La crónica cósmica. Un barco en un mar lleno de tiburones

DIRECCIÓN SUR SIGUIENDO LA FRONTERA DE MYANMAR. Cuando viajo, mi mente me ametralla con docenas de ideas acerca de estas crónicas o de la novela de turno; y así sucedió mientras iba (durante doce horas) desde Chiang Mai a mi querida Kanchanaburi, trayecto que hice en un autocar y confortablemente sentado en mi asiento favorito (el frontal de la izquierda, o sea por el lado que se circula en Tailandia, que había reservado antes de subir a Mae Hong Son).

En esta ocasión, ella, mi mente, optó por abrir la carpeta de la memoria, y recordé a un amigo indostano escritor que me dijo: “Los seres humanos se dividen, primero, entre los que tienen sueños y los que no; luego, entre los que tratan de hacerlos realidad y los que no; y, para terminar, entre los que lo logran y los que no. En fin, que hay dos clases de seres humanos: por un lado, los que viven realmente, y por el otro, los que sólo sobreviven porque llevan el piñón fijo como un robot”.

Tras esas sabias afirmaciones, el indostano cedió el escenario de mis recuerdos a un castellano que opinaba: «El mal que sufren con más frecuencia mis compatriotas es la envidia; y no precisamente la sana, que te hace desear sinceramente que tu amigo Pepe se lo pase de maravilla realizando un crucero por el Caribe, sino la maléfica que te susurra: “Ojalá se hunda el barco en un mar lleno de tiburones”.  Este tipo de envidia (a menos que creas que existe el mal de ojo) afecta exclusivamente al envidioso (y no al envidiado), y le corroe las entrañas hasta convertirle en un ser rencoroso».

Tales ideas me animaron a echar una mirada a mi interior y comprobé, satisfecho, que no padecía esa cáustica debilidad, pues la única ocasión en que recordé haber sentido envidia de alguien fue durante la adolescencia (turbulenta época de grandes inseguridades), y el envidiado era uno de esos personajes que gozan provocándola porque, sin aquella sensación, no les sabe igual de bien lo que hacen; como si a un guiso le faltase un poco de sal o de curry.

A veces me pregunto si con estas crónicas le estaré provocando a alguien esa envidia nociva a pesar de que mi única pretensión sea la de alimentar vuestra imaginación, y me planteo la posibilidad de dejar de enviároslas, aunque yo seguiría escribiéndolas porque me corro de gusto al hacerlo; pero luego me digo que ese envidioso siempre tendrá la libertad de arrojarlas directamente a la palera, y yo, como en el caso del supuesto dios bíblico que mandaba a Lot buscar a un único hombre justo en Sodoma y Gomorra, me comportaría mal si le negase a un hipotético lector (por supuesto masoquista) el pecaminoso placer de leerlas.

Además, estoy seguro de que, pongamos por caso, os aburriríais en un sitio tan tranquilo como Mae Hong Son en el que no hay cines, discos, puticlubs ni centros comerciales, y que tampoco soportaríais permanecer doce horas en un autocar o cuarenta y ocho en un tren; y eso sin mencionar la posibilidad de tener que dormir en el suelo o vivir en un sitio infestado de molestos insectos, ¿verdad?

Mientras elaboraba esas elucubraciones mentales dignas de Antoine, no perdía detalle de los paisajes que veía a través de la ventanilla de aquel autocar prácticamente vacío, en los que, por supuesto, primaba el perenne color verde del Sudeste Asiático. Un paisaje que al principio fue de densas junglas, y después, de infinitos arrozales.

Al contrario de lo que había temido al leer el “Bangkok Post” de los últimos días acerca de las inundaciones que asolaban algunas provincias del país, en los sitios que recorríamos no había ni rastro de ellas y, aparte de un aparatoso chubasco, ni tan siquiera llovió el resto del camino. En esta estación te pasas días y más días sin ver el Sol, pero cuando asoma no quieres ni verlo porque te achicharra los sesos.

Recordé asimismo a las mujeres de la estación de autobuses de Chiang Mai, que llamaban a gritos a los posibles pasajeros desde las diferentes ventanillas en las que ellas vendían los tiques, y también al policía de tráfico que llevaba una cámara sobre el casco.

El día que estuve en Chiang Mai hubo una manifestación ecologista contra la ubicación de unos nuevos juzgados y las residencias para los jueces que pretendían edificar en los preciosos bosques de Doi Suthep.

Al salir de esa ciudad cruzamos ante el gran centro comercial “Big C” en el que el año pasado yo iba a hacer las compras en bicicleta cuando estuve cuidando durante un mes a Songkran, el gato de los amigos valencianos. Mi memoria se dedicó además a asentar las imágenes de Mae Hong Son, con las montañas de los alrededores “humeando” de niebla y las aguas del lago “hirviendo” cuando la gente alimentaba a los peces, y, en fin, con los paisajes de ensueño.

SIAM

  • Como en cada ocasión que vengo a este país, tardé varios días en comprender el inglés que hablan los tailandeses.
  • Un anuncio gubernamental que ves en muchos sitios, reza: “Thailand welcomes everyone except for child sex offenders. Call Tel. 1300”. ¡Bien!
  • Según un estudio realizado recientemente, la mayoría de los tailandeses está a favor de la legalización de la maría. También dicen que actualmente la policía ya no se preocupa de quien fuma un porro o tiene unos pocos gramos de tan “nociva” hierba (¡Ja!). En los últimos tres años se ha decomisado más de un millón de kilos de drogas químicas. En lo que va del 2018 fueron trescientos millones de pastillas de metanfetamina y quince toneladas de cristal, y en el 2017, dieciocho y cinco respectivamente. Ahora la juventud (divino tesoro…) se coloca con “Tramadol”, un opiáceo legal y barato que toman junto con jarabe para la tos.

EN LA TABERNA GALÁCTICA. Érase una noche en la que un grupito de trotamundos se contaban algunas anécdotas de sus viajes, y un canadiense dijo: “Nunca he pasado tanto calor como cuando visité Angkor Wat. ¡Joder, sudé todo el tiempo como un pedófilo en un autobús escolar!”.

A continuación tomó la palabra un belga cuarentón explicando: “Si alquilas una habitación en una pensión de Indonesia, Filipinas o Tailandia, has de mirar debajo de la cama porque a veces se esconde allí un ladrón, que es compinche del propietario o de los trabajadores, y te robará en cuanto salgas”.

“Yo tengo un aparatito maravilloso”, contó ahora un australiano, “que es al mismo tiempo radio-despertador y tiene incorporada una cámara que se pone en marcha al notar algún movimiento; ésta está conectada con mi teléfono y, además de disparar la alarma, me manda las imágenes que graba dándome tiempo si estoy cerca de regresar y cogerle con las manos en la masa”.

Luego habló un occidental de unos treinta años y pico que se empeñó en guardar totalmente su anonimato y no nos aclaró ni siquiera cuál era su nacionalidad; los demás comprendimos esas precauciones cuando nos explicó: “Un amigo mío y yo trabajábamos para la mafia corsa transportando frecuentemente en coche varios kilos de cocaína entre distintas ciudades de nuestro país. Aunque cobrábamos una buena pasta y pronto hubimos ahorrado lo suficiente para el resto de nuestra vida, sabíamos que nuestros jefes no nos permitirían retirarnos por las buenas, por lo que decidimos desaparecer sin despedirnos. Yo vine a Asia, pero mi amigo se quedó en otra ciudad de nuestro país, y terminaron dando con él; lo acribillaron a balazos junto a una pobre chica que había conocido poco antes y que no sabía nada de la historia”.

El siguiente en contarnos escuetamente su vida fue un inglés cincuentón que se conservaba de maravilla: “A los veinte años estuve viajando durante seis meses por Tahití, las Islas Cook y las Fiji, y descubrí que me habían parido con un alma nómada. Corrí varios maratones, entre ellos el de San Francisco y el de Londres. Viví un tiempo en Norteamérica, país del que recorrí toda la costa occidental en bicicleta. Después permanecí cuatro años en Seúl enseñando inglés a unas chicas coreanas que me provocaban descaradamente vistiendo las minifaldas más cortas que se pueda imaginar”.

«Yo también estuve hace poco en Corea», dijo un suizo, «y “sufrí” lo mío con lo descaradas que son las chicas. Más tarde fui a Bali para saludar a un amigo mío al que habían encarcelado por unos pocos gramos de maría, y aluciné a ver follar, en el suelo y frente a todo el mundo, a los presos con las novias que iban a visitarles. Pero lo más alucinante eran unos mafiosos australianos que continuaban dirigiendo sus negocios mientras permanecían entre rejas, e incluso sobornaban a los guardas para que les dejasen ir a tomar un baño en la playa, donde organizaban fiestas con muchas chicas».

MIRA LO QUE PIENSO

  • Los sicólogos aseguran que la palabra más dulce al oído es nuestro propio nombre.
  • Sherlock Holmes dijo: “Tú ves, pero no observas”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 930 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba

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