La mañana de la víspera de mi 25 aniversario desperté pensativa, iba a celebrar un cuarto de siglo en el desierto del Thar y mientras desayunábamos en la terraza de la guesthouse mi cabeza se trasladó a Marruecos. En mi mente permanecía vivo el recuerdo de nuestro viaje por el Sahara y aunque sabía que al final del viaje de lo único que me iba a acordar era de las molestas agujetas del camello, estaba ansiosa por ver el Thar.
El día anterior Mira y su hermano habían intentado encasquetarnos el tour de manera demasiado forzada. Prometían un viaje fantástico e irrepetible con la única prueba de unas cuantas fotos insulsas y una libreta con recomendaciones exageradas de gente que ya lo había realizado. Aun así estábamos decididos a hacerlo pues el viaje auguraba autenticidad.
Ubicado en el Rajastán, al noroeste de India y el este de Pakistán, el desierto del Thar ampara pequeños poblados que viven entre la arena y la escasa vegetación que este ofrece y nosotros a lomos de un dromedario íbamos dispuestos a descubrirlo.
Mi ensoñación terminó cuando Mira hizo un gesto para que bajásemos a la calle donde estaba aparcado ya el coche que nos iba a llevar. Dentro estaba esperando paciente otro chico que aunque terminó siendo una de las personas con las que compartí mi tarta de cumpleaños el día siguiente, en ese momento solo sabíamos que era francés y se llamaba Fabien.
Dijimos adiós a Mira y el vehículo arrancó. Cinco minutos más tarde y sin haber salido aun de Jaisalmer, paró delante de otra gesthouse donde recogimos a 3 chicas más que terminaron de formar el grupo. No se porque motivo aun tuvimos que esperar un rato a que el conductor estuviese a punto, así que nos invitaron a subir a la terraza del hostal, una hermosa haveli con unas vistas acordes con su belleza. Allí arriba, mientras observábamos la ciudad desde una perspectiva nueva, nos empezamos a familiarizar con las caras de la gente con quien íbamos a compartir la aventura: Michal y Lotem, dos jóvenes israelíes recién salidas del servicio militar y Salina, una viajera inglesa que llevaba ya algunos meses en marcha por Asia.
De camino al pueblo donde se encontraban los camellos y los guías las seis personas que el azar había juntado para vivir la aventura empezábamos a entablar las primeras conversaciones, comenzando esa extraña complicidad que se llega a tener cuando compartes todas las horas del día con alguien a quien no conoces de nada. En media hora estábamos en el punto de encuentro.
El coche paró al lado de la carretera donde había ocho camellos vigilados por tres chicos extraordinariamente jóvenes. Abrí bien los ojos y los observé detenidamente. Parecía mentira que esos tres microbios fuesen a hacerse cargo de todos nosotros en el desierto y sorprendida aun por la edad de los chavales dejé que me guiasen hacia el camello que me habían adjudicado. Fue llegar y besar el santo y casi sin darnos cuenta los chicos ya habían conseguido poner a cada uno en su lugar y ya habíamos empezado a circular en dos filas encabezadas por los guías.
Acomodada ya en mis aposentos dromedarios pensé que no se estaba tan mal, que quizás Mira y su hermano tenían razón y viajar en estos camellos no era tan incómodo, así que saqué la cámara y empecé a grabar el paisaje. De momento el desierto no era como en mi memoria. Aquí, aunque escasa, la vegetación interrumpía las extensas llanuras de arena que rodeaban los pueblos y las dunas de momento eran inexistentes.
El sol rozaba mi piel ofreciéndome la calidez que tanto había deseado días atrás y la suave brisa evitaba el sofoco. Me quité la chaqueta y cerré los ojos, el balanceo del animal me acunaba y justo mientras pensaba que si seguíamos así mucho rato me iba a dormir uno de los guías gritó: stop, 15 minutes!!!! Sobresaltada bajé del camello. Habíamos llegado a un pequeño pueblo del desierto donde lo único que había eran casas de piedra de techos bajos y una muchedumbre que como una estampida empezó a acercarse a nosotros.
Primero se acercaron los niños y sin ninguna vergüenza empezaron a pedir rupias, bolígrafos o chocolatinas y cuando vieron que nadie les daba ninguna de las tres cosas empezaron a pedir fotos. Mientras se las hacíamos fue apareciendo más gente y de repente todo el pueblo venía detrás de nosotros, perros y cabras incluidos. Al final terminó la cortesía de pedir las fotos y quien quería una simplemente se plantaba delante de la cámara y esperaba su retrato para poder ver después el resultado. Las únicas que no querían eran las mujeres que desde lejos hacían gestos amenazadores para que no les enfocásemos y se tapaban con los saris.
Dimos la vuelta entera al pueblecito hasta que volvimos a llegar donde estaban los camellos y volvimos a montar. Seguimos el viaje disfrutando del buen día que había salido y esta vez se prolongó hasta la hora de la comida. Cuando encontraron un arbusto lo suficientemente grande para que diese sombra a todos los que íbamos en la excursión, los guías desplegaron un par de mantas en el suelo y encendieron una hoguera. Mientras nosotros permanecíamos tumbados en el suelo, ellos se encargaron de preparan la comida y con los utensilios justos hicieron desde chapatis hasta verduras con salsa.
Durante la comida supimos que los dos chavales mayores tenían más edad de la que aparentaban, 24 y 18, y el otro de 13 iba con ellos porque estaba aprendiendo. Sus aspiraciones eran tener suficiente dinero algún día para tener sus propios camellos, su agencia de tours y unos chicos contratados que hiciesen de guías. Estuvimos un rato descansando antes de volver a empezar y cuando les pareció que ya estábamos suficientemente descansados volvimos a montar en el camello.
La siguiente parada la hicimos pronto, cosa que a nadie le vino mal pues el dolor en las piernas empezaba a hacer acto de presencia. Esta vez fue en las afueras de otro de los pueblecitos que habitan el desierto del Thar, donde aprovecharon para dar de beber a los camellos en una balsa, y aquí tan solo vinieron a saludarnos unos cuantos niños que se divertían pidiendo cualquier cosa con que decorar sus andrajosas prendas, aunque fuese un coletero deshilachado!!!
La última parada fue la siguiente. Estratégicamente situados al lado de la únicas dunas que debía de haber en unos cuantos kilómetros a la redonda y para que sirviesen de fondo de escenario con el que decorar el “campamento” bajamos y descargamos todo el equipaje. En unos pocos minutos los chicos ya habían quitado todas las mantas a los camellos y las pusieron por el suelo al lado de una gran hoguera que encendieron. La gente se quedó sentada y Toni y yo como dos niños fuimos a corretear por las dunas, pues era lo que más nos había gustado desde que habíamos llegado al desierto. Aunque nos sentimos un poco engañados por la descripción que nos habían hecho del desierto (pues no tenía nada que ver con el Sahara) nos lo pasamos pipa haciéndonos fotos y dejando nuestra huella en el valle que formaban las dunas.
Y cuando ya empezábamos a necesitar parar para respirar un poco bajamos otra vez al “campamento” para ver la puesta del sol y tomarnos unas cervezas. Fue cuestión de segundos lo que tardó en esconderse, y los atentos guías ya tenían la cena preparada para cuando nosotros empezamos a oir a nuestras tripas.
Empezaba a refrescar así que refugiados debajo de las mantas nos comimos la deliciosa cena preparada por los guías y cuando terminamos nos sentamos alrededor de la hoguera a terminarnos las últimas cervezas con las que nos habían sorprendido.
Cantando e incluso bailando terminamos de agotar las últimas reservas de energía, y cuando ya no pudimos más nos fuimos a dormir. Esta vez no había jaimas ni tiendas de campaña, tan solo una tira de mantas en el suelo y otras tantas para taparnos. Me metí debajo de una y noté el peso, era tan gruesa que apenas una se podía mover ahí debajo. Pero lo agradecí, pues el peso fue transformándose en calor resguardándome de la corriente fría que nos acompañó toda la noche.
Hola! Queria hacer esta experiencia. no hay riesgos que haya robos?gracias