La crónica cósmica

La crónica cósmica. Tenemos cierto parecido físico

EL OBSERVADOR ACCIDENTAL – Langkawi, Malasia. Cualquier hecho relacionado con la naturaleza y sus habitantes atrae hipnóticamente mi atención. Mientras tecleo este párrafo sentado sobre la cama, mis ojos se van tras las larguiruchas ardillas pardas que hacen equilibrios saltando entre las ramas de las palmeras y las bananeras. Los lagartos geckos que corretean por mi vivienda también gozan de toda mi simpatía, sobre todo porque se alimentan de mosquitos.

Me encandilan los bebés de cualquier especie; ¿puede haber algo más encantador que un becerro recién nacido? Igual me sucede cuando veo pasar alguna de las gallinas silvestres del vecindario en que resido seguida de sus pollitos. Tristemente, la mayoría de ellos no llegarán a la edad adulta; el primer día serán seis pollitos, el segundo, cinco, y así hasta que, con suerte, uno logre sobrevivir. Los depredadores que acaban con ellos son, por lo general, los cuervos. Igual que sucede en la nepalesa Sauraha, se lanzan en picado desde los árboles y, si la madre no está atenta, se los llevan en el pico.

A las gallinas que consiguen salvaguardar a sus pequeñines, les digo: “Tú sí que eres una buena madre”. En la isla de Kapas vi a una de ellas enfrentarse incluso a un milano.

Siempre atento a la fauna, interrumpiré mi paseo al ver a una familia de langures negros comiendo mangos en alguno de los muchos árboles de ese tipo que hay por estos alrededores. Cuando el amigo gallego me llevó en su automóvil hasta la Skull Beach (Playa de la Calavera), me olvidé del atractivo paisaje para contemplar a las tribus de macacos barbudos que aguardaban, junto a la calzada, a que algún conductor les lanzase algo comestible.

En esta pequeña cala, a la que daban sombra los árboles de la jungla, me extasié contemplando el majestuoso vuelo de las águilas pescadoras. Cuando una de esas águilas sobrevuela los arrozales, todos los pájaros y las aves zancudas salen por piernas, o mejor dicho, por alas.

Valga aclarar que en esta isla de Langkawi habitan más de doscientas cincuenta razas de pájaros, ya sean sedentarios o migratorios. ¿Y qué decir del mar cuando cientos de peces saltan fuera del agua huyendo de un depredador?

Mi amor abarca a todos los animales en general (e incluso a veces a los seres humanos), pero son los perros los que me tienen completamente robado el corazón. Sirva de ejemplo que ayer, mientras comía en mi restaurante chino predilecto, llegaron unos turistas chinos de Kuala Lumpur que viajaban con ocho caniches, a los que transportaban en cochecitos para bebés; y no me sentí en absoluto molesto a pesar de que no dejaron de ladrar escandalosamente.

Anteayer apareció en la prensa la foto de un pastor belga, de la policía de narcóticos brasileña, que acababa de descubrir un gran alijo de cocaína. En la imagen aparecía un primer plano de la cabeza del perro mirando a la cámara; me emocionó la evidente satisfacción que sentía sonriendo con los ojos.

En la prensa se publicó otra foto que era insólita y graciosa: en ella se veía el interior del nido de unos búhos, con la mamá y un par de polluelos que ya tenían todo el plumaje. Hasta aquí todo normal, pero es que junto a ellos se encontraba un gato que compartía la vivienda y parecía haberse mimetizado, ya que tenía el mismo color grisáceo, e incluso sus ojos se parecían a los de los búhos. ¿Será una nueva raza denominada gato-búho?

Terminaré esta selección dedicada a la fauna mencionando a la “influencer” norteamericana Sam Jones, que ha sido expulsada de Australia por haber raptado y separado de su madre a una encantadora cría de wómbat, un marsupial que se halla en peligro de extinción. Confesaré que no soy precisamente simpatizante de las redes sociales, y menos aún de los “influencers”, y acerca de Sam Jones, diré que, además de la i de “influencer”, en su tarjeta de visita deberían constar también las íes de imbécil, insensible, idiota, inconsciente, ignorante e impresentable. ¡A la mierda contigo, energúmena!

PASO A PASO – Río Solimois, Brasil, 1988. Érase una vez un barco llamado Benjamín, que partió de Manaus durante el ocaso y, tras descender por el Río Negro hasta el “Encontro do Aguas”, viró hacia poniente, empezando la ascensión del río Solimois; nombre que recibía el Amazonas antes de reunirse con el Río Negro. El destino del Benjamín era Tabatinga, lugar apodado “Las Tres Fronteras” porque allí se juntaban las del Brasil, Perú y Colombia.

Durante aquel largo trayecto que duraría como mínimo seis días, el Benjamín atracaría en algunos pueblos aislados de la selva, donde abriría las compuertas de sus bodegas, que se hallaban repletas de vituallas, utensilios y recambios de lo más diverso.

Efectivamente, aquel barco de casco metálico era un mercado ambulante que proveía a los habitantes del Amazonas. En diferentes viajes también navegaban en él, cuando no un médico, un dentista o un oculista. El hecho de llevar un comercio a bordo, representaba una bendición para los pasajeros de tan largo trayecto, pues en cualquier momento nos permitiría adquirir desde tabaco a cervezas, o alguna comida enlatada que variase los repetitivos menús de a bordo.

Gracias a que yo había sido el primer pasajero en embarcar, pude escoger donde colgar mi hamaca y evitar, como en el viaje anterior, encontrarme instalado sobre la mesa y tener que salir por piernas en cuanto tocaban la campana anunciando el “café de manhá” (desayuno). A continuación, gozando exclusivamente de la cubierta con una taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra, me había apoyado en la barandilla dejando vagar la mirada por aquella inmensidad acuática por la que había viajado durante tantas semanas, y regresaron a mi memoria los recuerdos de la última jornada.

Aquel día, siguiendo todavía con los horarios de la selva, desperté de madrugada y, cuando Manaus todavía dormía, pude desayunar en una cafetería que acababa de abrir sus puertas. Me enteré de la partida del Benjamín leyendo “O Povo Do Amazonas”, algo que confirmé dirigiéndome a continuación hasta el muelle. Al ver en el mismo periódico un anuncio publicitario del zoológico que el Ejército de la Selva, también llamados “Gigs”, tenía montado a las afueras de la ciudad, adiviné cómo pasar las siguientes horas. Sería la forma de dar una vistazo a los animales que los días anteriores había escuchado sin lograrlos ver una sola vez.

Mientras pagaba el “café de manhá”, el mismo camarero se encargó de orientarme sobre el “ônibus” que debía tomar. Una hora más tarde, cuando abrían las puertas, fui el primer y único cliente en entrar en aquel zoológico que se hallaba en un gran espacio ajardinado y rodeado por la selva. En cuanto hube dado cuatro pasos vi correr en mi dirección a un mono de la misma raza que el que vivía en la pensión de Alter do Cháo. Con dos rápidos saltos se acomodó entre mis brazos e hizo una gran demostración de mímica facial con la que parecía querer contarme su vida y tribulaciones.

Sin tener otra opción, realicé toda la visita zoológica acompañado del simpático mono de pelo dorado y larga cola. Al lado de la jaula de cada animal se especificaba, con eficiencia castrense, su especie y hábitat. Fue así como pude saber, por ejemplo, cuáles eran los monos que vivían en las copas de los árboles más altos. También vi a los extraños pájaros que tantas veces había oído desde la barca del señor Baldomiro.
Ante los jaguares, me quedé atónito por su tamaño, pues casi tenían la talla de los tigres.

Éstos animales me impresionaron por su poco parecido con los depredadores apáticos y aburridos que se encontraban generalmente en los zoológicos, ya que se mostraban excitados y daban la sensación de haber sido cazados muy recientemente porque respondían con sus rugidos al clamor que les llegaba de la cercana selva.

Me planteé si sería posible mantener amistad con uno de ellos. Obtuve la respuesta a través de un macho joven, pero ya desarrollado, que, en cuanto empecé a inventar juegos tras las rejas que nos separaban, me imitó revolcándose y corriendo de un extremo a otro de la jaula como lo hubiese hecho un perro.

De regreso al centro de Manaus, me senté en una terraza para beber una cerveza Antártica. Entonces oí intercambiar dos palabras en mi lengua materna a una pareja cercana y les pregunté si eran catalanes. Había acertado, y me explicaron que estaban haciendo un viaje de quince días por el Brasil. Cuando les conté que me disponía a pasar la siguiente semana navegando en un barco sin nada que leer, conseguí que se convirtiesen en unos buenos samaritanos.

Después de charlar un rato en el que me hicieron cincuenta preguntas acerca de mis viajes, me pidieron que les acompañara hasta su hotel, donde el marido me regaló el libro “El siglo de las luces”, de Alejo Carpentier, a pesar de que él solamente había leído cincuenta páginas. Su mujer me dio un ejemplar de la revista “Panorama” y otro de “Semana”.
Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Gonzalo, el amigo gallego que dirige la pensión Home Sol aquí en Pantai Cenang, me prestó la novela “Cuando la tormenta pase”, con la que su paisano Manel Loureiro ganó el Premio de Novela Fernando Lara 2024. Como es de las que te enganchan desde el primer párrafo, la leí en un santiamén. La recomiendo a los aficionados al suspense, pues no te deja de sorprender continuamente. Siguiendo mis habituales costumbres, no os haré una sinopsis; pero sí os diré que Gonzalo y su esposa malaya pasaron unas vacaciones en la misma casa en que se hospeda el personaje central de la trama.

Y hablando de Gonzalo, varios turistas de Langkawi le han preguntado si yo era su padre. Fue así como constaté que tenemos cierto parecido físico.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba