La crónica cósmica

La crónica cósmica. Curso de domesticación con sobresaliente

LA BUENA EDUCACIÓN – Langkawi, Malasia. Sufridos lectores, hoy no os hablaré de esta magnifica isla en la que me encuentro, sino de la educación que todos recibimos desde pequeñitos. Entre los sinónimos de educación que aparecen en el diccionario, se hallan adiestramiento, enseñanza, instrucción o entrenamiento; y me extraña que no conste también domesticación.

En mi criterio de marcianito asilvestrado, es evidente que nos domestican para que, igual que se enseña al perrito a dar la pata y al caballo a seguir las indicaciones del jinete, cumplamos compulsivamente con ciertas normas. Normas que tienen como fin el buen funcionamiento de la sociedad, sin tener en cuenta nuestras necesidades personales.

Antes de seguir con esta parrafada, aclararé que no pretendo opinar si tal método me parece positivo o negativo, pues no quiero meterme en un berenjenal, ya que mi único propósito es remarcar el incuestionable hecho de que, algunos, lo defendéis compulsivamente, como si quisieseis demostrar que aprobasteis el curso de domesticación con sobresaliente.

Cuando menospreciáis a alguien porque no se “comporta debidamente”, en realidad afirmáis que vosotros estáis mejor domesticados.

Es así cuando criticáis a una persona por razones tan “profundas” como: “Le he negado el saludo desde que se lió con aquel extranjero”. “¡Ni siquiera están casados!”. “Se quedó sin empleo por ser un holgazán y ahora vive del subsidio de desempleo con el dinero que pagamos los contribuyentes”. “Es incapaz de escribir una línea sin incurrir en faltas de ortografía”. “Lleva la misma ropa desde hace cuatro años”. “Está totalmente pasada de moda, y no es de marca”.

“¡Qué mal gusto!”. “¿Has visto los zapatos que calza?”. “Parece que los haya comprado en una tienda de segunda mano”. “El coche que conduce es de ocasión”. “¡Qué pelos lleva!”. “No creo haya ido a la peluquería desde las Navidades”. “¡Qué mal aspecto tiene!”. “Cómo se ha dejado”.

“Me han dicho que ya no viene al gimnasio porque no podía pagar las cuotas”. “Vive en un piso de mierda y ha comprado los muebles en IKEA”. “No sabe usar debidamente los cubiertos y come como un cerdo”. “Tienen los bolsillos vacíos y pasaron las vacaciones en casa”. “El pasado invierno dejaron de ir a esquiar”. “No llegará a ser nada en la vida porque no tiene ambiciones”.

Pondré punto final a este intensivo lavado de coco haciéndoos cuatro preguntas: ¿Os sentisteis señalados con lo que acabo de escribir? ¿Sois inconscientemente esclavos de las convenciones? ¿Sois tan estúpidos como para creer que una dictadura es mejor que la peor faceta de la democracia? ¿Defendéis el injusto sistema judicial?

PASO A PASO – Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. “¡Ahí las tienes! ¡Las Islas Navilianas!”, me anunció el señor Baldomiro desde su puesto junto al timón de la barca con la que él, su esposa Elena y yo ascendíamos por el cauce del Río Negro.

Durante nuestro trayecto, hasta aquella mañana habíamos pasado a veces frente a alguna cabaña aislada, o nos habíamos cruzado con otras embarcaciones, pero en las últimas horas, tras alterar el rumbo apartándonos de la orilla, dejamos de encontrar señal alguna de la presencia humana. Y ahora, cuando a babor y a estribor sólo veíamos agua y más agua, surgió frente a nosotros una selva que partía el río en docenas de canales y ensenadas.

Era así porque las Islas Navilianas no eran ni dos ni tres, sino muchas más y, como yo descubriría durante el resto de la jornada, las había de todos los tamaños. Algunas no eran más que islotes, pero otras tenían una gran extensión y, en más de un caso, tardaríamos ocho horas en recorrerlas.

Lo que todas tenían en común eran unas densas selvas y los contornos alargados que el río habría pulido durante milenios. En cuanto nos metimos entre ellas, la de por sí pausada y tranquila corriente, tomó la forma de inmensos lagos de aguas estáticas.

El sol caía a plomo, el aire estaba echando una siesta, el agua resplandecía encerrada entre muros de densa espesura, la barca navegaba lentamente y entonces llegamos a una larga playa de arena blanca.

“Déjame allí”, ordenó de pronto la señora Elena a su marido. Cuando la barca se acercó a la orilla, la buena mujer, abandonando por una vez su cachimba, saltó ágilmente a tierra con el machete en una mano y una cesta en la otra.

Después de verla comenzar su paseo por la orilla, Baldomiro arrancó de nuevo y navegamos a unos cien metros cerca de la costa. La figura de la mujer con su bañador negro resaltaba sobre la blancura arenosa a través de la bruma. La tranquilidad era absoluta.

“Hoy comeremos la más sabrosa de las delicias”, me explicó Baldomiro, “los huevos de tortuga, que a pesar de hallarse perfectamente enterrados bajo la arena, mi mujer sabe encontrar mejor que nadie”. Confirmando el presagio, enseguida vimos a Elena agacharse y excavar la arena usando el machete. “La recogeremos al final de la playa, donde pararemos a comer”, comentó el timonel hablando para sí mismo.

Un centenar de patos volando velozmente a ras de agua rompieron por unos instantes la paz del lugar, y desaparecieron por un canal que llegaba de poniente. Una hora más tarde regresamos junto a la playa. La señora Elena vino hacia nosotros envuelta en una nube de mariposas amarillas que le dedicaban una vaporosa coreografía.

En cuanto embarcó, la mujer nos mostró orgullosa el contenido de la cesta: varias docenas de pequeños huevos redondos y blancos. “Nos vamos a chupar los dedos”, nos dijo satisfecha.

“Te confesaré una cosa”, me comentó Baldomiro dejando a su mujer liada con el fogón; “yo solamente me metí entre estas islas una vez, de ello hace ya muchos años, y tardé varios días en lograr salir porque me lié totalmente por el laberinto de canales que forman. Entonces aún era muy joven, y casi me puse histérico; pero hoy, teniendo a bordo a la mejor cocinera del Brasil y la despensa llena, me importa un rábano si nos perdemos y tardamos una semana en regresar al río.

En cuanto a ti, que has cruzado medio mundo para dar un vistazo a la última parte virgen de la Tierra, debes alegrarte por estar aquí, entre estas islas donde no hay otro ser humano, y en las que, según dicen, nunca los hubo, y en estas aguas en las cuales no creo que muchos gringos (extranjeros) hayan puesto sus ojos”.

Hasta aquel momento, yo había gozado de tal manera con los menús que cocinaba Elena como para creer que, durante los meses que llevaba en aquel país, nunca hubiera comido tan bien; sin embargo, no estaba preparado para la delicia que llevé a mi paladar cuando probé algo tan simple como los huevos de tortuga crudos y revueltos con harina de mandioca y azúcar. Cerré los ojos saboreando con éxtasis, dejé que el mundo de la sensualidad ocupara mi mente y, tras haber tragado la primera cucharada, alegré a la cocinera exclamando: “¡Rediós, es pura delicia!”.

Después del obligado pescado, y mientras tomábamos café y fumábamos unos cigarrillos, Baldomiro me preguntó: “Tú me dijiste que eras catalán, ¿verdad?”. “Sí, así es”. “Pues prepárate porque te voy a contar una anécdota que te asombrará.

Una vez, acompañando a un grupo de biólogos europeos, visité una tribu de la selva profunda. Cuando pedimos permiso a los indios para pernoctar y cruzar sus territorios, algo esencial si deseas sobrevivir, el jefe respondió que deberíamos hablar con su chamán, que se había ausentado para visitar a un enfermo de otra tribu, pero que podríamos esperarle porque no tardaría en regresar.

Nos invitaron a tomar asiento alrededor de una hoguera, en la que preparamos café, bebida que ellos desconocían y les gustó mucho. En todo momento estuvimos rodeados de mujeres y niños sonrientes. De esa manera transcurrió el rápido ocaso, llegó la noche, y acabamos compartiendo una cena tribal que incluía, para sorpresa de los gringos, unos sabrosos y rechonchos gusanos.

Para abreviar, nosotros ya habíamos colgado las hamacas y nos disponíamos a dormir como el resto de la tribu, cuando al fin llegó el chamán. Su aparición sacó a todo el mundo de la modorra y los hombres se dirigieron a él para anunciarle nuestra presencia. Al acercársenos el chamán a saludarnos, nos quedamos atónitos al descubrir que era un joven y amable catalán”.

“¡¿Un catalán era el chamán de varias tribus?!”, le pregunté con incredulidad al señor Baldomiro.

Me respondió sonriendo: “Así es. Inaudito ¿verdad?. Después, el joven chamán nos contó que había estudiado medicina un par de años, pero que se había hartado y estuvo viajando por el mundo hasta que puso sus pies en la Amazonia. Un día, cuando por casualidad llegó a la parte de la selva en que habitaban aquellas tribus y encontró a la mayoría de ellos enfermos de unas fiebres, logró curarles con las pocas medicinas que tenía. Lógicamente, tal milagro provocó que le otorgasen el título de chamán, maestro y guía, además de pedirle que se quedara con ellos”.

El señor Baldomiro había conseguido sorprenderme de nuevo. Y yo me felicité por estar allí. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Si leísteis la novela “Nos vemos allá arriba” con la que Pierre Lemaire ganó el prestigioso Premio Goncourt, estoy seguro de que os gustará la película basada en ella, y que lleva el mismo título, que dirigió Albert Duponel en el año 2017.

Anoche estuve viendo de nuevo la película “La luna” que dirigió Bernardo Bertolucci en 1979. Recordé que también la había visto en el centro de la Alianza Francesa de Estambul en 1984, y que, al terminar la proyección, el público que abarrotaba la pequeña sala demostró su fina cultura al hacer algo tan insólito como lo fue ponerse en pie y aplaudir durante varios minutos.

Me lo estoy pasando en grande leyendo la sorprendente novela “Kafka en la orilla del mar”, del genial Haruki Murakami. Como podéis comprobar, mis opiniones acerca de los temas literarios son invariablemente muy “profundas”: ¡Ja! Rizando el rizo de la imaginación, entre los personajes que aparecen en la trama hay uno que mantiene conversaciones muy interesantes con los gatos.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba