¡ME GUSTA! – Mae Hong Son, Tailandia. Me gusta la graciosa y a veces incomprensible forma con que los tailandeses hablan inglés. Me gusta la niebla que cubre las colinas alrededor de Mae Hong Son de mañanita y se esfuma en cuanto el sol asoma tras sus cumbres cediendo el escenario a un cielo inmaculadamente azul.
Me gusta calentarme con los primeros rayos del sol mientras bebo chai sentado en el cenador de la pensión The Like View Guest House contemplando el lago Nong Chong Kham, de la que, después de haber metido las narices en todas las demás de los alrededores, puedo decir que tiene las mejores vistas.
También es así por la noche, cuando las luces del templo Wat Chong Kham se reflejan en las aguas del lago. Me gusta contemplar como la gente alimenta a los peces que, a miles, habitan en ellas y se apelotonan para conseguir un bocado dando la impresión de que el lago esté hirviendo.
Me gusta que, ya sea gracias a esos peces o a las golondrinas que anidan bajo las glorietas del lago y rasan sus aguas aprovechando la iluminación, Mae Hong Son sea el lugar con menos mosquitos en el que haya estado durante los últimos años.
Me gustan los silenciosos madrugadores que pasean por el parque que hay alrededor del lago. Sin embargo, también me gustan los ruidosos pájaros mina de la familia de los estorninos: unos charlatanes que copiando el habla de los humanos son más hábiles incluso que los loros.
Me gusta la gente de otros vecindarios que cuidan de poner un cazo de agua para los pájaros. Me gusta el hombre que transporta a cuatro felices chihuahuas en su motocicleta. Me gusta dar un garbeo por el gran mercado de abastos donde venden todo tipo de fruta y verdura.
Me gustan las espectaculares vistas que se divisan desde la cumbre de la empinada colina que corona esta plácida ciudad, donde se encuentra el templo Wat Phra That Doi de estilo burmés que fue construido en el año 1860.
Me gusta que en esta parte de Mae Hong Son no se haya dado el menor cambio durante los últimos años. Me gusta el silencio nocturno, pero también el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado de zinc de mi habitación.
Me gusta andar de noche por el centro de la calzada de las calles solitarias. Me gusta la compañía de las pequeñas libélulas de destellante color negro que se posan en mis manos mientras fumo un bidi en el jardín de esta casa. Me gusta el yogur con nata de coco (escrito en castellano en el envoltorio) que sigo comiendo diariamente.
Me gustan las películas de Roman Polanski, como la que filmó en año 2011 titulada Un dios Salvaje en la que los actores Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz daban lo mejor de sí mismos.
También me gustó la película Mr. Jones, de la directora polaca Agnieszka Holland, acerca de la vida del periodista galés Gareth Jones, quien estuvo en Rusia en 1933 y, eludiendo a las autoridades que mantenían a los periodistas extranjeros en Moscú, viajó a Ucrania y que de regreso a Gran Bretaña se enfrentó a la opinión general denunciando la hambruna provocada por Stalin en que murieron millones de personas.
George Orwell, el británico nacido en la India y autor de 1984 y Homenaje a Cataluña, escribió Rebelión en la Granja tras entrevistarse con Jones. Siguiendo con los directores de cine polacos, me gustó ver de nuevo la trilogía Tres Colores: Rojo, Azul y Blanco, de Krzysztof Kieslowski. Me gustaron las miniseries británicas We are lady parts y True love. Me gustó y me reí con la miniserie catalana Les coses grans, en la que sus tres personajes masculinos difícilmente podrían ser más gilipollas.
¡Ah, sí!, y me sigue gustando ver todas las semanas el programa de Andreu Buenafuente y Berto Romero Nadie Sabe Nada.
Me gustan las novelas policíacas del autor sueco Henning Mankell, aunque sufro por el inspector Kurt Wallander que en ninguna de ellas duerme más de tres horas seguidas. También me gustaron las novelas Blackwater Series, del difunto Michael McDowell, que a pesar de ser solo una, se publicaron en seis diferentes volúmenes.
PASO A PASO – Alter do Châo, Amazonia, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Tras despedirme de mi amigo Rasta llegaron las reflexiones y las habituales buenas intenciones: “Se acabó este desmadrado consumo de alcohol, que ya dura demasiados meses, y lo mismo digo en cuanto a los excesos gastronómicos”.
Decidido a cuidarme, empecé a madrugar desde aquel día. Embarcado en la piragua de mi anfitrión Mario, cruzaba la Laguna Verde remando. Después nadaba hasta la orilla contraria y descansaba en la playa de la península que, en forma de cuerno, había entre el río Tapajós y la laguna. Animado por un hambre feroz, regresaba a la pensión y devoraba el “café de manhá” (desayuno) con montones de “abachi” (piña) que la dulce esposa de Mario me tendría a punto.
Para leer, además de unos cuantos ejemplares de la revista de cómics Animal, me había traído de Santarem los diarios de un viajero brasileño titulados Das Trips, Coraçao. Al mediodía, después de tomar el sol y nadar un rato más, era recibido con los brazos abiertos en el restaurante vecino; nada sorprendente porque era el único visitante de aquel solitario pueblecito. La rutina de la tarde era similar: a la lectura la seguía la siesta, a ésta un baño y quizás un paseo, y cuando anochecía iba al único comercio de la población para cenar viendo la tele con la anciana pareja que lo regentaba.
Mario rondaría los treinta y dos años. Era un hombre de cuerpo atlético, sus profundos ojos verdes tenían una mirada felina, su pelo era rojizo y su rostro estaba cruzado por un largo bigote. Había nacido en Alter do Châo y, después de viajar por distintos lugares de Sudamérica, había regresado allí con el pleno convencimiento de hallarse en un paraíso. Se confesaba amante la naturaleza y se movía por la selva con la agilidad de una de sus criaturas.
La vida de Mario estaba llena de aventuras. Tras pedirle que me narrara alguna de ellas, me contó: «Yo me siento realmente en mi hogar si me hallo dentro del “mato”, encerrado entre la exuberante vegetación; algo que a otros les produce claustrofobia y terror. Un atardecer, mientras andaba por la espesura, de pronto y sin razón aparente se me erizó el vello del cogote. Me asusté.
Descolgué el rifle de mi hombro sin hacer movimientos bruscos, giré sobre mí mismo sin provocar el menor ruido, y entonces los vi: eran dos jaguares que seguían mis pasos esperando el momento oportuno para saltar sobre mí. Creo que todo sucedió en un mismo instante, pues, casi sin apuntar, mi dedo ya apretaba el gatillo, sonaba el disparo, y la hembra, que iba al frente, caía muerta mientras su compañero saltaba y desaparecía tragado por el “mato”».
Yo había escuchado la narración con la atención que un niño dedicaría a un buen cuento, pero mi emoción llegó al tope cuando Mario, para corroborar sus palabras, sacó de un armario dos terroríficas garras diciendo: “Me las guardé como recuerdo”.
Al pasar los dedos sobre ellas se me puso la piel de gallina. Eran inmensas. Mario me explicó que, el jaguar amazónico, seguía al tigre y al león en cuanto a tamaño: “Tienen tanta fuerza como para que su forma para cazar a un venado o a una vaca sea saltar sobre su espalda, aferrar el morro con la garra, y romperle el cuello tirando hacia un lado”.
Continuará.
MIRA LO QUE SUEÑO – En las contadas ocasiones en que tengo un sueño estresante, salgo conscientemente de él sin despertar, diciéndome: “Es sólo un sueño”. Pero anoche las cosas sucedieron de una forma distinta. Influido quizás por el artículo de Baltasar Montaño que había leído en este mismo blog, en el que aparecía la foto de una tortuga marina, estuve soñando que buceaba felizmente en un arrecife de coral con una de ellas.
Hasta que, ¡Boom!, el sueño tomó una forma dramática cuando, de pronto, la tortuga quedó apresada por una red de pesca. Empeorando las cosas, también tenía un cable metálico alrededor de la cabeza. Aunque me sentí agobiado, y debería haber salido del sueño, dediqué un buen rato a liberar al pobre animal cortando pacientemente la red y el cable. Sólo suspiré aliviado tras lograr mi propósito y verla partir.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.