Relato divergente

Relato divergente. Lo tuve todo y lo perdí todo

Viéndome plácidamente sentada junto al mar, con un libro en las manos y el pelo plateado, quizás resulte difícil creer que el título adecuado para mi biografía, si alguna vez llegase a escribirla, sería: “Lo tuve todo y lo perdí todo”.

Ya sé que no soy la única desgraciada a la que le sucediese algo así, pero mi caso es especial porque ese sino se ha ido repitiendo una y otra vez en cada generación de mi familia. Mis ancestros fueron unos judíos sefarditas de Castilla que, huyendo de la sangrienta Inquisición católica, primero emigraron a Cataluña, después a Turquía y, al fin, a Rusia, en la costa del Mar Negro, donde prosperaron comerciando con cereales. Pero en el Siglo XIX fueron masacrados en casi su totalidad en el terrible pogromo que las tropas zaristas llevaron a cabo el 26 de abril de 1881 en la ciudad de Kiev, la actual capital de Ucrania, incendiando su casa y el silo con toneladas de trigo.

Mi bisabuelo fue uno de los pocos supervivientes. Aunque solamente tenía dieciséis años, estaba sobrado de coraje y, tras muchas penalidades, se las arregló para cruzar ilegalmente la frontera de Polonia. A los pocos días entró en Varsovia. Iba con los bolsillos vacíos, pero gracias a la tradicional ayuda de la comunidad judía local, prosperó y subió una familia que empezó a creer en un futuro mejor. Lo había perdido todo y, sin embargo, lo recuperó todo.

Esa época de bonanza le duró treinta y cinco años, exactamente hasta que Varsovia se convirtió en uno de los frentes de batalla de la Primera Guerra Mundial y las tropas alemanas arrasaron la casa familiar que edificase mi bisabuelo, un hombre que a la sazón se hallaba en la cincuentena y no sobrevivió al nuevo desastre.

No fue la única defunción familiar y la guerra dispersó a los pocos supervivientes. El hijo menor, que sería mi futuro abuelo, fue reclutado como mano de obra por las autoridades invasoras, a pesar de ser solamente un chaval de catorce años: Alemania iba corta de hombres por culpa de aquella inacabable guerra y mi abuelo fue trasladado a Dresde.

De manera parecida a la lotería, la rueda de la fortuna se confabuló para echarle una mano. Podría haber sido destinado a decenas de tareas distintas, desde barrer las calles a ordeñar vacas, o a currar de metalúrgico, tipo de empleos que desconocía porque, hasta pocas semanas antes, su experiencia se limitaba a los temas escolares y, por decirlo sin tapujos, era incapaz de freírse un huevo o coserse un botón.

La suerte estuvo de su parte cuando descendió del tren en la Estación Central de Dresde, junto con otros deportados, y los llevaron a un almacén en el que un grupo de empresarios, fabricantes y granjeros los iban seleccionando como si fuesen esclavos. Entonces, en medio de un gran griterío, se plantó ante él un hombre de unos cuarenta años que tenía el pelo negro y no parecía alemán. Éste le clavó al joven una mirada penetrante con la que logró atemorizarle, y luego, acercándose hasta rozar su oreja con los labios, le alegró el día susurrándole: “Eres judío, ¿verdad? Yo también, y si estás de acuerdo, desde este momento empezarás a trabajar conmigo”.

Mi afortunado futuro abuelo encontró una nueva casa y una nueva familia diez días después de haber perdido las anteriores. El judío que le contrató no era un gran empresario, pero dirigía una renombrada joyería y le puso en manos de su mejor tallador, un hombre ya mayor, para que le enseñase el oficio. La joyería se hallaba en los bajos de la residencia familiar, un edificio de tres plantas.

Al recién llegado lo instalaron en una habitación de la buhardilla que estaba reservada al servicio: dos mujeres y un hombre con los que también compartiría la comida en la cocina. Contraviniendo las órdenes del gobierno alemán, que prohibían pagar salario alguno a los trabajadores deportados, el joyero sí lo hizo y, además, le concedió un día libre a la semana para que pudiese gastar el sueldo en algunas distracciones.

Tres años más tarde, cuando se firmó el armisticio dando fin a la Primera Guerra Mundial, que entonces se llamaba la Gran Guerra, el joyero se encargó de conseguirle la nacionalidad alemana a mi abuelo, y al poco él entró a formar definitivamente parte de la familia al casarse con la hija menor de su jefe: una chica de su misma edad que le había hecho tilín desde su llegada a Dresde.

Tras haberlo perdido todo, durante los siguientes años logró recuperarlo todo. Su suegro le dio la alternativa subvencionándole la apertura de una nueva joyería en un barrio periférico. La vivienda se hallaba en las dos plantas superiores del mismo edificio. Su mujer parió tres niñas y, más tarde, cuando ya creía que no volvería a quedar preñada, tuvo un hijo al que llamaron David. Éste, al ser el pequeño, recibió todas las atenciones de su madre, de sus hermanas y de su abuela, quienes le convencieron de haber nacido en el Paraíso y lo malcriaron con ahínco convirtiéndole en un consentido.

Él, que acabaría siendo mi padre, sorprendió a unos y otros porque tenía el pelo rubio, la nariz pequeña y recta y era esbelto. No parecía en absoluto judío y tuvo que tragar con los jocosos motes que le pusieron sus primos y otros chavales de la comunidad. A los siete años odiaba su aspecto físico sin imaginar que le salvaría la vida.

El codicioso Pacto de Versalles firmado tras el armisticio provocó que, durante la siguiente década, la economía alemana se hundiese creando el ecosistema ideal para que brotase el nacionalismo, al que seguiría el nacionalsocialismo, “nationalsozialismus”, del Partido Nazi. Mi abuelo tenía clientes en Holanda e Inglaterra, y su familia pudo salir adelante a pesar de la terrible crisis financiera que causó auténticas hambrunas.

Mi padre recordaría siempre la primera vez que vio a los “camisas pardas” nazis desfilar por las calles de Dresde. Sucedió un domingo cuando él tenía cinco años e iba de la mano de sus padres y su abuelo, o sea mi bisabuelo. Éste, que era un hombre muy clarividente, le dijo a su yerno: “Esto me huele mal y lo mejor que podríais hacer vosotros, que todavía sois jóvenes, sería emigrar inmediatamente a otro país”. Mi futuro abuelo y su mujer pensaron que exageraba y no se volvió a hablar del tema.

La suerte estuvo con la familia de mi padre sin que los nazis se metiesen con ellos, hasta que una noche primaveral les despertó el timbre del teléfono. La llamada provenía de un amigo del abuelo que era policía, y le explicó escuetamente: “Nos han ordenado escoltar y proteger una manifestación que los nazis harán mañana recorriendo la calle en que se encuentra tu joyería”. Después colgó: no era necesario decir nada más.

La mente de mi abuelo había pasado instantáneamente de estar adormilada a hallarse en plena actividad y no tardó más que unos instantes en decidir qué haría. Exceptuando al pequeño e inútil David, a quien dejaron al cuidado de la sirvienta para evitar que se entrometiese o hiciese alguna travesura, el patriarca repartió órdenes entre el resto de la familia. La hija mayor se encargó de dar la alarma entre los otros comerciantes de la calle mientras sus dos hermanas ayudaban a su padre empaquetando las joyas y las trasladaban a la vivienda, donde la madre las guardaba en un escondrijo secreto que solamente conocían ella y su marido. Éste, dando una muestra de astucia, terminó las tareas de aquella larga noche cubriendo parcialmente los escaparates de la joyería con un letrero en el que constaba: “LOCAL EN VENTA”.

Las joyas y los ahorros que poseían les permitieron sobrevivir a pesar de las penalidades. A veces, durante las comidas, se comentaba la idea que había tenido el bisabuelo acerca de que hubiera sido mejor emigrar. Sin embargo, no dieron un paso en esa dirección hasta que Hitler formó gobierno y la situación de los judíos empeoró: pero entonces ya era demasiado tarde.

Mi futuro padre lo perdió todo, menos la vida, una tarde en que se entretuvo jugando al fútbol con otros chavales que, como él, llevaban cosida una estrella amarilla sobre el corazón. No supo qué se hallaba solo en el mundo hasta que, cuando regresaba a casa con la última luz del ocaso, le agarró y metió en un portal una vecina que, a pesar de ser aria, había continuado relacionándose amistosamente con el joyero y su familia. David, tras asustarse, sonrió al reconocer a la mujer. Ella le guió silenciosamente escaleras arriba, le hizo entrar en su piso y le sirvió una tacita de cacao calentito. Luego le pegó el gran batacazo al contarle que sus padres y sus hermanas habían sido arrestados por la Gestapo y que una pareja aria ya había ocupado inmediatamente su casa.

Por unos momentos toda aquella información le resultó incomprensible al niño malcriado que aún no sabía que sus familiares iban de camino a un centro de exterminio llamado Dachau. Cuando sí lo hizo, reaccionó bloqueándose como si se negase a aceptar la realidad.

La mujer, una viuda que era comprensiva e iba sobrada de valor, ideó la forma de salvar a David en tan difíciles tiempos. Con la desaparición de los judíos, el barrio se estaba poblando de arios que no habían conocido a la familia de David ni sabrían que él fuese judío. Ella les diría que era un sobrino suyo que había venido de Múnich y, gracias a su aspecto, nadie dudaría de que fuese así. Esa patraña coló y David sobrevivió al holocausto de los judíos que llevaron a cabo los nazis. De todos modos, él colaboró en ello evitando hacer la mínima mención que pudiese denunciar sus orígenes.

Su madre adoptiva, alemana hasta la médula, le inculcó los valores que él había pasado por alto hasta entonces, como la responsabilidad, el trabajo bien hecho, la honestidad, la sinceridad, el juego limpio y la generosidad.

Realmente David no lo habría perdido todo, porque la casa de sus padres y el local de la joyería continuaron en pie durante toda la guerra y, al terminar ésta, habría podido reclamar su posesión. Pero no fue así porque los Aliados, y especialmente las Fuerzas Aéreas Británicas, deseaban vengarse de los bombardeos alemanes sobre Londres, que habían acabado con la vida de miles de civiles. Uno de los últimos capítulos de la guerra fue el vergonzoso y barbárico bombardeo aéreo de Dresde.

Llamaron a esta operación “La Tormenta de Fuego”. En la noche del 13 de febrero de 1945 lanzaron mil ochocientas toneladas de bombas sobre aquella ciudad que había sido la más hermosa de Alemania y terminó totalmente arrasada. El número de muertos fue incalculable. Cuando los pocos supervivientes salieron de los refugios que no se habían venido abajo, creyeron hallarse en el Infierno y muchos enloquecieron.

Mi futuro padre conservó la vida, pero tuvo que escarbar entre las ruinas para llegar a la superficie. No había sufrido más que unos rasguños porque su madre adoptiva, no solamente le había metido en el sótano del edificio, sino que también le había encerrado en el cuarto de las calderas, que al fin sería el único lugar que no se hundiese. Ella murió al querer regresar por un momento a su piso pensando en traer agua y comida, pues fue entonces cuando le cayó encima una bomba.

El niño que salió al aire libre tenía los ojos enrojecidos y la mirada desencajada. Sus ensordecidos oídos emitían un constante pitido. Las manos le temblaban y sus piernas le flaqueaban. Estaba cubierto de polvo. Parecía un muerto viviente. Estuvo andando entre otros muertos vivientes durante un tiempo, que posteriormente sería incapaz de calcular o recordar. Los hechos que sí guardaría en su memoria fueron los del campamento para refugiados que unos religiosos habían levantado a toda prisa en los suburbios de Dresde.

David estaba sediento y hambriento, pero, sobre todo, estaba como un cencerro. De no haber sido porque Alemania ya perdía inexorablemente la guerra y los nazis tenían otras preocupaciones, seguramente le habrían mandado a uno de los hospitales secretos en que se deshacían de los tullidos, los enfermos incurables y los locos inyectándoles algún veneno.

La fortuna continuó junto a David cuando un cura católico le trasladó a Múnich junto otros chavales poco antes de que las tropas soviéticas entrasen en Dresde. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, una organización judía norteamericana que buscaba supervivientes del Holocausto, encontró a David en un orfanato de Bavaria. Tenía trece años, estaba flacucho y había recobrado la cordura, aunque siempre sufriría unas terribles pesadillas en las que aparecería la noche del bombardeo. Casi había olvidado los limitados conocimientos acerca del judaísmo que aprendiese en la infancia, pero no necesitó pensarlo dos veces cuando le propusieron emigrar a Palestina, la Tierra Prometida, donde planeaban crear el futuro estado libre de Israel.

Tras haberlo perdido todo, David dio por sentado que lo había recuperado todo el día en que, después de un arduo viaje por tierra y mar evitando los controles militares de los británicos, que pretendían impedir la entrada de nuevos judíos, llegó a un kibutz de Palestina, donde recibió la bienvenida de una veintena de chicas y chicos judíos. Los cuatro adultos que se hallaban al mando le aclararon que un kibutz era, al mismo tiempo, un hogar, una escuela y una granja en la que trataban de crear un vergel a pesar de hallarse en una comarca muy árida.

No obstante, un kibutz también era una especie de cuartel o fortín en el que le adiestraron inmediatamente en el uso de armas de fuego y la lucha cuerpo a cuerpo, porque eran atacados frecuentemente por bandidos.

Las escaramuzas con los árabes aumentaron al acercarse la fecha en que los británicos arriarían su bandera y los judíos izarían la de Israel en una pequeña franja de Palestina. En esa memorable fecha estalló la “Guerra Árabe-israelí”. Las apuestas internacionales daban por sentado que los israelitas, que eran pocos y estaban mal pertrechados, serían diezmados por los multitudinarios ejércitos de Siria, Transjordania, Egipto, Líbano, Irak, Arabia Saudita y Yemen. Pero sucedió todo lo contrario e Israel ganó su primera guerra.

David, que había destacado en la contienda, abandonó el kibutz en que se había convertido en hombre y se enroló en el ejército. A pesar de ser un crío, sus superiores tuvieron en cuenta su experiencia en el campo de batalla y le ascendieron inmediatamente al rango de teniente.

En una reunión con otros oficiales conoció a una chica polaca que había sobrevivido al campo de exterminio de Auswitch y se enamoraron: ella sería mi madre. Di mis primeros pasos en una casita de Tel Aviv. Había heredado el pelo rubio y la nariz pequeña de David. Le recuerdo comentando complacido, “Ahora sí que lo he recuperado todo”.

Los años transcurrieron sin grandes contratiempos y mis pobres padres no sospecharon que tuviesen al enemigo en casa hasta que yo cumplí los quince y, en un arrebato de adolescente, les confesé que era pacifista y creía que los israelitas estábamos tratando a los palestinos de forma parecida a como lo habían hecho los nazis con los judíos.

En realidad, no había desarrollado aquellas ideas por mí misma, sino que las había escuchado en un concierto en el que primaban las flores, las melenas, las telas coloridas y la marihuana: estábamos en la era de los hippies, la paz y el amor libre. Yo no me había mordido la lengua, y mi padre, el gran patriota y héroe de la guerra, hizo igual. Como resultado, nuestras relaciones se enfriaron e, incluso, me dio el visto bueno cuando, unos meses más tarde, le dije que quería irme a un kibutz; era una verdad a medias, pues se trataba de una comuna hippy.

Ya sé que lo del amor a primera vista está muy trillado, pero a mí me ocurrió así en el mismo momento en que conocí a Gamal, un adonis melenudo de dieciocho años, esbelto y con la piel parecida a una escultura de ébano, que había emigrado de Etiopía con su familia. Su sonrisa me hipnotizó y su simpatía me cautivó; pero cuando me sedujo definitivamente fue al empezar a hablarme de sus sueños y creencias, del amor que sentía por los animales y por todos los seres humanos fuese cual fuese su raza o cultura. ¡Ja, mientras le escuchaba me puse a mil y le interrumpí pegándole un morreo!

Nos convertimos inmediatamente en pareja. En otro país y en distintas circunstancias habríamos buscado la manera de pagarnos la vida con un empleo y nos hubiésemos dedicado intensamente al amor y al sexo; pero estábamos en Israel, país de conflictos constantes en el que todos los jóvenes teníamos que alistarnos y permanecer tres años en el ejército. ¡Éramos unos pacifistas y nos obligarían a empuñar las armas contra gente que no nos había hecho nada!

Yo todavía era joven, pero Gamal se hallaba en la edad adecuada y, mientras se iba acercando la fatídica fecha en que sería reclutado, no dejábamos de darle vueltas buscando la manera de evitarlo, de huir a otro país. Nos parecía algo imposible porque ni Gamal ni yo teníamos pasaporte, que a él no se lo concederían por hallarse en edad de ser enrolado y a mí por ser menor de edad y necesitar el permiso de mis padres.

La solución nos la dio un chaval que iba camino de convertirse en un hampón y aseguraba ser capaz de conseguirte lo que fuese, en nuestro caso unos pasaportes falsos o robados que nos permitiesen salir de Israel. Valga aclarar que en aquellos lejanos tiempos todavía no existían los efectivos sistemas de seguridad de hoy en día. Nuestro destino sería la ciudad californiana de San Francisco, donde vivían unos tíos de Gamal, comerciantes acomodados, que se habían ofrecido a echarle una mano.

Él les pidió por teléfono si su ayuda podría ser también económica, aunque sólo como un préstamo que les devolvería posteriormente en cuanto consiguiese un empleo. Aquellos judíos etíopes eran de lo mejor y corrieron con todos nuestros gastos, desde los pasaportes ilegales hasta el viaje en avión. Además, cuando llegamos a San Francisco ya nos tenían preparado un apartamento y nos habían buscado sendos empleos.

En cuanto a nuestro atuendo y aspecto hippy, con largas melenas y ropas de mil colores, el tío de Gamal nos contó que en aquella ciudad eran normales y casi resultaba raro ver a alguien con el pelo corto. Sin embargo, nos advirtió que no participásemos en las frecuentes manifestaciones que se organizaban, porque el paranoico gobernador de California, Ronald Reagan, veía comunistas por todos lados y sus fuerzas policiales se comportaban barbáricamente con mucha frecuencia.

A pesar de la perenne inestabilidad de Israel y de que mis padres continuasen perteneciendo al ejército, siempre creí que aquella especie de maldición que padecieran mis antepasados perdiéndolo todo una y otra vez, habría pasado a ser historia.

Esto pareció confirmarse cuando nos instalamos en San Francisco y el tiempo empezó a transcurrir felizmente a toda velocidad. Mi relación con Gamal iba de maravilla, pero gran parte del mérito era suyo, pues jamás perdía el temple y se mostraba tolerante con quienes sí lo hacían, como una servidora.

Al partir de Israel yo no lo había perdido todo, como les ocurriese a mis antepasados, pero, de todos modos, había renunciado a todo como si así hubiese sido.

Tras empezar de cero, un día, contemplando la casita ajardinada en la que ahora vivíamos, le dije a Gamal que, siguiendo las tradiciones de mi familia, ahora ya lo había recuperado todo. Olvidamos pronto los consejos acerca de la brutalidad policial porque las manifestaciones de San Francisco eran invariablemente unas divertidas fiestas en las que no faltaba la música en vivo, la maría y el LSD. Los jóvenes y la gente bohemia se preguntaban dónde se haría la siguiente manifestación, como si se tratase sólo de un evento social más.

En alguna ocasión tuvimos que huir de las cargas policiales, pero nunca llegamos a estar realmente en peligro. El día 15 de mayo de 1969, la maldición de mi familia me atrapó. Mientras en California seguíamos durmiendo, un comando de la OLP detonó una bomba bajo el coche de mis padres y ambos murieron instantáneamente sin llegar a saber qué había sucedido.

Gamal y yo, sin habernos enterado aún, saltamos de la cama ilusionados porque esa mañana se iba a celebrar una gran manifestación contra la Guerra de Vietnam, en la Universidad de Berkeley. No tenía el mínimo presentimiento de que me hubiese quedado huérfana y, de haber sido preguntada, habría respondido que me hallaba en la cumbre de la felicidad. Cruzamos el puente de la bahía en una pickup de tercera mano que nos había regalado el tío de Gamal, y veinte minutos después aparcábamos junto al parque del campus.

El ambiente era festivo, pero al ver que iba apareciendo más y más gente, que llegaría a sumar más de seis mil manifestantes, y que también lo hacía el número de policías armados hasta los dientes que había por los alrededores, Gamal, que era la sensatez personificada, me propuso subirnos a la azotea de un edificio que se hallaba entre la universidad y el cercano parque al que se dirigiría la mani, desde donde lo podríamos ver todo sin correr riesgos. Acepté sin dudarlo y sin sospechar que pudiese ser una mala elección. ¡La peor!

En la azotea se había reunido una treintena de jóvenes que compartían porros y bromas. Nos sentamos en el chaflán del muro con las piernas colgando en el vacío. La colorida masa humana que teníamos por debajo se puso en movimiento levantando pancartas y gritando eslóganes contra el nefasto presidente Nixon y la participación norteamericana en la Guerra del Vietnam. Durante un rato la manifestación avanzó pacíficamente, pero todo cambió cuando unos policías trataron de arrestar a un estudiante y sus compañeros se enfrentaron a ellos para defenderlo.

Se habría podido pensar que estábamos viendo una película que se emitiese en cámara lenta y que de pronto la hubiesen acelerado al máximo. Desde las alturas contemplamos horrorizados cuanto sucedía: la desbandada que se organizó en todas direcciones, los policías apaleando indiscriminadamente, los chillidos de los heridos, las bombas de humo y al fin, lo peor, cuando algunos de aquellos locos uniformados dispararon indiscriminadamente sus armas de fuego. Recuerdo que me volví hacia Gamal para decirle que sería mejor ponernos a cubierto, cuando una bala perdida le dio en medio del pecho y lo mató instantáneamente. Se derrumbó de espaldas con los ojos muy abiertos. Me quedé pasmada, y cubriéndome la boca con las manos y los ojos desorbitados, abracé a mi amado empapándome el vestido con su sangre.

Quienes se hallaban a mi alrededor insultaron a los policías que pululaban por debajo llamándoles asesinos y les arrojaron botellas y ladrillos. Tardé unos instantes en reaccionar, aunque sería más correcto decir que enloquecí, y empecé a repetir histéricamente, “¡No, esto no me puede pasar a mí!”. La pacifista se transformó en una guerrera que pedía venganza y habría corrido a ciegas hacia los policías asesinos teniendo muchas posibilidades de acompañar a mi amado al Mas Allá, de no ser porque, afortunadamente, entre la gente que había en la azotea se encontraba una mujer de los Servicios Sociales que, al advertir mi enloquecida mirada, se plantó frente a mí, me abrazó e inmovilizó, y me habló con dulzura hasta que consiguió calmarme un poco.

Ella me apartó de allí antes de que llegase la policía, descendimos por las escaleras, me llevó hacia una calle lateral, me invitó a tomar un café y me animó a llorar cuanto desease. Después, me acompañó a casa en mi pickup. Al entrar vi un telegrama que habrían echado bajo la puerta. Lo abrí teniendo todavía la mente en otra parte y leí que mis padres habían muerto en un atentado. Me dije que ese día lo había perdido definitivamente todo y la maldición familiar continuaba vigente.

Lo decidí de pronto: acabaría con la puta maldición si acababa también con mi vida sin haber tenido descendencia. No quería ver de nuevo el cadáver de Gamal y lo último que deseaba era asistir a su funeral: “partiría” enseguida y no me despediría de nadie. Sin dejar de sollozar, y sintiéndome como si me hubiesen arrancado la mitad de mi ser, metí una botella de tequila y unos gramos de maría en mi bolso, arranqué la pickup, me dirigí a la salida de la ciudad y tomé la carretera de la costa hacia el sur. Mi destino era un bosquecillo desde el que se gozaban unas vistas preciosas del Océano Pacífico porque se hallaba a unos cien metros por encima del mar, hacia el que caía en picado un vertiginoso precipicio.

Aparqué la pickup, dejé las llaves en el contacto, lie un porro que luego fumé mientras pegaba tragos de tequila junto a la cima con la vista puesta en mis pies. Solamente tendría que dar un paso adelante y todo habría terminado. Y entonces apareció entre mis piernas algo que a mis ojos enturbiados por las lágrimas les pareció una mancha blanca. Era una perrita de mirada expresiva e inteligente que me observaba con mucha seriedad. Tuve la sensación que me preguntaba reprobadoramente si estaba segura de lo que iba a hacer.

En ese momento también creí oír en el interior de mi cabeza las voces de mis antepasados acusándome de haberme rendido antes de empezar a luchar. “¡Aún eres una cría a la que le queda mucho por vivir!”, gritó el abuelo. “Aún no tienes veinte años y solamente estás en el prólogo de tu vida”, añadió el bisabuelo.

Y entonces escuché la voz de David, mi padre, preguntándome: “¿De verdad vas a ser la última de nuestra larga saga?”. “Me habéis puesto entre la espada y la pared”, les dije sin dejar de mirar el precipicio que tenía frente a mí, “y aunque hoy me he quedado sin ganas de vivir, cumpliré con vuestros deseos y saldré adelante”. La perrita movió la cola alegremente como si me hubiese entendido, y yo, agachándome, le acaricié la cabeza y le pregunté: “¿Te vienes conmigo?”.

Cumplí mi promesa saliendo adelante. Recobré los ánimos. Monté una tienda de discos con dos amigas. Me casé con un hippy palestino que era pacifista y vegetariano como yo. También nos parecíamos en nuestro nulo patriotismo y religiosidad. Parí tres hijos y una hija que me dieron una buena colección de nietos. Y hoy soy una feliz abuelita que todas las tardes se sienta a leer un rato junto al mar.

De todos modos, a veces me pregunto si la maldición de mi familia habrá terminado. Desde aquel dramático 15 de mayo de 1969 en que una perrita blanca me salvó la vida, siempre he tenido a mi lado a una de sus descendientes. A veces creo que se reencarnan, o quizás sea que las madres adiestran a sus pequeñas, pues cada una de ellas me vigila en todo momento con mucha seriedad como si temiesen que tratase de arrojarme por un precipicio.

Fin.

RELATO DIVERGENTE*, de Nando Baba

*Relato divergente es una sección de relatos ficticios en los que Nando Baba escribe inspirado por nuestras fotografías de viaje.