La crónica cósmica

La crónica cósmica. Yo era Jonh Malkovich

LOS ÚLTIMOS DÍAS – Langkawi, Malasia. Tal como ya os he comentado en otras ocasiones, desde del momento en que llego a un nuevo lugar, el transcurso del tiempo parece acelerarse paulatinamente, hasta que las últimas semanas se suceden a un ritmo vertiginoso. Por supuesto, lo siento así porque estoy a gusto en aquel lugar, como ha sido en Langkawi, isla a la que espero regresar.

En las crónicas de los meses anteriores, he mencionado algunos de los personajes algo insólitos que residen en este vecindario, formado por unas pocas casitas ajardinadas. Ahora completaré esta imagen del personal diciendo que entre los turistas hay un gran número de españoles y franceses y de padres con sus hijos.

También hay alemanes; entre ellos una mujer de pelo blanco y aspecto de maruja que se hizo famosa porque se colaba en la cocina de las pensiones y robaba comida. Al amigo gallego le mangó una veintena de huevos y un tarro de aceitunas sevillanas. Se lo montaba muy bien y nunca la cogieron con las manos en la masa.

Lo cómico del caso sucedió el día en que la acusaron de ladrona: ella lo negó indignada, pero se quedó pasmada cuando le mostraron las imágenes de una cámara de seguridad en las que aparecía robando. La vergüenza pudo con ella y no se la volvió a ver por estos aledaños.

Una noche, mientras cenaba junto a la calle, se detuvo ante mí un turista occidental que, tras observarme atentamente, me preguntó si yo era John Malkovich. Di por sentado que bromeaba y, riendo, le respondí que ni, ni, ni, ni.

Pero resulta que aquel loco lo decía en serio; me lo demostró al regresar un poco después e insistir en que yo era el actor John Malkovich. Cuando por fin se largó, lo hizo con la típica expresión de: “A mí no me la pegas”.

Durante las semanas del Ramadán, todos los atardeceres estuve escuchando las plegarias de un imam que disponía de un equipo sonoro tan bueno que lograba hacerse oír a gran distancia. Aunque a través de los años, hallándome en diferentes países islámicos me acostumbré a estas ceremonias, nunca había encontrado un imam que, por definirlo de alguna manera, fuese tan soso como éste; ya que lo que tienen en común esos religiosos es el fervor conque rezan, mientras que él parecía que hablara consigo mismo.

Cuando fui a Lanzarote por primera vez, pensaba echarle un rápida mirada en un par de días y seguir luego mis correrías. Pero la isla volcánica debe de crear adicción, y permanecí en ella ocho meses.

He recordado aquel hecho porque en este vecindario de Langkawi, y concretamente en la pensión Home Sol del amigo gallego, hay un compatriota suyo que vino pensando en hacer un voluntariado de un par de semanas y ya lleva aquí ocho meses.

Además, igual que me ocurrió a mí en Lanzarote, cuando se vaya dentro de poco lo hará sabiendo que regresará.

Aquí van unas imágenes que serían dignas de una película de Jacques Tati. Las contemplé asombrado cuando un autobús se detuvo frente a mí, se abrió la puerta y, una tras otra, descendieron quince chicas que vestían el elegante uniforme de la empresa en que trabajaban y todas llevaban en la mano derecha un teléfono móvil. Eran tan idénticas que parecía un efecto óptico. Un hombre que se encontraba junto a mí, y que también observaba aquella curiosa situación, intercambió conmigo una mirada con la que parecía decir: “Si no lo veo, no lo creo”.

PASO A PASO – Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior, cuando ascendía por el curso del Amazonas en el barco Benjamín.

Los largos y lentos días de navegación auspiciaron que, mucho antes de llegar a destino, terminara de leer “El siglo de las luces”, de Alejo Carpentier. Como buen adicto a la lectura, empecé a sondear a los diferentes pasajeros ofreciendo este libro a cambio de cualquier otro.

“¿Es bueno?”, me preguntó el peruano Pedro. “De lo mejor”. “Pero yo solamente te puedo ofrecer en trueque uno que no sé si será de tu gusto”. “Lo que sea me valdrá”, aseguré sin imaginar que me pasaría precisamente “El Nuevo Testamento”; libro que, de todas maneras, leí de arriba abajo. Al final pensé: “Aunque no he leído “La Biblia”, creo que ha de ser más entretenida”.

Después de aquellos primeros días de navegación, todo el mundo tenía más que asumidas las rutinas cotidianas. La cocinera llevaría a cabo sus importantes ocupaciones con un cigarrillo colgando permanentemente de los labios. El administrador contaría cruzeiros con una pistola cerca de la mano. El capitán tendría raptada a la princesa de turno en su elegante camarote, donde reinaba una cama inmensa de color blanco.

El biólogo inglés Simón iría con la oreja pegada a un transistor escuchando las noticias de la BBC. Pedro y Julio jugarían al ajedrez. La camarera llevaría una toalla enrollada en la cabeza y, en cuanto tuviese las manos libres, practicaría el deporte nacional de las brasileñas: chuparse el pulgar.

Yo, con una cerveza al lado, me dedicaría, sino a jugar al backgammon, a la lectura, o a observar aquella selva que seguía pareciéndome increíble. Mientras, los motores del Benjamín continuarían infatigables con su tarea de ascender por la corriente del río más bestia de la Tierra.

El decorado nocturno variaba poco del diurno, pero, en muchos aspectos, era más tranquilo. Dormiría el niño de grandes dientes, y asimismo lo haría el árabe de protuberante nariz. Roncaría la bella Olianda, se tiraría pedos la dulce adolescente, y ambas se chuparían el pulgar.

Los grandes escarabajos de la selva llegarían atraídos por la luz y se romperían los cuernos contra los tabiques metálicos para, al final, morir ahogados a montones en los lavabos. 

Sin embargo, no todas las personas se hallarían en el mundo de los sueños, puesto que yo, silenciosamente, me deslizaría entre las hamacas sabiendo que, en aquellos momentos, cada rincón me pertenecía. Entonces podía soñar que era el único pasajero de un navío fantasma, además de descansar de la sensación de hacinamiento.

Procurando no alterar los sueños ajenos, llegaría hasta la puerta deseada, la del cuarto de aseo, donde ahora no tendría que esperar turno. Luego, al salir y recorrer de vuelta el desértico pasillo, comprobaría que el cerrojo de otra puerta se hallaba abierto y, siempre sigilosamente, con la boca humedeciéndoseme, entraría en la penumbrosa habitación para alcanzar el objeto de mis deseos: el termo de humeante y aromático café del qué me serviría una buena taza.

Como sucedía en Breves cuando estuve allí unos meses antes con el amigo Rasta, los crepúsculos iban frecuentemente acompañados de unos espectáculos naturales que no dejaba de observar. Desde oriente, lenta y sutil, pero inevitablemente, se acercaba un manto grisáceo que cubría tanto el cielo como el paisaje, y que perseguía al Benjamín ganándole terreno continuamente.

Mientras se aproximaba, la selva y el río iban desapareciendo de escena tragados por las negras nubes de la tormenta que soltaba truenos y relámpagos; éstos permanecían iluminados durante varios segundos que parecían minutos.

Al fin llegaba sobre el Benjamín la cortina de agua que lo barría todo e inundaba la cubierta, trayendo con ella un agradable aire refrescante.

Si tal espectáculo se representaba precisamente cuando estábamos atracados frente a alguna aldea, en la que descargaban desde sacos de arroz a diferentes materiales, la operación se convertía en un drama de locos, que tampoco me perdía. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – En cada ocasión que veo una pareja peleándose a gritos, me reafirmo en mi adicción a la bendita soledad. No recuerdo haberme enfadado o tenido una disputas desde hace quince años, cuando me reuní por última vez con mi mujer. Qué bien estoy sin que nadie altere mi paz mental con los típicos comentarios: “Roncas”. “Te huele el aliento”. “Esta ropa no te queda bien”. Siempre despierto con buen humor y no tardo en empezar a cantar. Qué suplicio ha de ser la convivencia con alguien a quien no ames, y qué odio deben sentir quienes lo hacen por dinero.

Actualmente, además de saber que no sé nada, puedo asegurar que tampoco entiendo nada.

El mayor inconveniente de que la gente lo fotografíe todo, es que se empeñan en mostrarte el sinfín de insulsas fotos que guardan en el archivo del móvil.

Los viejos seguramente recordaréis las radios antiguas, en cuya pantalla acristalada estaban escritos los nombres de diferentes ciudades del mundo y, que sobre ellos, se movía la varilla al girar el pomo mientras buscabas una emisora. ¿No despertaba vuestros deseos de viajar?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba