La crónica cósmica. Mi nuevo pasaporte, ¿caducaré antes yo?

Érase una vez (unas jornadas muy moviditas). Compartí el taxi desde Marang a Kuala Terengganu (18 km.) con dos entristecidos viudos sexagenarios que habían perdido recientemente a sus amadas esposas de toda la vida: “Los primeros días incluso me costaba respirar”. “Me ponía a sollozar en cualquier momento”. “Era incapaz de comer”. Me hospedé por una noche en la “Uncle Guesthouse” y me hicieron un descuento por ser antiguo cliente.

Como en los años anteriores, en las seis pequeñas barberías musulmanas que hay en la estación de autobuses se empeñaron en no atenderme y, también como otras veces, fui a recortar mi larga barba de vagabundo en una barbería india que quedaba un poco apartada. Al anochecer: tocino asado y cervezas en un restaurante callejero de China Town. En la mesa contigua había cuatro chinos jóvenes y bien trajeados que se bebieron una botella de vino tinto en menos de cinco minutos; el propietario del restaurante no tenía sacacorchos y tuvo que cruzar la calle para pedir uno en “The Vinum”.

El día siguiente por la mañana partí hacia Jerantut en un autocar de la compañía “Transmalayan” que iba casi vacío. (40 ringgits por ocho horas de viaje. Euro: 4’4 ringgits). El amigo Mister Singh, siempre tan efectivo, se había encargado de reservarme el asiento número uno. Aparte de contemplar los verdes paisajes, me dediqué a fijar los recuerdos recientes en mi descontrolada memoria, como los hermosos cantos de los muecines de Duyung cuando llamaban a la oración o las espectaculares tormentas que estallaban en esa isla al anochecer.

El chófer, como casi todos los del Sudeste Asiático, era un charlatán que no dejó de hablar continuamente con su joven ayudante. Pero fue peor todavía cuando éste le sustituyó (porque el viejo se fue a dormir en una litera que había al fondo del vehículo), pues era un pinchadiscos vocacional como uno que “sufrí” en Vietnam y, mientras conducía, no dejó de seleccionar canciones en su teléfono.

Llegamos a Jerantut a las cinco de la tarde y, debido a que mi destino final, Kuala Tahan (la puerta del Parque Nacional de Taman Negara), continúa estando pésimamente comunicado (sólo hay dos autobuses al día, y, además, sigue sin haber ningún ATM), tuve que hacer los sesenta y cinco kilómetros restantes en un taxi (70 ringgits).

Al advertir durante el camino que habían aumentado las plantaciones de palmeras aceiteras, le comenté al taxista: “Las grandes compañías dedicadas a producir aceite de palma acabarán con las junglas malayas sin que vosotros saquéis el menor beneficio”. Pero él me dejó asombrado al replicar: “Te equivocas, pues yo, como mucha otra gente, soy propietario de cuatro hectáreas de terreno en las que cultivo ese tipo de palmera. Tengo contratado a un grupo de indonesios, bangladesís y nepaleses, al que pago treinta y cinco ringgits por tonelada recolectada. Lo malo es que en Malasia nos hemos pasado con la producción y durante el último año el precio de la tonelada ha bajado desde los quinientos hasta los doscientos cincuenta ringgits. Otro problema son las ratas de campo, que trepan por los troncos y se comen gran cantidad de la cosecha”. En ese momento vimos un camión que salía cargado de una plantación y lucía un adhesivo en el que constaba: “I LOVE MY PALM OIL”.

La razón por la que había venido a esta parte de Malasia por tercer año consecutivo no eran solamente los solitarios paseos que hago al atardecer por Taman Negara, que es la jungla tropical más antigua de la Tierra (os recuerdo que “sólo” tiene ciento treinta millones de años de edad), o el bazar de Kuala Tahan en el que, a pesar de ser pequeño, hallo una buena diversidad gastronómica y el imprescindible servicio de cerveza, sino, sobre todo, por la pensión “Park Lodge”, donde, con sus ocho cabañas de madera esparcidas en un cuidado jardín, y separada del Parque Nacional por el Río Tembeling, hallo mi perfecto ecosistema: paz, soledad, un silencio que sólo rompen los sonidos de la jungla, y el encantador trato de sus propietarios.

Unos pocos días después partí hacia Kuala Lumpur llevando un mínimo equipaje. Hice las cuatro horas de viaje en un minibús de doce asientos que, a pesar de costarme setenta ringgits (el doble que el transporte normal), me ahorró dos transbordos de autocar y dos más en el laberíntico Metro de la capital, y me dejó directamente en China Town. Con tan sólo andar cincuenta metros llegué al “Winsin Hotel” donde alquilé una habitación un poco cara para mis bolsillos (90 ringgits), pero que era amplia y sus ventanas me mostraban las copas de los árboles de una plazoleta.

Dediqué la tarde a explorar las callejuelas de China Town, en la que solamente había estado una vez hace dos años, y confirmé la situación de Pasar Seni, la cercana estación de Metro a la tendría que ir al día siguiente. Al atardecer tomé unas cervezas Tiger viendo pasear gente de todas las razas y colores. Al otro lado de aquella callejuela peatonal había unos comercios en los que vendían (o trataban de vender) relojes, maletas y bolsos. Los únicos compradores que se detuvieron en uno de éstos fue un numeroso grupo de indios que estuvieron regateando durante media hora hasta conseguir el precio deseado por una maleta.

A primera hora de la mañana tomé el Metro en Pasar Seni hasta la estación de Ampang Park, desde donde, con tan sólo andar cinco minutos, llegué a un espectacular rascacielos llamado “The Icon”, en el que tuve que superar unos estrictos controles de seguridad e incluso me dieron una tarjeta para abrir las puertas automáticas que hallaría en mi camino. Mi destino era la planta 12ª y la Embajada de España, en la que me atendió el mismo amable funcionario que conocí en Pulau Kapas y me recomendó renovar mi pasaporte, aunque sólo caducaría en mayo: “En muchos países te negarían la entrada si a tu pasaporte le quedasen menos de seis meses de validez”. Tras rellenar el papeleo correspondiente, me dijo que podría recogerlo dos semanas más tarde. Aproveché para mostrarle mi caducado carné de identidad, y me explicó que ese documento únicamente se renovaba en España.

Mis planes eran regresar ese mismo día a Kuala Tahan en un minibús de la misma compañía que me trajese; pero, a pesar de haberme asegurado que vendrían a recogerme a las tres de la tarde, no se presentaron. Mientras estaba de plantón vi un minibús que tenía pintado el emblema del mayor resort de Kuala Tahan y corrí tras él en medio de tráfico y bajo la lluvia. Habiendo conseguido que se detuviese, el chófer me aclaró: “Hoy ya no haremos más viajes”. Sin embargo, también me dijo que se dirigía a las cercanas oficinas de esa empresa, y fui con él. Al poco rato ya tenía una reserva para la mañana siguiente; de entrada su precio me pareció exagerado (95 ringgits) porque todavía no sabía que incluiría hacer la última parte del trayecto en barca, ascendiendo durante tres horas por el Río Tembeling: ¡Era una asignatura pendiente que me encantaría llevar a cabo!

Regresé al “Wisin Hotel” y me instalé en la misma habitación. Ese atardecer quise repetir la ceremonia de ver pasar gente, pero estalló una de las frecuentes y espectaculares tormentas que riegan Kuala Lumpur y lo único que vi en las callejuelas de China Town fue a los comerciantes tratando de proteger sus productos mientras caían toneladas de agua y unos horripilantes truenos resonaban entre los edificios.

Para celebrar que todo había salido bien (si olvidaba el plantón del minibús), puesto que en las grandes metrópolis me siento más perdido que un mono por la Gran Vía, fui a cenar al cercano “Geographer” (continuaba diluviando). Éste es un pequeño restaurante decorado con buen gusto que podría comparar al “The Vinum” de Kuala Terengganu porque tienen una cocina internacional muy fina y también vinos y licores de todo el mundo. Caí en la tentación de pedir un vaso de tinto francés que me salió más caro que los deliciosos espaguetis que comí. Puestos a tirar la casa por la ventana, completé la fiesta con un par de buenos cubalibres.

Ahora estoy de regreso en la “Park Lodge”, donde planeo permanecer hasta finales de mes, cuando iré a recoger mi nuevo pasaporte (¿caducaré antes yo?). Luego seguiré mi interminable peregrinaje hacía…

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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