Un estruendo ensordecedor me despertó, y a continuación unos martillazos… Estaban ampliando el hotel de Udaipur donde nos encontrábamos en una habitación más y con prisas para terminarla antes del día de Nochebuena. No podía seguir durmiendo y abrí los ojos. De repente, un muñeco colgado en la pared de tal manera que parecía estar en la horca pidiendo clemencia, apareció delante de mí. Pensé que la persona que lo había colgado ahí tenía muy mal gusto, casi tanto como la que puso el espejo con un margen redecorado con trocitos de piedras simulando un mosaico. Terminé la inspección de la habitación girando la cabeza y sin mover ni un músculo del cuerpo. Con las prisas por acostarme la noche anterior no había reparado en los detalles. Además la cama era cómoda y me sorprendió, aunque salté de ésta cuando ya no pude soportar más el ruido de las obras. Miré de reojo y con envidia a Toni que permanecía impasible ante los golpes y fui al baño. Mis ojos no daban crédito a lo que veía: dos toallas, papel higiénico y todo limpio ¿que era esto?, ¿un hotel de cinco estrellas?
En la azotea estaba el restaurante Sun’n Moon, así que subimos a desayunar. Hacía un día estupendo: muchísimo sol y nada de frío. Lo mejor del restaurante sin duda eran sus vistas, desde allí arriba se visualizaba toda la ciudad, el lago y sus islas y enseguida nos dimos cuenta de que era la atracción de Udaipur, pues todos los edificios competían por sus vistas desde la terraza. Todos prometían que la suya era la mejor. Yo no supe cómo eran las otras, pero la nuestra era espectacular. Desde arriba apenas se oían las obras o el ruido de la calle. Allí reinaba el silencio tan solo interrumpido en ocasiones por niños que jugaban en las terrazas adyacentes o por sus madres riñéndoles. Además a esas horas no había nadie más allí arriba y gozamos del almuerzo en tranquilidad.
Tomamos las calles de Udaipur deseosos de ver la que decían era la ciudad más romántica del Rajastán. Las imágenes que había tomado con mi cámara desde la terraza reforzaban mi idea preconcebida de que Udaipur debía ser como una ciudad sacada de un cuento, y así era… Una calle estrecha y poco transitada nos llevó a orillas del Lago Pichola, un estanque artificial y poco profundo en medio de la ciudad que en época de grandes sequías puede llegar incluso a secarse.
Jagniwas y Jagmandir son las dos islas que emergen de éste lago, a las que se puede acceder con un paseo en barca; desde las escalinatas donde nos encontrábamos las podíamos apreciar. Habíamos llegado a un ghat donde decenas de mujeres limpiaban ropa con el agua del lago, uno de tantos motivos por los que el color de este agua no es nada cristalina, pues el agua permanece estancada.
Seguimos paseando y llegamos a los pies del palacio de Udaipur donde centenares de turistas indios hacían cola para visitarlo. La multitud hizo que nuestras escasas ganas de verlo en ese momento desaparecieran, así que seguimos con nuestra ruta por las callejuelas.
Decidimos hacer un descanso en algún bar, y cuando vimos uno con la terraza al lado del lago paramos a hacernos un par de cervezas. Desde allí las vistas de las islas eran aun mejores que desde las escalinatas. Y allí nos quedamos disfrutando del momento.
El paseo siguió su recorrido por calles estrechas llenas de tiendas de pinturas, figuras, telas y detalles. Decidimos comprar unas cuantas postales y subir a Sun’n’moon a escribirlas, así que una por una fuimos escribiendo todas las que queríamos mandar desde la terraza que seguía igual de relajada que por la mañana. No teníamos ningún plan establecido para esa tarde y teniendo en cuenta que debíamos apretarnos el cinturón un poco debido al despilfarro de las compras de los últimos días decidimos coger las cámaras y salir a pasear otra vez una vez terminado “el trabajo”.
Esta vez nuestro paseo tomó otro rumbo, pues decidimos cruzar el puente que atravesaba el lago hasta la otra parte de Udaipur donde el turismo no hacía acto de presencia con la misma intensidad. Allí la actividad era intensa, todo estaba en movimiento, las calles estaban llenas de gente que subía y bajaba inundándolas de vida. Udaipur además tenía algo que las otras ciudades que habíamos visitado no tenían: orden y limpieza. En todas las direcciones algo llamaba nuestra atención y sin darnos cuenta quedamos hipnotizados queriendo inmortalizar con nuestras cámaras cada detalle. Una mujer vendiendo, unos niños jugando, un hombre comprando, una vaca buscando comida, un perro huyendo…
Casi dos horas habían pasado cuando nos dimos cuenta que empezaba a oscurecer y nuestras tripas nos lo recordaban. Volvimos a cruzar el puente y llegamos al centro donde habíamos leído que se encontraba el Lotus café.
Aunque un poco camuflado lo encontramos enseguida, igual que lo habían encontrado todos los turistas que cenaban allí en ese momento. “vaya… -pensamos- esto es guirilandia…”, pero nuestra expresión cambió enseguida cuando el joven camarero nos hizo un gesto para que pasásemos a la parte de arriba donde en vez de mesas había un tela en el suelo sobre una esponja y en medio una tabla de madera. Nos quitamos los zapatos y nos sentamos. Allí arriba el ambiente era diferente y la primera impresión dio paso a otra más hippy y auténtica.
Aunque otra pareja subió unos minutos más tarde, no nos impidió disfrutar de esa cena, en el suelo, y con una comida que nos dejó tan buen sabor de boca que volveríamos el día siguiente.
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