La crónica cósmica. Mis diez mandamientos

¡AGUA VA! – Kanchanaburi, Tailandia. He regresado a Kanchanaburi a tiempo de celebrar el año nuevo tailandés, el Songkran. Este nombre, que proviene del sánscrito Samkranti y se traduce como “movimiento astrológico”, marca el paso del sol por la constelación de Aries, determinando el comienzo del nuevo año tailandés.

Los tailandeses lo celebran de una forma que resultaría inconcebible en lugares áridos que sufren una persistente sequía y reciben el agua con cuentagotas, pues se pasan tres días arrojándose agua unos a otros. El centro neurálgico de esta locura en Kanchanaburi es la calle que yo apodo del Pecado y que en realidad se denomina calle del río Kwai, Khwae Maenamkwai Road. (Lo de Kwai debe de ser la versión occidental).

La gente coloca tanques, bidones e incluso pequeñas piscinas llenas de agua frente a sus casas, bares y restaurantes, y arroja cubos de agua a quienes pasan. Los más prácticos logran el mismo propósito usando mangueras.

Sus felices víctimas (¡con 40 grados de temperatura!) son los peatones y motoristas que recorren la calle de arriba a bajo, y vuelta a empezar. Éstos van armados con pistolas y metralletas de plástico, con las que repelen los ataques soltando carcajadas.

Tan alocada festividad, en la que participa sobre todo la juventud, me recuerda a Salinas, en Ecuador, donde el carnaval es una batalla constante de agua que te arrojan desde los balcones y de camionetas, provistas de bidones para tal fin. Con la salvedad de que en Salinas no tenían piedad de uno, mientras que aquí, en Kanchanaburi, he logrado recorrer la calle sin acabar chorreando gracias a ser indultado al pedir clemencia.

La guerra acuática y el bullicio acaban al llegar yo al estrecho callejón Pakistán, un cul-de-sac de unos cien metros de largo que termina frente al río Kwai, donde se halla la pensión Sugar Cane. En vez de participar en la fiesta, mi competición personal consiste en regresar seco a mi cabaña, aunque al llegar me desnude y me meta bajo la ducha.

Una de las ventajas de encontrarme en un lugar rico en agua es que puedo darme el gusto de tomar a diario una decena de duchas. Curiosamente, a pesar de haber visitado Tailandia en bastantes ocasiones, ésta ha sido la primera vez que he estado aquí durante el Songkran.

KOH LANTA – Partí de esa preciosa isla tailandesa dejándome algunas singularidades en el tintero que valdrá la pena destacar: la calma que reinaba a toda hora, que lo parecía más en contraste con otras islas como Koh Phangan o Koh Phi Phi, a las que la gente va en busca de fiestas marchosas. Sirva de ejemplo que la playa de Klong Dao, en que me hospedaba, parecía un jardín de infancia porque muchos de los turistas occidentales iban acompañados de sus hijos.

A pesar de que la gente del Sudeste Asiático es por lo general muy afectuosa, los habitantes dede Koh Lanta, que son sobre todo musulmanes, me sedujeron con un trato amable y encantador que superaba todo lo imaginable. Además, la guinda del pastel estuvo en la buena comida que servían en el restaurante So Good, como el arroz frito con piña, que era sabroso, sano e incluso bonito, pues te lo servían en el interior de una piña acompañado de tofu, gambas o pollo. También platos clásicos como el pad thai, el panang curry, el massaman curry y el green curry. Y de postre, mango sticky rice (arroz pegajoso), mejor imposible.

Aquí va un ejemplo de como mi desmadrada imaginación vuela a veces lejos de la realidad: cuando los amigos valencianos organizaron una excursión en barca, imaginé que el barquero nos recogería en la misma playa de Klong Dao y navegaríamos a solas por las costas occidentales de la isla.

Sin embargo, llegado el momento de partir nos metieron en una ranchera junto con una docena de turistas y nos llevaron hasta un pequeño embarcadero encerrado por una auténtica jungla de manglares. Desde allí, en una lancha, recorrimos durante varias horas un precioso laberinto de ensenadas en las que, aparte de los manglares, distinguimos alguna plantación de caucho.

El espectáculo incluyó macacos barbudos de cola larga, que se alimentan especialmente de moluscos; también vimos águilas pescadoras y peces que ambulaban sobre las embarradas orillas.

El barquero nos mostró peces que escupían para hacer caer insectos como las libélulas, e incluso pegaban saltos fuera del agua para alcanzar la comida que les echábamos. A mí me mordió uno que, por unos instantes, se quedó colgado de mi dedo, sin provocarme dolor o herida alguna.

PASO A PASO – Omkareshwar, Madhya Pradesh, India. Invierno de 1988. Continúa de la crónica anterior. Una tarde de domingo, paseaba por el bazar después de comprar frutos secos, cuando atrajo mi atención un grupo de niños apelotonado alrededor del carrito de un vendedor ambulante. Al acercarme comprobé que, quienes podían pagárselos, tomaban unos granizados en los que, aparte de hielo y un poco de jarabe, iban incluidos unos pedazos de fruta confitada.

“¿Cuánto cuesta cada vaso?”, le pregunté al comerciante. “Veinticinco “paisas””. Observando a mi alrededor adiviné que aquel era el máximo placer que los pobres críos se podían permitir en un día de fiesta. Tras calcular que serían una docena y, como mucho, si se les juntaban otros del bazar, llegarían a la veintena, decidí cuidar un poco de mi karma y ordené una ronda para todos. Conseguí la alegría general, especialmente la del comerciante. “¿Quitna paisa?, pregunté cuando los críos tuvieron sus granizados. “Char rupia”.

Para sacar las cuatro rupias del bolsillo, me desprendí del paquete de frutos secos, depositándolo en el alféizar de una ventana que había a mis espaldas. En cuanto me volví para entregar el dinero al vendedor, escuché el inconfundible sonido de unos pies descalzos golpeando el suelo.

Unas rápidas y dramáticas imágenes entraron en mi mente: ¡Monos! Girando sobre mí mismo vi a un macaco que trepaba de nuevo hasta lo alto del muro agarrando la bolsa de papel que contenía los frutos secos recién comprados. La jugada del astuto ladrón provocó mi risa, y le recriminé: “¡Cabrón!”.

El animal, como si se esforzara en comprender tan extraño lenguaje, me observó desde las alturas mientras intentaba abrir el paquete, algo que hizo sin apresurarse porque no sospechaba que los críos, dispuestos a recompensarme de alguna manera, se disponían a apedrearle logrando que huyera y se olvidase del botín. Luego uno de los niños trepó rápidamente por un canalón con la misma agilidad que había demostrado el mono y recuperó mis frutos secos.

“Quien no crea en el karma, es que está ciego”, pensé al mismo tiempo que sacaba unas monedas con las que pretendía pagar al chaval por sus servicios; pero éste se negó dignamente a cobrar.

Continuará.

MIS DIEZ MANDAMIENTOS – No molestarás. No entristecerás. No despreciarás. No humillarás. No asustarás. No dañarás. No destruirás. No herirás. No torturarás. Y, por supuesto, no matarás.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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