El irregular asfalto de un tramo de la carretera me despertó a mí y también a la mitad del autobús. Los numerosos baches que atravesábamos nos hacían dar saltos encima de la cama embutida en el zulo del automóvil y conciliar el sueño allí otra vez era algo prácticamente imposible. De repente, mirando por la ventana tuve la sensación de estar arriba de un avión atravesando una zona de turbulencias… Afuera todo estaba blanco pues la niebla impedía ver cualquier cosa que estuviese a más de dos metros de distancia. Sabíamos que la zona de Uttar Pradesh era algo más húmeda, pero no esperábamos tal recibimiento. Eran las seis de la mañana y en contra de cualquier predicción optimista aun nos quedaban tres horas de viaje.
A las nueve llegamos Agra. Sin ver el Taj Mahal supimos que se trataba de esta ciudad por la cantidad de autobuses turísticos que circulaban, así que al bajar nos temíamos lo peor. Pero para nuestra sorpresa el atosigamiento en la parada fue escaso, apenas un par de hombres se acercaron a preguntarnos donde queríamos ir, así que guía en mano le señalamos la zona, el barrio que se encuentra justo enfrente de la puerta sur del majestuoso monumento.
De camino a la zona el conductor nos contó que al ser viernes el mausoleo estaba cerrado, quizás por eso el austero recibimiento en la parada del autobús, así que cuando llegamos a Shah Jahan guesthouse decidimos desayunar con toda la calma del mundo, pues después de la noticia que nos dio el conductor teníamos ya pocas cosas que hacer ese día.
Subimos al piso de arriba, dejamos todo en una de las habitaciones y salimos a una de las mesas de la terraza: La espectacular vista que encontramos nos dejó boquiabiertos durante unos minutos, tiempo que necesité para asimilar lo que veían mis ojos. Ante nosotros, a escasos 500 metros de la guesthouse y detrás de la densa niebla que parecía protegerlo, se erigía el monumento más emblemático de la India y Patrimonio de la humanidad: El Taj Mahal. El impacto visual era brutal.
Después de gozar del desayuno con aquellas maravillosas vistas salimos a ver una pequeña parte de la ciudad de Agra. En la zona que nos encontrábamos apenas se podía intuir que cerca estaba el Taj Mahal, lo único que lo delataba eran los carteles de los restaurantes y los dueños de los locales que te invitaban a pasar, pues todos presumían de tener el mismo encanto: tenían la mejor vista al Taj Mahal. Pero antes que sentarnos en cualquier terraza preferimos pasear por las callejuelas donde Toni disfrutó haciendo unas cuantas fotos y aprovechando el paseo elegimos el restaurante donde íbamos a ir a cenar.
El día no fue nada fructífero, pues después del corto paseo y un rato de ciber para decir a todo el mundo a través de las redes sociales donde nos encontrábamos, volvimos a la habitación y la cama nos atrapó. Toni cerró los ojos y se quedó frito pero yo, que había dormido muchas horas durante el trayecto me sumergí en el imperio Mogol de la mano de la emperatriz tras el velo que me mostró la India de unos cuantos siglos atrás. El destino y mis ganas quisieron que me terminara el libro esa tarde, alucinando por estar tan cerca de todos los monumentos a los que se hacía referencia en la narración. Las repetidas batallas de la lucha por el poder y por acabar con el reinado de Akbar, fueron las culpables de que cuando caí rendida a la tentación de la siesta soñase con combates y asesinatos…
El alboroto de la gente en los pasillos me avisó una hora más tarde de que había llegado el momento de salir a la calle e ir a cenar, y aunque aun era temprano y no había anochecido, ese día estábamos dispuestos a rascar el bolsillo para poder disfrutar de unas cervecitas disfrutando de las vistas en la terraza del Join us. El dueño del restaurante nos recibió con los brazos abiertos, y después de recibir felicitaciones de navidad de parte de hindúes subimos arriba y nos sentamos en una pequeña mesa que había en la esquina de la terraza y aprovechamos para hacernos fotos con el Taj Mahal de fondo.
El sol aun iluminaba las paredes blancas del esplendoroso Taj Mahal, y si algo podía dar más autenticidad a aquella estampa no podía ser otra cosa que un camarero mayor y huesudo que hizo su aparición unos minutos más tarde para tomar nota de nuestro pedido. El hombre, cuyas arrugas impedían esconder su edad, llevaba un pañuelo enrollado en la cabeza y otro en el cuello y se dirigía a nosotros con un gesto que mezclaba la alegría con el agradecimiento de que hubiésemos elegido entre tantos, aquel restaurante.
Mientras nos tomábamos las primeras cervezas en la clandestinidad que proporcionaba estar allí arriba, el Taj Mahal fue desapareciendo a nuestras espaldas minuto tras minuto hasta que finalmente dio paso a la oscuridad y se encendieron todas las luces de la terraza. Aquello hizo que el ambiente se transformara aún más y ayudó a que encontrásemos la cena todavía más exquisita. Con toda la noche por delante pudimos saborear cada uno de los platos: pollo masala, paneer pasanda, rollitos vegetales y rollitos malai kofta y cómo no, naan de ajo para acompañar.
De repente, las luces de todas las terrazas de nuestro alrededor, incluida la nuestra, se apagaron. El viejecito que nos estaba atendiendo, sin perder la sonrisa ni un instante decidió devolvernos la luz con unas velas que terminaron dando un toque romántico a la mesa y casi maldije que unos instantes después volviese la luz. Aun así la noche fue perfecta, la comida estaba buenísima y el trato fue fenomenal. Solo necesité un pancake con chocolate de postre para rematar una nochebuena que será inolvidable.
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