El día en Les paillotes empieza temprano, así que si queríamos ver lo que allí se hace teníamos que llegar de madrugada. A las 6 nos recogió Jack y a las 6:45 estábamos en la puerta del colegio esperando a Romanie. La chica tardó un poco, así que nos sentamos en la acera y vimos como iban llegando los alumnos. Nos sirvió para ver la cara de alegría de lo niños por la mañana, contentos de poder ir al colegio en vez de estar recogiendo basura en el vertedero. Todos impecables con el uniforme, riendo y haciendo bromas, grupos de niños iban entrando al recinto. 10 minutos más tarde apareció Romanie, quien le dio las indicaciones a Jack para llegar al vertedero.
Romanie era una chica de mi edad, sonriente, atenta, encantadora y con una mirada alegre oculta detrás de unos ojos casi blancos debidos a alguna enfermedad. Desde el principio nos transmitió una mezcla de ternura y simpatía y sin su ayuda no hubiésemos llegado nunca ya que el lugar estaba algo alejado de las principales avenidas. Entramos en un barrio bastante desamparado; las calles sin asfalto y llenas de charcos eran difíciles de transitar y se convertían en un verdadero obstáculo a la hora de acceder con el tuk-tuk. Finalmente llegamos a una esquina en la que cambió el paisaje de repente y donde el vehículo ya no podía pasar. Era imposible intentar meter las ruedas del carro sin que quedasen encajadas en el fango.
Romanie nos hizo un gesto para que fuésemos detrás de ella y Jack, que vio el asunto, prefirió no seguirnos y dijo que nos esperaba allí hasta que regresáramos más tarde. Estábamos metidos ya en la zona del vertedero, los despojos en el suelo lo probaban y éstos a medida que íbamos andando se acrecentaban. Las botas nos protegían de cualquier objeto punzante o cortante aunque Romanie no tenía tanta suerte y debía andar por allí con sus zapatitos aun a riesgo de llevarse un pinchazo. Algunos no tenían la misma suerte que nosotros y la gente que empezábamos a ver iba con chanclas o sin calzado, y no por ello con cuidado, ya que iban tan tranquilos como el que camina descalzo por la arena de la playa.
Andábamos por la “calle” que quedaba entre las cabañas construidas encima de la basura. Estaban construidas con cualquier tipo de material, con lo que iban consiguiendo sobre la marcha. Las que tenían el lujo de tener una “puerta” eran trozos de telas de distintos colores y materias cosidas de cualquier modo.
Cruzamos el improvisado “barrio” y llegamos a Les paillotes. Simplemente un recinto dentro del vertedero pero organizado. Allí dentro estaban las guarderías que acogen a los más pequeños del lugar y justo enfrente un techo donde habían habilitado unas mesas y sillas para las comidas. Llegamos en el preciso momento en el que estaban repartiendo una de ellas y Romanie nos dejó rienda suelta para grabar y fotografiar todo lo que quisiéramos. Casi durante una hora, Toni y yo quedamos absorbidos ante tal panorama y cada uno con su cámara intentó reflejar al máximo lo que allí estaba pasando.
Todo el mundo hacía cola para recoger su plato de arroz y de manera ordenada se iban sentando alrededor de las mesas. Algunos comían con tanto ansia que parecía que ni me veían cuando les grababa y otros cuidaban de sus hermanos menores y se encargaban de darle cucharada a cucharada su ración de arroz con carne.
Al mismo tiempo un médico y una enfermera atendían a los niños con rasguños, mientras éstos, la gran mayoría, lloraban de tal manera que sus llantos inundaban el comedor.
Enfrascada como estaba no advertí los gritos de Toni que me llamaba para decirme que había una niña de la guardería que se había cogido de su mano y no quería soltarlo. Fui donde estaba él y pude ver como los niños jugaban al “sambori”, a la cuerda, con un balón… Algunos niños nos vigilaban atentamente, y otros se acercaban a nosotros como si hubiesen visto a alguien conocido y pedían que les cogiéramos al brazo o simplemente se enganchaban a nuestras piernas.
Hubo un momento en el que aparté la mirada de la cámara porque dos niños se habían cogido de mis piernas y desde allí, como si se sintiesen más protegidos, miraban a los otros niños. Supongo que les debíamos recordar a los monitores españoles y franceses que aterrizan en agosto y les organizan acampadas de verano, con los que llegan a tener mucha relación y quienes les deben de dar mucho cariño. Tuve que dejar de grabar cuando se me acercó un niño pidiendo que le cogiese en brazos, y con el niño cogido me reí viendo a Toni al que le estaban persiguiendo dos niñas que querían que las cogiese a las dos.
Estuvimos allí bastante rato hasta que decidimos preguntarle a Romanie si podíamos acercarnos un poco más a la montaña de basura, y aunque nos dijo que era peligroso, accedió. No tuvimos que andar demasiado para llegar y pudimos comprobar que efectivamente el vertido en ésta se había paralizado y lo habían trasladado a otro sitio. Aun así las columnas de desechos seguían allí y el peligro continuaba. Romanie dio un grito cuando vio a Toni saltar de un lado a otro de un río de aguas negras que se había formado entre los escombros. La basura allí flotaba encima de los gases producidos y se tambaleaba debajo de los pies de Toni; Romanie sabía que con estos gases corría el riesgo de quemarse y le pidió que volviese donde estábamos nosotros.
Sin darnos cuenta habían pasado ya casi 3 horas y teníamos que volver donde estaba Jack esperándonos. Primero fuimos otra vez al colegio para dejar a Romanie. Allí le agradecimos que nos hubiese guiado por Les Paillotes y Toni le hizo un retrato que le prometió que le mandaría. Nos deseó suerte y nosotros le deseamos lo mejor. Nos explicó todo cuanto pudo en inglés, nos permitió fotografiar cualquier cosa y explicó a la gente quienes éramos para que nadie nos hiciese un mal gesto, se había portado de maravilla.
Con el trabajo terminado, el resto de nuestra estancia en Phnom Penh se convirtió en holgazanear en el bar y dar vueltas por las callejuelas. Cuando no estábamos en la guesthouse mirando la tele, íbamos a conectarnos un rato a internet o al Liquid bar a hacernos una cerveza con sus cacahuetes y palomitas. La chica que siempre estaba en la barra, como recompensa a nuestra asiduidad nos regaló un par de libretas con fotos de Camboya con propaganda en contra de la prostitución infantil y en todas las páginas aparecía un número de teléfono para denunciar cualquier abuso.
Por la noche cenamos en el Steve Steak, no por su comida, que eran hamburguesas y patatas, sino porque estaba enfrente de la guesthouse y no teníamos ganas de andar más. Recuerdo que me comí una ensalada con tomate y pepino de las que tanto había echado de menos por Camboya, y me hizo darme cuenta de lo efímero que me había parecido el viaje y que en un par de días ya estaríamos de vuelta a casa…
Bondia nois!!!la setmana que ve marxo cap al surest asiàtic gairebé dos mesos!!voldria saber com veu fer per poder veure els nens de les paillotes ja que també sóc infermera i porto vàries coses a la motxilla per poder col·laborar!
gràcies i el vostre blog és genial