La crónica cósmica. ¿A qué se debió que vinieses a Tailandia?

LA TABERNA GALÁCTICA JUNTO AL RÍO KWAI DE TAILANDIA. El camarero, conocedor de mis aficiones, me indicó con la mirada a un grupo de cuatro hombres que reían ruidosamente. Eran occidentales y rondarían entre los cuarenta y los sesenta años. Estaban sentados alrededor de un par de mesas sobre las que había muchas botellas de cerveza, la mayoría vacías, y otras a medio consumir. Al fijarme en su campechano comportamiento y en las prendas que vestían, supuse acertadamente que serían unos veteranos trotamundos.

Cuando les pedí permiso para sentarme con ellos, me dieron la bienvenida sazonándola con bromas y risas. Uno de ellos que se encontraba justo a mi lado, me explicó en un perfecto inglés de Oxford que “nuestra” mesa era la de los conocimientos y la sabiduría, mientras que en la otra se daba el caso contrario y sólo se decían gilipolladas. Terminó tal afirmación soltando una sonora carcajada que fue seguida por las de los demás. Cuando hablaban, se interrumpían desvergonzadamente unos a otros, y en algunas ocasiones mantenían distintas conversaciones que se entrecruzaban.

Tal como me sucede siempre en estos casos, yo traté compulsivamente de escucharlo todo al mismo tiempo, pero, por supuesto, no logré entender nada; así que pedí ayuda a la tecnología y puse disimuladamente en marcha mi “modelno” radiocasete. Imaginé que varios de mis acompañantes serían escritores porque, mientras charlaban o bromeaban de lo que fuese, exclamaron repetidamente: “¡Esto serviría como título de una novela!”.

Esa profesión se confirmó en el caso del hombre con acento de Oxford, quien, sin dejar de reír, nos contó: “Yo estuve viviendo varios años en Manila, donde trabajaba como corresponsal del periódico “The Guardian”. Completando perfectamente el cuadro, me casé con una chica filipina y tuvimos una hija. Mi buena relación con aquel país y sus gentes terminó cuando tuve la mala idea de escribir un reportaje acerca del poder de la Iglesia Católica. Entrevisté a un párroco que residía en una lujosa mansión y tenía coche con chofer, a pesar de que los devotos de su iglesia iban descalzos y vivían en la miseria. ¡Ja, en cuanto le planteé esa cuestión, él dio la entrevista por concluida y me echó de su casa!”.

El inglés tomó un largo trago de su cerveza y pidió otra al camarero. Después continuó contando sus aventuras, pero lo hizo sin bromear: “Cuando se publicó el artículo en el que yo denunciaba los tejemanejes políticos y económicos de la supuestamente “Santa” Madre Iglesia, comprobé inmediatamente hasta donde alcazaba su poder, pues me amenazaron de muerte, y también a mi mujer y a mi hija. Recibíamos llamadas telefónicas anónimas, y nos embadurnaron la puerta de la casa con sangre. Quise denunciarlo a la policía, pero no conseguí que me hiciesen el menor caso, y al abandonar la comisaría escuche a mis espaldas: “Este puto gringo se metió con la Iglesia y ahora viene a lloriquear”.

Aguantamos hasta el día en que degollaron a nuestro gato y lo colgaron frente a la entrada. Entonces me rendí. Estaba paranoico y, debido a que no me fiaba de nadie, organicé por mi cuenta una fuga en toda regla. Ni tan siquiera comuniqué los planes a mis suegros, y a mi mujer sólo le dije que tuviese las maletas a punto. Contacté con el representante local de una compañía naviera japonesa y conseguí pasajes para tres personas y un vehículo en un carguero que zarparía de madrugada hacia Hong Kong desde el puerto industrial. Pasada la medianoche partimos sigilosamente de nuestra casita. Conduje bajo un buen aguacero que colaboró en que no fuésemos vistos ni nos cruzásemos con nadie, y embarcamos directamente sin descender del coche ni volver a poner los pies en suelo de Luzón. Sólo respiré aliviado cuando soltaron amarras y emprendimos el viaje. Yo no he regresado nunca a Filipinas, pero mi mujer sí, y me aseguró que mi nombre sigue constando en la lista negra de los cristianos filipinos como si fuese un representante de Lucifer”.

“¿Aún estás casado con ella?”, le preguntó un hombre cuyo acento no dejaba dudas de que era norteamericano. “Sí, pero nos separamos. Ahora vivo aquí, en Kanchanaburi, con una preciosa tailandesa que, a pesar de tener el aspecto de una frágil muñeca, practica el boxeo tailandés y es una guerrera de cuidado”. “Las mujeres del Sudeste Asiático son las mejores amantes”, continuó diciendo el norteamericano, “pero también pueden personificar a las peores esposas porque, aparte de ser inteligentes, son muy ambiciosas. Lo sé por experiencia, pues estuve casado con una tailandesa que terminó quitándomelo todo y de paso me amargó la vida. En cambio, la madre de mi hija, con la que he vivido casi veinte años sin legalizar nuestra situación, ha demostrado en todo momento ser la compañera ideal, y sigue mimándome igual que a un rey”.

“¿A qué se debió que vinieses a Tailandia?”, quiso saber un australiano al que me costaba entender. Tuve la impresión de que el norteamericano se planteaba si iba a responder, y en tal caso cómo lo haría. Cuando habló lo hizo con mucha gravedad: “Pasé mi infancia y adolescencia en diferentes países europeos, como España, Inglaterra y Alemania, porque mi padre pertenecía a la marina de los Estados Unidos y lo trasladaban con frecuencia. En casa, él nos trataba con la misma disciplina y dureza que a sus soldados. Jamás se discutían sus decisiones y, debido a que cualquier orden se cumplía inmediatamente sin rechistar, yo acepté pasivamente como un borrego que a los diecisiete años me obligase a alistarme voluntario para ir al Vietnam a luchar en una guerra atroz.

Con vuestro permiso, os ahorraré los detalles de aquella barbarie porque me pondría a llorar con tan sólo pensar en ello. La cuestión es que conseguí regresar vivo y más o menos sano. Jamás he puesto de nuevo los pies en Vietnam para no enfrentarme al sentimiento de culpabilidad que sigo teniendo. Me reenganché varias veces al ejército hasta tener derecho a una buena pensión, y en ese tiempo volví a viajar por medio mundo. Me especialicé como mecánico de aviones, y cuando me licencié fue esa ocupación la me trajo a Tailandia con un contrato de varios años en los que debería transmitir mis conocimientos de mecánica a oficiales del ejército tailandés. Al terminar con ese empleo gubernamental ya me había casado y tenía el permiso de residencia de Tailandia. Me gusta mucho bucear, y trabajé una temporada como instructor de buceo…”.

“Yo acabo de pasar varios meses en Vietnam, y sus gentes me han parecido maravillosas”, le cortó por lo sano un canadiense que hablaba inglés con un exagerado acento afrancesado. “Estando en Hoi Ân tuve una buena prueba de ello el día en que, mientras yo iba tranquilamente en bicicleta, una turista europea me arrolló con la motocicleta que conducía y terminé por los suelos con un par de costillas rotas. ¿Sabéis lo que hizo la muy pécora? Me apabulló dándome la culpa de lo sucedido, y se largó sin preocuparse de mi estado. Pero, afortunadamente, allí estaban los vietnamitas, y gran parte del vecindario hizo corro a mi alrededor mientras se discutía cuál sería la forma adecuada de tomar cartas en el asunto.

Fueron en busca de una reputada curandera que, tras darme una rápida mirada, les aconsejó que me trasladasen a un hospital. No quisieron esperar a la llegada de una incierta ambulancia y me metieron acostado en la parte de atrás de un coche particular tras el cual se formó una pequeña caravana que nos acompañó de camino al hospital. Cuando hube pasado por las manos de los médicos y estuve vendado e ingresado, todas aquellas personas maravillosas se negaron en redondo a recibir la mínima retribución por la ayuda que me habían prestado y ni siquiera aceptaron que pagase por la gasolina. ¡Qué diferencia de comportamiento entre la motociclista occidental y los finos vietnamitas, ¿verdad?!

Pero no habíamos terminado, y al regresar a Hanoi en avión, en el aeropuerto me esperaba el propietario del hotelito en que ya me había hospedado con anterioridad, quien, a pesar de que cuando yo le había telefoneado para reservar una habitación me había limitado a comentarle mi accidente, ya lo había organizado todo para cuidar de mí amorosamente, sin olvidarse de traer una silla de ruedas. Lo dicho: ¡Qué gentes más maravillosas las del Sudeste Asiático!”.

“Umm, hay de todo”, le replicó el de Oxford antes de dejarnos horrorizados añadiendo: “Cuando yo pasé varias semanas en la cárcel de Bangkok tras ser detenido en el aeropuerto con un visado falso en el pasaporte, presencié como los guardas aporreaban a un pobre birmano hasta matarlo por haber permanecido en las duchas más tiempo del permitido”.

Quien ahora atrae mi atención es un recién llegado, treintañero, flacucho y barbudo, que habla en valenciano, y me cuenta: “Soy docente sanitario y disfruto enseñando primeros auxilios a comunidades rurales de países en vías de desarrollo económico, como Camerún, Guinea Ecuatorial, Tanzania, India e Indonesia”. Para tener más información al respecto, este es su blog: http://firsthealthspanish.blogspot.com/

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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