de botellas de Fanta llenas de gasolina. Se quedó con un pasaporte, nos dio un par de cascos que protegían lo mismo que un gorro de paja y nos deseó buena suerte. A partir de ese momento éramos libres de hacer lo que nos apeteciera, hasta donde resistiera la moto.
Decidimos ir a visitar las cataratas de Tek Chhouu a ver si nos dábamos un chapuzón aprovechando el buen tiempo, así que nos encaminamos por la carretera que nos indicó la dueña de la guesthouse. Los ocho kilómetros que había hasta los rápidos fueron como una carrera de obstáculos: búfalos, vacas, motos, tuk-tuks, camiones, camionetas, domingueros, baches, incluso la lluvia nos amenazó apareciendo unos pocos minutos antes de volver a dar paso al sol. Y todo esto con la cámara en una mano grabando y con la otra cogiéndome e intentando no caer. Por el camino vimos la entrada del Tek Chhouu Zoo, pero no teníamos ninguna intención de entrar aunque la Lonely Planet dijese que estaba bien cuidado…
A escasos metros de la cascada había un hombre cobrando por entrar, algo que me sorprendió, aunque el precio era más bien simbólico no dejó de extrañarme que nos cobrasen por querer nadar en un tramo de río… Pero la sorpresa no fue esa sino ver la gran cantidad de gente que había ido a pasar el día cerca del agua. Un parking lleno de coches y motos nos advertía de lo que nos íbamos a encontrar más abajo. Y así fue, bajamos a ver las cataratas y vimos a decenas de personas nadando en unos rápidos demasiado sosegados. Muchos de ellos intentaban dejarse arrastrar por la corriente encima de unos neumáticos, en vano ya que ésta no estaba por la labor. Visto lo visto y sin atreverme a quedarme en bikini ya que todo el mundo estaba nadando con ropa decidimos marcharnos, no sin antes dar una vuelta y observar el panorama.
Nos dimos cuenta de que a falta de parques acuàticos, la gente organizaba la fiesta en las cascadas como quien se va a pasar el día a “acualandia”. Centenares de familias reunidas en los alrededores: nadando, vendiendo, comiendo, niños jugando a futbol, a volley… La gente mas pudiente tenía un chalet por los alrededores y los que no podían tanto se conformaban con montarse el camping con dos hamacas colgadas entre un par de árboles que les servían para delimitar el trozo que ese día les pertenecía. Y como nuestro lugar no estaba ahí, decidimos cambiar el río por cuevas. Y otra vez el mismo camino, los mismos animales y la misma gente. Volvimos a entrar en Kampot y cogimos otra carretera en peor estado que la anterior ya que en ésta era difícil encontrar un tramo con más de tres metros enteros.
A escasos kilómetros vimos el estrecho camino de entrada a Phnom Chhnork y nos incorporamos a éste. Íbamos en busca de unas cuevas a las que se puede entrar y explorar, pero andábamos perdidos por aquellos caminos entre los arrozales. Suerte que una niña que paseaba con la bicicleta se ofreció a guiarnos, pero para nuestro asombro en vez de ir con la bicicleta nos pidió subir en la moto con nosotros. Aunque allí sea lo más normal del mundo, nuestro esfuerzo nos costó. Y es que la niña estaba ya crecidita y nosotros pequeños no somos. Aun así se puso en medio de los dos, Toni conducía y yo desde detrás intentaba capturar con la cámara la escena. Esta vez si que llevaba medio culo fuera y a cada salto que daba la moto me iba yendo más hacia atrás, encima me sabía mal ponerme muy encima de la niña para no hacerle daño. Un show, y si no me caí fue de milagro.
Al final llegamos a la zona de las cuevas donde nos recibieron unos cuantos niños ansiosos de turistas a los que guiar para cobrar algún dólar. En fin, que nada mas dejar la moto uno de los chavales se ofreció a guardárnosla y otros tres se vinieron con nosotros a guiarnos por las cuevas. Nos encaminamos por un sendero entre los campos de arroz que terminaba justo delante de unas escaleras que subían hasta las cuevas. Por el camino se presentaron los chicos con unos nombres que soy incapaz de escribir, y mientras íbamos andando nos iban contando cosas sobre el lugar al mismo tiempo que aprovechaban y nos preguntaban cosas sobre nosotros. Tenían curiosidad por saber sobre nuestro país o a que nos dedicábamos y mientras hablábamos nos contaban cosas tan relevantes para ellos como que la escalera tenía 203 escalones.
Arriba del todo estaba el Wat Ang Sdok, donde un monje nos vendió un par de entradas para las cuevas. Las vistas desde allí hacia los arrozales eran impresionantes. Entramos primero a una cueva grande llena de estalactitas que según los niños se asemejaban a animales: un elefante, un león… justo allí dentro habían montado una especie de altar lleno de velas, y el aspecto más que espiritual era aterrador.
Seguimos y llegamos a un agujero de metro y medio de diámetro que se adentraba en la montaña por el que los niños pretendían que pasáramos. Yo me imaginé un pasillo largo, oscuro y estrecho y me empezó a entrar claustrofobia, pero vi a los niños tan convencidos y a Toni mirándome con cara de “¿esto te da miedo?” que no me quedó otra más que entrar. El niño mas avispado me cogió la mochila y la linterna y me fue señalando por donde tenía que poner los pies, porque eso si, la posición de las rocas se las sabían de memoria. Una vez superado el primer tramo la cueva por dentro se expandía, seguía sin haber luz, pero al menos se ensanchaba el espacio y sentí que allí dentro podía respirar. Tuvimos que cruzar por en medio de un montón de rocas desorganizadas, y en ese momento me di cuenta de que la ayuda de los niños era imprescindible para no pegarte un buen batacazo y caer encima de una de esas rocas puntiagudas. Me señalaron con la linterna cada paso que tenía que dar y donde tenía que poner el pie, incluso me daban la mano para subir a algunos sitios más elevados, y todo esto unos niños que me llegaban a la cintura.
A la salida de las cuevas volvimos a un sendero entre campos de arroz y uno de los chavales cogió unas cuantas ramas y me hizo una corona. Se portaron de maravilla y después de tanta amabilidad, cualquier dilema moral se nos olvidó y no les pudimos negar un dólar a cada uno. Supongo que en ese momento quise pensar que se iban a quedar ellos la pasta y no la darían a ningún espabilado, o quizás solo lo pensé para sentirme bien…
Nos despedimos de ellos y nos marchamos de allí corriendo viendo que se avecinaba una buena tormenta y aunque nos fuimos rápido nos pilló el agua justo en la entrada de Kampot. Minutos más tarde nos estábamos haciendo una cerveza en el bar de Blissful guesthouse escuchando Merry Blues, la dueña subió el volumen de la música al oir a Toni diciendo “ei, Manu Chao!”, y con el “so many nites…” se nos hizo de noche.
Noche de sábado. No podíamos hacer otra cosa mejor que irnos de cena “de gala”, y el restaurante para la ocasión elegido desde el primer día que pisamos Kampot, era Rikitikitavi: a la vera del río y con una terraza en el primer piso de un garito de madera. Muy limpio, muy bonito y muy bien de precio: una cena deliciosa con el típico lok lak (ternera troceada con salsa acompañada de pimienta), brownie, cerveza, vino, baileys, beefeater y tónica. Y todo por sólo 42 dólares.
Nos estábamos enamorando de Kampot…
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