La crónica cósmica

La crónica cósmica. Alrededor de una hoguera

ME LO CUENTA O ME LO DICE – Chitwán, Nepal. Igual que sucedía en las Colinas Kumaon al norte de la India, las conversaciones que la gente mantiene aquí en Sauraha están generalmente relacionadas con la naturaleza y sus habitantes, los animales.

Desde que me empeño en decir menos tonterías, permanezco habitualmente en silencio y me limito a escuchar lo que cuentan los demás, tomando nota cuando se trata de anécdotas o incidentes que me parecen interesantes.

Aquí van unos cuantos ejemplos, que visualizaréis mejor si imagináis a un grupo de personas de ambos sexos, sentadas, de noche alrededor de una hoguera, que van tomando alternativamente la palabra.

“Mi primo Samundra trabajaba como cornaca (jinete de elefante) y se podría decir que murió debido a su oficio. Resulta que una noche, de regreso a casa acompañado de unos amigos tras acabar de currar, se encontró con un elefante salvaje. Samundra, en vez de huir como hicieron quienes estaban con él, permaneció quieto y terminó machacado por el elefante”.

“El mes pasado, un elefante atacó a un guarda de una patrulla del Servicio Forestal que iba en bicicleta por un sendero de la jungla; le rompió un brazo, una pierna y varias costillas, pero no llegó a matarle porque los otros guardas lo alejaron disparando sus armas al aire”.

“En mi pueblo, hubo dos muertes de ese tipo en un solo día cuando un elefante mató a un viejo campesino que cuidaba de su huerto, y un jabalí casi partió en dos a otro con sus colmillos. El gobierno, siempre tan generoso, indemnizó a ambas familias pagándoles un millón de rupias a cada una (1 euro= 146 rupias nepalesas)”.

“Una noche, yo iba de camino a casa en mi moto, cuando me crucé con un elefante que ya había matado a varias personas. El animal me cortaba el paso. Normalmente, yo habría dado media vuelta, pero acababa de tomar unas copas e hice la locura de darle al gas y pasar junto a él. ¡Ja, tuve la suerte de los borrachos y salí ileso!”.

“Este caso me ha recordado al de mi cuñado Sanjuc, que acabó en el hospital con la clavícula rota cuando iba en su moto y se le lanzó encima un ciervo que atravesaba la carretera”.

“Los tigres también son de cuidado y, si no recuerdo mal, durante el último año, en Chitwán, algunos de ellos han acabado con la vida de cuatro personas”.

“Yo creo que no son varios tigres los que atacaron a esas personas, sino sólo uno, pues la gran mayoría de ellos se alimentan exclusivamente con los animales que cazan y no atacan a las personas”.

“Yo opino igual, pues hará cosa de una semana me crucé con un tigre, mientras hacía la ronda nocturna en el resort en que curro, y él siguió su camino sin prestarme atención”.

“Quizás os cueste de creer, pero conozco a un santón que domina a los tigres; trata con ellos amigablemente e, incluso, hay uno que se deja acariciar”.

“Anoche un leopardo se comió a mi cabra preferida, que por cierto estaba a punto de parir”.

“Quizás fuese el mismo que la semana pasada se zampó al perro de mi vecino”.

“Mi perro siempre ladra a los rinocerontes que pasan frente a nuestra casa, pero se esconde silenciosamente con la cola entre las piernas si se trata de un elefante”.

“Ayer, los huéspedes del resort en que trabajo, no tuvieron que ir a la jungla para ver rinocerontes, pues uno de ellos se metió en el jardín mientras desayunaban, y se atracó tranquilamente de flores, dejando que le fotografiasen a gusto”.

“Quizás fuese el rinoceronte que armó un atasco de tráfico al detenerse en medio de la calle, plantándole cara a un hombre que, con un palo en las manos, trataba de impedir que entrara en su jardín”.

“Esos rinocerontes que se pasean por Sauraha como si fuesen de compras, son pacíficos y no se meten con nadie”.

“Anoche llegué muy tarde a mi aldea y mi mujer estaba preocupada temiendo que me hubiese sucedido algo malo. Resulta que un guarda forestal cortó el tráfico de la carretera y me hizo esperar un buen rato hasta que se fue un rinoceronte que se había plantado en medio de la calzada”.

“Para lío gordo el que se montó cuando un elefante penetró en mis arrozales y, para evitar que me arruinase la cosecha, avisé a los del Servicio Forestal, pues, para alejar al animal, detonaron unas bombas que, a pesar de que sólo hacían ruido y no representaban peligro alguno, despertaron a todo el vecindario de los alrededores”.

PASO A PASO – Río Amazonas, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Belem nos trataba de maravilla, y nos sentíamos en ella como en casa, pero los días brasileños de Rasta llegarían pronto a su fin y todavía queríamos navegar por el río Amazonas. Por lo que, debiendo plantearnos la partida, decidimos nuestro próximo destino sobre el mapa de Brasil. Tenía de nombre Breves y era la capital de Marajó; una isla costera situada en la desembocadura del río Amazonas.

Llegado el día de pirarnos, y teniendo ya el equipaje empaquetado, fuimos a tomar la última cerveza en la terraza de la Plaza de la República. Al ser hora laborable, el lugar estaba casi vacío; sólo algún que otro pensionista paseaba tranquilamente por los jardines de los alrededores.

Con el vaso en la mano y sin pensar en nada particular, puse la mirada sobre un autobús que pasaba por la avenida, y tras una ventanilla aparecieron los ojos sorprendidos de Ramona, quien estaba exclamando: “¡Mira, Sandy, son Nando y Rasta!”.

Momentos después, las dos alemanas saltaban del autobús en la siguiente parada y corrían hasta la terraza para saludarnos. “Acabamos de llegar”, nos explicó Ramona con ojos centelleantes. “Pues nosotros nos vamos en cuanto terminemos con esta cerveza”, la decepcioné. “¿Hacia dónde?”.

Rasta y yo habíamos olvidado asegurarnos la jugada preguntando varias veces acerca del trayecto que deseábamos hacer, y cuando fuimos tranquilamente al puerto pesquero de Belem a la hora que nos habían indicado, las cinco de la tarde, recibimos una información chocante: los barcos hacia Breves no zarpaban del puerto pesquero, sino del comercial.

Como era habitual, nuestra reacción fue, primero, la de ponernos nerviosos, y, a continuación, la de empezar a discutir.

Un momento más tarde tomábamos un taxi. El avispado conductor, adivinando nuestro histerismo, logró fijar un precio astronómico por el trayecto: “El puerto comercial queda muy lejos, y con tanto tráfico será difícil que consigamos estar allí a tiempo”.

Al llegar a nuestro destino, yo ya iba mosqueado porque me había fijado en que no habríamos recorrido más de un kilómetro por unas calles más que tranquilas. Además, en cuanto aparcamos, vi un cartel que anunciaba la salida del barco hacia Breves para dos horas más tarde. Tuve claro que el taxista nos había tomado el pelo y empecé a darle la bronca soltando tacos en un inútil intento de lograr rebajar el precio de la carrera.

Rasta tenía el vicio de llevarme la contraria y, sin pensárselo dos veces, se metió en la discusión apuntándose al bando del brasileño y provocando una trifulca de mucho cuidado. Ésta no terminó hasta hacerse evidentemente que el único paso posible sería liarnos a hostias.

Entonces nos bajamos del caballo, y del taxi, pagamos a un sonriente taxista y partimos hacia el embarcadero.

En la taquilla de la compañía de transportes Floriano Gonçalves nos confirmaron que el barco Río Guajará zarparía hacia Breves a las siete de la tarde, que el trayecto duraría aproximadamente catorce horas, y que el precio de mil novecientos cruzados por el tique incluiría la cena y el “café de manhá” (el desayuno).

Al llegar con tanta antelación, fuimos los primeros pasajeros en subir a bordo. El barco era el arquetipo de todos los que recorrían el Amazonas y sus afluentes (echad una mirada en internet). Estaba construido con una madera más resistente que muchos metales, pues tenía que soportar las envestidas de los árboles que la corriente arrastraba.

Los pasajeros pobres iban instalados en la cubierta inferior, cercana a las ruidosas máquinas, y los ricos como nosotros, en la superior. Ambas salas eran alargadas y abiertas a las cuatro vientos. Dos pares de barras paralelas recorrían el techo en toda su longitud; en las de la derecha colgarían sus hamacas los hombres, y en las de la izquierda, las mujeres.

Al contrario que mi compañero, hasta aquel momento yo no había usado la hamaca que había adquirido en Camocim; utensilio que los brasileños llamaban red. La mía estaba hecha con una tela gruesa de algodón y tenía capacidad para dos personas. Todavía no la había estrenado porque dudaba que pudiese sentirme cómodo en ella; pero en cuanto escogí un sitio de mi gusto, la colgué y me acosté para probarla, caí inmediatamente en el mundo de los sueños; siesta de la que no desperté hasta que la sirena del barco anunció que zarpábamos.

Ya de noche, y aparte de las lejanas luces de Belem, la oscuridad no nos permitía ver más allá de nuestras narices. Rasta y yo permanecimos largo rato apoyados en la barandilla con la mirada perdida en aquel río color canela, que más parecía un mar.

La cena había sido servida en plan cuartel: sobre largas mesas situadas bajo las mismas hamacas en que dormiríamos. Hamacas que, sin ser descolgadas, eran enrolladas mientras no se usaban. Después de los obligados cigarrillos acompañados de café, y sin nada más que hacer, nos instalamos en nuestras hamacas y pronto estuvimos durmiendo.

A medianoche, cuando la oscuridad solamente era rota por el foco con el que el timonel repasaba de vez en cuando las riberas del río cumpliendo con las ordenanzas que obligaban a los barcos a recoger a cualquiera que hiciese barco-stop, de pronto empezaron a caer rayos y truenos, que enseguida fueron seguidos por toneladas de agua que el dios de la selva mandaba para mantener verde aquel inmenso jardín.

Los marineros del barco, preparados para tan frecuentes tormentas, saltaron de sus hamacas y se apresuraron a desplegar unas mamparas de plástico que cubrían los laterales de las cubiertas, evitando que el agua se filtrara por allí. Lo que no entraba en el programa era que el techo comenzase a gotear por diferentes lados antes de que la tormenta terminase de pasar.

Sin embargo, los pasajeros, que no se alteraron mínimamente, se limitaron a desplazar sus hamacas hacia las partes secas, para acabar formando pisos al instalarlas unas encima de las otras.

Al despertar por la mañana, descubrimos que el suelo estaba cubierto por un palmo de agua, y los equipajes que habían permanecido allí, estaban totalmente empapados. No era nuestro caso porque, por cuestiones de seguridad, habíamos colgado las bolsas de la misma cuerda que sujetaba la hamaca. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Nos hallamos en una era intensiva en la que impera la agricultura intensiva, la pesca intensiva, la industria intensiva, la producción intensiva, los trabajos intensivos y, sobre todo, el consumo intensivo. ¿Olvido quizás la imbecilidad intensiva?

¿A qué se deberá que nos atraigan hipnóticamente las cámaras (de video, cine, tele…).

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba