La crónica cósmica. Me harté de comer a gusto

RAMADÁN – Kuala Tahan, Malasia. Los que hayáis viajado por países musulmanes durante el Ramadán habréis comprobado los pequeños inconvenientes que comporta esta festividad de veintiocho días en la que los seguidores del islam solamente comen y beben antes de que amanezca y después de la puesta del sol, a excepción de los enfermos, los diabéticos, las embarazadas y, por supuesto, los niños pequeños.

Asimismo, la mayoría de comercios y los restaurantes permanecen cerrados, y los que abren sus puertas lo hacen a partir de las tres de la tarde.

Pero cuando llega el fin del Ramadán y crees que habrán terminado esas restricciones, entonces empieza el mayor lío porque se celebra el Hari Raya, festividad que tiene cierto parecido con la Navidad porque todos los musulmanes se reúnen con sus familiares, ya sea en casa de los padres o del hermano mayor, y los bazares permanecerán desérticos y con las puertas cerradas.

En las ciudades malayas como Malacca, Kuala Lumpur, Kuala Terengganu o Georgetown, donde una parte de la población pertenece a otras religiones, los turistas no tendrán prácticamente dificultades para sobrevivir, pero si se trata de un pueblo pequeño como Kuala Tahan, donde resido actualmente, la situación puede resultar realmente complicada.

Recuerdo un día en que docenas de turistas iban desesperados de un lado a otro tratando de conseguir un bocado, pues el único restaurante que permanecía abierto había terminado sus víveres y les recibían con un “lo sentimos mucho, pero…”.

Yo no tuve este problema porque mis amables anfitriones, Jab y Anna, me invitaron a participar en su Hari Raya como un familiar más y, aparte de tener la oportunidad de conocer a todo el clan, que incluyó a miembros venidos de las cuatro esquinas de Malasia (más de cuarenta adultos y una veintena de niños), me harté de comer a gusto.

La mayoría de mujeres vestía de forma tradicional (algunas con coquetos hiyabs marca Adidas), pero también las había que llevaban atuendos modernos y el cabello suelto, como la que estaba casada con un noruego y vivía la mitad del año aquí y la otra en Noruega. Sus dos hijas adolescentes no dudaban en afirmar que preferían residir y estudiar en el país de su padre.

Aunque los niños no pararon de tirar petardos, ninguno salió herido. Cuando llegó el día de regresar cada uno a su casa, un nieto de Jab y Anna que vivía en un piso de ciudad soltó un buen berrinche como hace todos los años porque le gustaba más este gran jardín de la Park Lodge.

PASO A PASO – Valle del río Parvati, Himachal Pradesh, norte de la India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Una mañana, mientras tomaba el sol en el balcón de mi alojamiento contemplando el caos monumental que había provocado en el bazar la llegada de un gran rebaño de ovejas, vi a un israelita llamado Rafik que había conocido en Cachemira y fui a saludarlo. Me contó que él y su novia tenían planeado ir a Kirganda, un sitio sagrado en el que había aguas termales a veintiséis kilómetros de Manikarán.

También me explicó que, a pesar de que normalmente se hacía ese recorrido en dos o tres días, ellos querían hacerlo solamente en uno, que el segundo día descansarían en Kirganga, y regresarían a Manikarán el tercero.

Llevarían el mínimo equipaje, ya que también tendrían que transportar un poco de comida que, por cierto, cocinaría un santón que permanecería en aquellas altitudes hasta que empezase a nevar.

Cuando Rafik me propuso ir con ellos, acepté haciendo oídos sordos al instinto de supervivencia advirtiéndome que trepar descalzo por unos senderos del Himalaya podría ser muy duro.

Por si lo habéis olvidado os recordaré que durante el último año y medio yo había estado andando descalzo; había adoptado esa costumbre desde que conviviese con unos santones durante las festividades de la Kumba Mela al norte de la India, y continué haciéndolo en sitios tan dispares como Lanzarote, Tenerife, La Gomera, Gambia y Senegal.

Cuando empezamos la caminata, todavía no eran las ocho de la mañana. Rafik y su novia estaban acostumbrados a la dureza de la vida militar israelita y andaban sin sentir el peso de sus mochilas.

Mientras transcurrían las horas, siempre ascendiendo, cruzamos diferentes aldeas en las que la suciedad era la nota predominante, tanto en las callejuelas como en las viviendas y en sus habitantes: una gente de aspecto salvaje que no parecía notar la mugre que les cubría.

“Estos lugares están infestados de pulgas”, me comentó Rafik, “por eso vamos a ir hasta Kirganga sin detenernos por el camino”. Al observar tanta mierda estuve de acuerdo con el israelita y ni siquiera propuse detenernos para beber un chai.

Pasado el mediodía, después de tomar un camino equivocado y hacer unos kilómetros extra, yo estaba cada vez más agotado y empezaba a descubrir que los kilos de arroz y lentejas que cargaba en mi bolsa me provocaban un creciente dolor sobre los hombros. La situación se complicó realmente al golpearme el pie derecho con una piedra porque, desde aquel momento, cada paso se transformó en un desagradable suplicio.

Entonces, cuando estaba pensando en renunciar y decirles a los otros que siguiesen sin mí, nos alcanzó un grupo de caballos que regresaban descargados después de transportar fruta hasta Manikarán, y no dudé en preguntar a quien cuidaba de ellos: “¿Cuánto nos cobrarías por cargar con nuestro equipaje?”. “Das rupia”, respondió después de pensarlo por unos momentos.

Yo estaba dispuesto a pagar lo que fuera con tal de que terminar con mi tortura. Junto con Rafik acordamos pagar las diez rupias; de esa manera anduvimos los siguientes kilómetros con más comodidad.

El caballerizo se despidió de nosotros al empezar a oscurecer porque su ruta seguía otro camino. Durante casi todo el día habíamos estado cruzando terrenos a cielo descubierto, que a veces eran más o menos llanos, y otras, más frecuentemente, empinados.

Tras separarnos del caballerizo nos encontrábamos frente a unos tupidos bosques que cubrían las laderas de una montaña, cuya ascensión sería para mí una tortura. Además, al adentrarnos en la arboleda, la poca luz que restaba del día cedió paso a la oscuridad.

Por la empinada ladera descendían docenas de arroyos y mis doloridos pies, cada vez que entraban en contacto con el agua helada, me preguntaban quién me había mandado ir allí.

Empeorando las circunstancias, no había ni tan siquiera un sendero; trepábamos entre raíces descubriendo a cada paso cuál sería el siguiente.

Cuando ya pensábamos que tendríamos que pasar la noche allí, el bosque se abrió de pronto y nos hallamos en un prado donde nos aguardaba un chamizo para guarecernos. Frente a nosotros, con un grado de inclinación exagerado, aquel prado cubierto de hierba y flores ascendía hacia oriente. El resto del paisaje se escondía a nuestras espaldas, en el bosque que acabábamos de atravesar.

Sintiéndome incapaz de colaborar en las tareas de recoger leña y preparar una hoguera, me limité a echarme encima de un banco.

En cuanto brotaron las primeras llamas oímos unos gritos que llegaban de las alturas. Pronto vimos descender a la carrera a varios pajaris (montañeses) que, alegres, nos dijeron que Kirganga se hallaba tan sólo a unos cientos de metros, más arriba, donde nos esperaban con la cena preparada, pues a través la gente local nos habían visto y sabían de nuestra llegada.

Aquellos amables himachalis se ofrecieron a cargar nuestro equipaje y poco después llegábamos a nuestro destino. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Hoy me levanté con los cables un poco más cruzados de lo habitual y mantuve una ardua discusión conmigo mismo acerca de ciertos temas personales.

Quería confesaros la admiración que siento por todos los que habéis convivido en pareja y con unos hijos que quizás no os valoraron debidamente, que habéis cumplido como buenos ciudadanos currando un sinfín de horas de incontables días, pagando los impuestos que os exigía Hacienda y votando en unas elecciones políticas en las que sólo podíais escoger entre unos partidos malos y unos peores.

Pensé escribir esta parrafada para felicitaros sinceramente porque habéis demostrado tener mucho coraje.

Pero luego, dentro de esta discusión personal, intuí que creeríais que me estaba mofando y, en vez de alegraros, conseguiría que os cabreaseis conmigo.

Así que decidí escribir acerca de mí confesándoos que siempre he sido la personificación de la mediocridad, pues fui un hijo mediocre que tuvo una salud mediocre, en la escuela fui un alumno mediocre, pero también fui un amigo mediocre, un ligón mediocre de quien se apartaba la mayoría de chicas, que fui, como es de sobra conocido, un amante mediocre y que mis dos esposas podrían atestiguar que fui un esposo mediocre y aburrido. Sólo me libré de ser un padre mediocre porque no tuve hijos.

Fui mediocre como empleado, como empresario, como locutor de radio, como pinchadiscos y como trotamundos.

¿Recordáis la película Le llamaban Trinidad?, pues la comedia de mi vida podría titularse Le llamaban Mediocridad.

Pero no creáis que estoy haciendo estas íntimas confesiones esperando una compasión, que me asquearía, o que tratéis de convencerme de lo contrario afirmando que no soy tan mediocre, puesto que vuestra opinión me importa un carajo.

Además, tras plantearme que en este competitivo mundo priman valores tan vacuos como calificar al personal entre vencedores y perdedores, donde se considera imprescindible llegar primero a la meta, porque se cree a pie juntillas que nadie recuerda al que llega segundo, y que sería mejor si yo no escribiera porque mi caligrafía era impresentable, que no dibujase porque ni, ni, ni, ni, que no bailase porque incluso Pinocho lo haría mejor que yo, o que no me apartase de las faldas de mamá porque era un pusilánime que no tenía media hostia y me atemorizaba incluso de mi sombra, decidí hacer todo lo que desease sin tener en cuenta al resto del mundo.

Y ahora, al hacer estas reflexiones, típicas de la edad tardía, me felicito de haber sacado tanto provecho a mi mediocridad.

Vaya, hombre, qué a gusto me he quedado tras soltar esa tanda de paridas mentales.

En cuanto a vosotros, sufridos lectores, los que hayáis conseguido terminar esta página sin vomitar recibiréis como premio un banderín con el escudo de vuestro equipo de fútbol.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 941 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba
1 comentario
  • Mediocre o grandioso , como un un buen libro eres un amigo . Un abrazo desde el país que se derrumba lleno de tontos listos , de tantos mirones y cotillas .
    Allí donde estés , nos ilustras con tus historias (algunas un poco rollo) a los trotamundos que estamos con el ancla entre dos países , nos llenas de ilusión con tu literatura quijotesca , un abrazo .

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