LA CUESTIÓN GASTRONÓMICA – Langkawi, Malasia. Supongo que todos conocéis las normas y restricciones alimenticias a las que están sujetos los musulmanes durante el Ramadán, que este año se celebra entre el 1 y el 30 de marzo. Sin embargo, quizás no habéis imaginado cómo tales restricciones afectan a los turistas que visitan un país islámico durante esos 30 días, ya que la mayoría de los servicios públicos relacionados con la alimentación, dejan de funcionar.
Aunque algunos comercios, restaurantes o cafeterías abren sus puertas pasada la puesta de sol, al ser solamente unos pocos, terminan sus existencias rápidamente. Sirva de ejemplo que en el pequeño bazar malayo de Kuala Tahan, junto al Parque Nacional de Taman Negara, los turistas, desesperados, iban de un lado a otro buscando un lugar donde cenar.
Esta fue una de las razones por las que decidí venir a Langkawi, y especialmente a esta playa de Pantai Cenang, pues supuse acertadamente que, al ser un lugar cosmopolita, no tendría dificultades para llenar el estómago.
Aunque los restaurantes malayos hayan cerrado sus puertas, tengo a mi disposición los chinos, los tailandeses y los indios. Al hallarnos junto a la costa del Mar de Andamán, donde la pesca es abundante, mis menús se componen sobre todo de pescado, gambas, cangrejo y también de calamares, pues es uno de los pocos lugares del Sudeste Asiático en el que saben prepararlos debidamente sin que parezca que son de goma.
Uno de mis platos predilectos malayos es el “Roti Canai”: una especie de crepe que puede contener pasta de sardina, queso, huevo o banana. Normalmente los sirven en el desayuno, pero ahora, debido al Ramadán, unas viejas desdentadas que no dejan de bromear y soltar carcajadas, me los cocinan para cenar.
Completo mi dieta con los mangos y con unos sabrosos y jugosos dátiles de Arabia. Debido al calor y, claro, al sudor, recupero líquido bebiendo muchos vasos de agua además de mis habituales tés.
LA CUESTIÓN DE LA CRIANZA – Como ya mencioné en otras ocasiones, considero nocivo reñir y castigar a los niños de corta edad, pues, debido a que son incapaces de comprender cómo está el patio, pueden aturdirse y acomplejarse.
Observando a mi alrededor, compruebo continuamente que muchos de esos niños, cuando tienen más o menos dos años, recurren a los berrinches y se convierten en tiranos que amargan y agotan a sus padres como si hubiesen aprendido a quejarse al mismo tiempo que a hablar.
A pesar de lo consentidos que son, están siempre enfadados porque les impiden, por cuestiones de seguridad, que se acerquen a unas escaleras, que crucen la calle o que metan los dedos en un enchufe de electricidad. También se diría que van siempre acelerados sin saber qué quieren en realidad. Quizás se calmarían en un entorno libre de peligros, donde pudieran explorar libremente.
Aquí en Pantai Cenang, coincidí varios veces con unos jóvenes trotamundos, ella era colombiana y él, californiano, a quienes tenía amargados su hijo de dos años. Empeorando las cosas, el padre sufría un problema de oído y, debido a que los chillidos del niño le causaban un gran dolor, se veía obligado a ponerse unos cascos que amortiguaran tal suplicio.
En un caso parecido, una noche, mientras cenaba en un pequeño restaurante, llegó un matrimonio malayo con una niña de unos tres años que no dejaba de berrear. Me puse en pie, me acerqué a su mesa y le ordené con mucha seriedad que se callara. Por supuesto que no entendió lo que yo le dije, pero desde aquel momento dejó de montarse el número.
Sus padres, y también el resto de los clientes, pudieron comer tranquilamente. Cuando me levanté para irme, todas las miradas me lo agradecieron como si yo fuese el hada buena.
Al tener yo la “mala suerte” de no haber sido padre, no me embrollaré diciendo cuál sería la mejor forma de aleccionar a esos hijos. Pero lo que sí me atreveré a comentar es que, esos pequeños dictadores, casi siempre son hijos únicos. En lugares como mi querida Sauraha, del Nepal, a la que denomino la fábrica de críos porque los hay a docenas, es raro ver a uno pegando berrinches, puesto que se hallan continuamente rodeados de otros críos.
Cuando yo era pequeño, en mi casa sucedía igual, pues aparte de ser seis hermanos, había un montón de primos y críos del vecindario. Así que, como nadie me prestaba atención, tenía una completa libertad de movimientos. Sirva de ejemplo que, en cierta ocasión, con tan sólo dos años, me escapé de casa. Una vecina que me había visto sentado en las escalinatas de correos, que quedaba a unos cien metros, tuvo que venir a avisar a mi madre.
PASO A PASO – Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. El día siguiente, ya navegábamos en la barca del señor Balduino descendiendo por el cauce del Río Negro. Nos detuvimos en un comercio aislado a comprar tabaco para la cachimba de la señora Elena. Era un chamizo que había sido edificado adaptándose perfectamente a las necesidades locales y los clientes podían hacer sus adquisiciones desde su misma embarcación; algo parecido a los modernos restaurantes de comida rápida en los que uno no necesita descender del coche, pero en plan acuático y selvático.
En aquel comercio, edificado completamente de madera, además de tabaco, cervezas y jabón, se vendían pistolas, escopetas, dinamita y, por supuesto, los imprescindibles machetes.
La siguiente parada la hicimos adentrándonos por el curso de un pequeño afluente del Río Negro hasta llegar a una serrería, que era el destino de Baldomiro. Quien me explicó: “Tengo una barca a medio construir desde hace varios meses, y no llegan a terminarla porque les falta la madera adecuada. Al encontrarte a ti en Manaus decidí seguir los consejos de Mahoma yendo yo a la montaña en busca de la puta madera”.
Una docena de tablones perfectamente cortados fueron colocados y atados a cada lado de la barca, aumentando su carga en trescientos kilos, Con ello, a partir de allí, Baldomiro navegaría con mucho más cuidado. “Si ahora encallásemos”, me dijo, “con el nivel del río descendiendo todos los días, nos quedaríamos aquí hasta la llegada de las lluvias”.
A media tarde, Baldomiro metió la barca en una ensenada y echó el ancla antes de anunciar a su mujer: “Nosotros daremos un paseo por la selva, pero como vamos a dormir aquí, ya puedes limpiar el pescado para la cena”.
Al desembarcar y hundir mis pies en el agua embarrada, un tronco traicionero atravesó mi pie izquierdo produciendo una herida que empezó a sangrar inmediatamente. Baldomiro, sin darle importancia, comentó: “Con las lecciones de estos días, supongo que ya tendrás claro que se acabó meterte en el agua si no quieres atraer a las pirañas”.
Después de mis pocas y fallidas experiencias en la selva, yo había creído que para moverme por tal entorno serían imprescindibles unas vestimentas y, sobre todo, unos calzados especiales. Pero en aquellos momentos la realidad me contradecía; ya que yo llevaba unos pantalones cortos, una camiseta y unas sandalias de plástico enrojecidas por la sangre, que todavía manaba de la planta del pie; y las guarniciones de mi guía eran más sorprendentes, si cabe, porque iba descalzo y solamente se cubría con un pequeño bañador.
Baldomiro llevaba un machete en la mano con el que se abría camino entre la cerrada vegetación. Al mismo tiempo fumaba un cigarrillo tras otro sin dejar de paliquear en voz alta sobre cuestiones filosóficas. Demostrando sus conocimientos del terreno, todo ello no le impedía advertirme acerca de los diferentes peligros que hallábamos en nuestro camino.
Por ejemplo, un tipo de esbeltas palmeras de cuyos troncos salían unos peligrosos y finos pinchos de dos palmos de largo, que tanto podían encontrarse en posición vertical como horizontal.
“Tío, realmente esto es la selva”, pensé observando el alucinante decorado que recorríamos bajo la cúpula verde. Los árboles gigantescos que superaban de largo alturas de cincuenta metros; aunque en algunos casos sus troncos fuesen muy delgados. Las lianas que colgaban por doquier, una de las cuales Baldomiro cortó para que yo probase la deliciosa agua que fluía de su interior.
Las familias de termitas atracándose con los troncos de los árboles muertos. Los insectos, grandes como puños, que sentían interés por los dos humanos y se dedicaban a volar a nuestro alrededor sin que les prestásemos atención.
Y, al final del paseo, el colofón en la forma de una cascada de aguas frescas y transparentes, donde tomamos un gustoso baño.
Después, mientras descansábamos fumando unos cigarrillos, Baldomiro me explicó: “Seguramente habrás oído hablar de las planicies amazónicas, ¿verdad? Pues bien, deja que te aclare que es una mentira creada por los geógrafos modernos al hacer mapas topográficos de estas tierras desde el espacio, porque los putos instrumentos usados son incapaces de alcanzar el nivel del suelo debido a la excesiva altura de unos árboles que, a veces, superan los ochenta metros.
Estos árboles sólo dejan de crecer alocadamente cuando alcanzan la luz solar, así que, desde arriba, las copas de casi todos ellos tienen una altura uniforme y hacen creer en la existencia de un suelo también uniforme. Sin embargo, y, como puedes comprobar por ti mismo, bajo la cúpula verde uno se pasa el rato subiendo y bajando”. Continuará.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.