La crónica cósmica

La crónica cósmica. ¿Pero de verdad no has estado en Hampi?

PITO PITO COLORITO – Hospet, Karnataka, India. Hace un par de semanas, cuando fui a la ciudad de Chennai en Tamil Nadu, tenía pensado viajar posteriormente hacia el norte, siguiendo la costa de la Bahía de Bengala hasta uno de mis sitios predilectos de la India, Konarak, en el estado de Orissa (ahora rebautizado Odisha), donde se halla el impresionante Templo del Sol cincelado en roca con símbolos astrológicos y explícitas esculturas sexuales.

Sin embargo, movido por mi afición a cambiar planes, más tarde se me ocurrió que podría dirigirme hacia el sur, sin apartarme del mar, e ir directamente a la antigua colonia francesa de Pondicherry; población de la que siempre me atrajo la mezcla de culturas que hay en ella, ya fuese por la atmósfera general, ya por la arquitectura de sus edificios, ya por la personalidad o la forma de vestir y comportarse sus habitantes.

Y entonces, cuando aún no había tomado una decisión al respecto, el amigo valenciano me recordó que hacia poniente de Chennai, y a corta distancia (según los conceptos de un sitio tan extenso como la India), se hallaba Hampi, que es uno de los destinos arqueológicos más emblemáticos de esta parte del país al que yo todavía no había ido, a pesar de que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986.

Al hablar con diferentes viajeros acerca de los muchos años que había pasado en la India, docenas de veces escuché: “¡¿Pero de verdad no has estado en Hampi?!”, y ahora consideré Hampi como mi asignatura pendiente.

Tras comprobar que desde Chennai podía llegar a Hampi en unas diez horas de autocar nocturno o recorrer el trayecto en un tren que partiría a las cuatro de la tarde para llegar a mi destino a las dos de la madrugada, escogí esta última opción.

Conseguí una reserva de segunda clase, con litera y a/c, que me permitiría dormir parte del viaje. Cuando fui a la estación central de los ferrocarriles y entré en mi lujoso vagón, lo encontré lleno de altos oficiales de la policía. La razón de tanto uniforme era que iba a viajar junto a un alto cargo del gobierno y supuse acertadamente que aquel tren iniciaría su recorrido y llegaría a la ciudad de Hospet con puntualidad británica, hecho insólito entre los ferrocarriles indios.

En la crónica anterior mencioné la alegría que invariablemente siento al regresar a la India; lo mismo puedo decir acerca de viajar en sus trenes y poder contemplar desde sus ventanillas lo que denomino “la película india”.

En cuanto el convoy se puso en marcha me olvidé de los otros tres pasajeros que había en el mismo compartimento y centré mi atención en los paisajes que recorríamos: llanuras salteadas con lagos y campos de cultivo, prados en los que pastaban vacas y búfalos, colinas rocosas cuyas formas delicadas habrían pulido las aguas durante millones de años.

Aquel atractivo espectáculo natural terminó con la llegada de la noche. Sólo entonces entablé conversación con un hombre que estaba sentado junto a mí. Se llamado Raj, tendría unos cuarenta años y más tarde ocuparía la litera superior.

Raj había pasado las primeras horas del viaje con el teléfono en la mano y, al preguntarle yo al respecto, me informó que era abogado y que había estado solucionando algunas cuestiones profesionales, pero que ya había terminado con ellas. Lo demostró desconectando el teléfono y me explicó que precisamente se dirigía a Hampi, donde pasaría unos días haciendo meditación en un áshram.

Tal como hago habitualmente, yo no había recabado la menor información acerca de Hampi ni tenía reservada habitación en ninguna de sus pensiones, pues me gusta ir a mi aire y escoger sobre la marcha donde hospedarme. Lo único que sabía de Hampi era que se hallaba a una docena de kilómetros de Hospet, la ciudad en que se encontraba la estación ferroviaria a la que llegaríamos.

Al plantearme que aquel simpático abogado conocería el lugar a la perfección y que quizás tuviese organizada la manera de desplazarse hasta allí, a la intempestiva hora que íbamos a terminar nuestro recorrido, le dije que yo también iba Hampi y tenía pensado permanecer allí un par de meses.

Raj me dejó patitieso explicándome: “Pues lo tienes mal porque dentro de pocos días se va a celebrar en Hampi una reunión internacional de los líderes políticos y económicos del grupo denominado G20 y el gobierno ha clausurado durante dos semanas todos los comercios, restaurantes y hoteles de la población”.

De todos modos, el abogado trató de echarme una mano telefoneando a varios amigos suyos de Hampi y de otras poblaciones cercanas preguntándoles si podrían darme aposento; pero en todos los casos le respondieron que deberían solicitar un permiso policial que seguramente les denegarían debido a las paranoias acerca de la seguridad.

Empeorando las cosas, cuando llegamos a Hospet descubrí que, como efecto colateral, todos los hoteles de esta ciudad habían colgado el cartel de completo. Raj me presentó a un amable taxista que me paseó de un lado a otro en su triciclo hasta que, pasadas ya las tres de la madrugada, conseguí habitación en una pensión bastante cutre que se hallaba en el fin del mundo.

Al día siguiente encontré un hotel céntrico de mejor calidad y, aunque demasiado caro para mis bolsillos, me hospedaría allí hasta decidir mi próximo destino, pues no deseaba esperar a que terminase la reunión de los G20. Aunque Hospet no era en manera alguna una ciudad interesante para mí, me gustó permanecer en ella por el simple hecho de ser otro de tantos lugares a los que había ido a caer accidentalmente y donde, al no ser un destino turístico, nadie me esperaba ni me prestaba la menor atención.

De todos modos, aprovechando que Hampi se halla a corta distancia, una mañana fui hasta allí en un autobús, que por cierto circuló un rato por una autopista en contradicción. Dediqué varias horas a patearme aquel lugar del que, más que los monumentos y sus delicadas esculturas, me atrajeron las formaciones rocosas de la naturaleza, que parecían haber sido colocadas caprichosamente por un dios gigante. Así, por lo menos, ya podría decir que había estado en Hampi.

PASO A PASO – Madhya Pradesh, India, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Después de despedirme del inglés Aarón y el irlandés Norman en Udaipur, ahora viajaba hacia el sur en un tren nocturno siguiendo la senda de un santón gallego con quien había cruzado mis pasos en el año 1984.

Aquel celta, un hombre amable, de pelo ralo, que rondaba la treintena, al que conociera en Goa, concretamente en la playa de Anjuna, me había dicho: “Me dirijo a una isla que tiene la forma de Om y se llama Omkareshwar. Es un sitio muy antiguo, y sagrado, que se encuentra en el río Narmada”.

Yo no había olvidado al gallego y tampoco aquellos nombres que escuchara por primera y única vez. Y un día, cuando estaba jugando con el mapa de la India en Udaipur y el río Narmada apareció ante mis ojos, advertí que no se hallaba muy lejos de donde me encontraba y decidí que sería mi próximo destino.

Además, estaba en el mayor y menos turístico de los estados indostanos, la Madhya Pradesh, y después de pasar tantas semanas en lugares más atractivos para los visitantes deseaba ardientemente encontrarme a solas con la India real, la que de ninguna manera fuese un espectáculo montado para los turistas, donde nadie hablara inglés y donde al no estar esperando al extranjero los precios fuesen los mismos para mí que para el resto de la población.

El tren resultó tener dos facetas distintas, pues durante la noche circuló a gran velocidad y estuvo absolutamente lleno de pasajeros, y por la mañana, después de llegar a la ciudad Indore, se quedó vacío y empezó a moverse muy despacio, parando hasta en las estaciones más pequeñas.

Aparte de la visita relámpago que había realizado a Khajuraho durante mi primer viaje a la India, aquel lento avanzar fue para mí el descubrimiento de la Madhya Pradesh. Las tierras que recorría eran áridas y rocosas, y daban la impresión de ser muy antiguas.

Cuando mi soledad fue interrumpida por la llegada del revisor, éste, señalando hacia el río Narmada sobre el que cruzábamos en aquellos momentos y que recorría Madhya Pradesh desde oriente hacia poniente, me contó: “El sagrado Narmada es mucho más antiguo que el mismo Ganges, pues ya existía incluso antes de que el subcontinente indio se juntara con Asia y empezara a crecer el Himalaya, cordillera de la que, solamente mucho más tarde, brotaría el Ganges.

Aparte de que sus aguas son limpias y sanas gracias a que su curso discurre mayormente por la jungla y apartado de grandes ciudades, otra gran virtud del Narmada está en su poder purificador, que alcanza incluso a los suicidas; por ello no será extraño que veas flotando algún que otro cadáver que la corriente acabará llevando hasta las aguas el Gujarat, si antes no dan cuenta de él los cocodrilos”.

De nuevo a solas después de recibir un poco de cultura local, y mientras por mis ojos seguía contemplando aquel paisaje que de pronto se había oscurecido por la frondosidad de los árboles de teca, mi mente se dedicó a reflexionar sobre los últimos días pensando en Aarón y Norman, otros buenos amigos a los que difícilmente volvería a ver. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Somos lo que hacemos y seremos malos incluso si deseamos que le salgan mal las cosas a nuestro peor enemigo.
  • El respeto se gana respetando.
  • Me parece una barbaridad comer de pie o, peor todavía, andando.
  • Demasiada higiene puede ser letal.
  • No digas a espaldas de nadie lo que no te atrevas a decirle a la cara.
  • No hago tanto el ridículo como antes porque ya cumplí de sobra con mi cuota.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba